09 agosto 2007

Una terapia particular


Me he apuntado a una terapia un poco particular. Hoy en día hay terapias para todo, y si no te inscribes en ninguna parece que estás fuera de onda. Ya no se lleva el hombre perfecto, seguro de sí mismo, que siempre sabe qué hacer en cualquier situación. Ahora lo correcto es tener algún defecto, o alguna virtud, y contarlo. Lo importante es esto último: si tienes algo, sea bueno o malo, hay que proclamarlo a los cuatro vientos y que todo el mundo se entere. ¡Abajo los armarios!

Esto es un gran problema para mí, pues, aparte de no tener grandes virtudes ni defectos reseñables, soy bastante tímido e introvertido. Es decir: si tuviera algo que contar, lo guardaría en el cajón más profundo de mi memoria, cerrado con siete llaves.

En un desesperado intento de ponerme a la moda me he apuntado a uno de estos cursos: una terapia un poco particular, como he dicho: una terapia de choque. De haberlo sabido, hubiera preferido un tortazo en plena cara a lo que me han obligado a hacer en la primera lección, pero 600€ son un argumento definitivo contra la marcha atrás.

Véase la cabronada que le hicieron a mi espíritu encogido: ante una numerosa concurrencia, un aforo de al menos 200 personas debía contar un sueño que recordara a viva voz, sin micrófono.

Podéis imaginar, sin duda, el pánico que sufrí al principio, todas esa miradas expectantes, taladrándome, esperando un brillante monólogo, y yo sin saber qué contar, entre los pocos sueños que recuerdo y lo poco confesables que son todos. Al final, tuve que inventar. Lo confieso. Tras unos interminables segundos de tensión y sudores, decidí imaginar un sueño, exento de huríes, eso sí.

Decía así:

Caminaba yo por un camino de la sierra en busca de robellones, sin muchas esperanzas de encontrar, todo sea dicho. No había llovido en verano, y la tierra aparecía reseca por la mayoría de sitios, a pesar de que Octubre estaba terminando. Iba buscando zonas de umbría, donde se hubiera podido acumular algo de escarcha de la noche, separando las matas de arbustos, con la ilusión de encontrar un rodal, oculto de las miradas de los buscadores, generalmente más madrugadores y expertos que yo; cuando de repente me encontré con un viejo, vestido con una túnica gris.

- Sígueme, me dijo; pero no esperó a mi respuesta.

De un empujón me lanzó hacia un agujero, oculto entre las matas. Sin saber cómo, me vi envuelto en una caída vertiginosa en la más absoluta oscuridad, llegando a perder la noción del tiempo.

Cuando volví en mí, estaba en un amplio salón de algún olvidado palacio, con una gran chimenea encendida, y un grupo de juglares entreteniendo a los presentes. Me encontraba sentado frente a una mesa redonda, como no podía ser de otra forma, rodeado de gentes que, sin embargo, no llevaban indumentaria de caballero medieval.

Enfrente mía, en vez de un venerable anciano con la corona de rey, se sentaba una mujer vestida con un sencillo lienzo blanco, que, sin embargo, le sentaba muy bien. Miraba con una sonrisa picarona, disfrutando del momento de desconcierto que sabía que estaba viviendo.

Me disponía a romper el hielo con alguna gracia estúpida del tipo: "Te encuentro muy cambiado, Arturo", cuando ella, adivinando mis intenciones, se anticipó diciendo:

- Como ves, ni yo soy el rey Arturo, ni esto es Camelot. Me presentaré. Soy la reina Butherfly y te hallas en el reino de los Memes. Te hemos invitado para que cumplas la misión encomendada, so vago.

Dijo invitado con retintín, eso fui capaz de pillarlo, pero tenía tanta curiosidad por saber en qué consistía la misión, que olvidé el sarcasmo y pregunté de qué iba exactamente ese encargo.

- Aquí tienes a algunos sabios. Han sido especialmente escogidos para ti. Deberás preguntarles sobre cualquier tema que sea de tu interés, pero tienes que escoger solamente aquellas respuestas con las que te identifiques, me dijo solemne.

- ¿Sabios?, repliqué. Pero si conozco a alguno de ellos, dije tras reconocer en la sala a varios de mis amigos.

- Eso sólo demuestra tu necedad, ignorante. Has vivido rodeado de sabios sin apreciarlo. Pronto comprenderás tu gran error.

Bajé la cabeza avergonzado por la reprimenda, y me senté. No sabía muy bien de qué hablar; ni siquiera cómo empezar la conversación. El silencio empezaba a ser incómodo cuando el ruido de un portazo nos alertó. Un hombre, con grandes mostachos y habano en la boca irrumpió en la sala hablando muy deprisa:

- Disculpen caballeros, dijo quitándose el sombrero de copa. Disculpen si les llamo caballeros, pero es que no les conozco muy bien. Me llamo Groucho, Groucho Marx, matizó el genial humorista.

La frase provocó las primeras carcajadas, pero pronto advertí que, bajo el tono burlón de la misma, se escondía una gran verdad, lo que estimuló mi curiosidad. ¿Sería verdad que los "sabios" sentados en aquella mesa iban a pronunciar frases sobre las que yo iba a estar de acuerdo? Pronto lo iba a comprobar.

El tema de las disculpas atrajo el no menos polémico de las rencillas y los perdones. Esperaba una retahila de frases políticamente correctas, con las que quizá coincidía en el fondo, pero me iban a resultar empalagosas. Por contra, un hombre alto, con el pelo largo y peinado hacia atrás, y aire ligeramente amanerado, se estiró tensando la espalda, mientras dirigía una arrogante mirada con sus incomparables ojos azules. Se llamaba Oscar Wilde, era escritor y generoso en frases célebres. Esta quizá no era de las mejores, pero venía al caso: "Perdona siempre a tu enemigo. No hay nada que le enfurezca más".

Nada pudimos objetar los presentes, por lo que cambiamos de tema. La nobleza del perdón parecía llevar hacia otros temas caballerescos como el amor, o el valor, apropiados más a la mesa que a los tertulianos. En cambio, alguien quiso sacar un tema menos frecuentado: el miedo. Tomó la palabra un hombre bajito, con el pelo desmarañado, nariz hebraica, y gafas muy feas, apedillado Allen, como las tuercas, y de nombre Woody, como la discoteca. Su habla era atropellada y nerviosa, propia de persona tímida e insegura, pero se le entendía. Dijo algo así: "El miedo es mi compañero más fiel. Jamás me ha abandonado para irse con otro"

Sería casualidad, pero fue mentar el miedo cuando, de repente se escuchó un gran alboroto, voces indignadas, gritos, chirriar de sillas y mesas, golpes... Todos nos levantamos alarmados, preguntándonos qué pasaba, y al poco, apareció el jefe de la guardia con un tipo largo, de pelo cano y largo mostacho, luciendo un ojo amoratado y un corte en el pómulo, un poco más abajo, por el que manaba abundante sangre. Al parecer, su última canción había provocado un pequeño altercado. El hombre, sin embargo, conservaba un porte serio, tranquilo, elegante, muy digno. Formaba parte de un grupo llamado Les Luthiers, cuyos componentes no tardaron en acompañarle.

Les sometimos a un corto interrogatorio, quedando muy sorprendidos por las respuestas. Comprendí que me encontraba ante seres excepcionales, con gran sentido común, por lo que me pareció oportuno abordar temas más trascendentes.

- Háblenme del tiempo, les dije.

- El anticiclón está anclado en las Azores, y mañana estará soleado en la Península, y en las Canarias, observándose nubes de evolución en Galicia a última hora de la tarde. Soplará Levante en el Estrecho, soltó el largo.

- No, hombre. Me refiero al devenir del tiempo. El presente, el futuro, el pasado...

- El pasado. Yo diría que "Todo tiempo pasado fue... anterior"

Nos quedamos todos pensando en la frase, que ni desmentía ni confirmaba a la de Jorge Manrique, pero que venía a desmitificarla un poco. A pesar de que, por lo general, no soy pesimista por el futuro, tengo a veces negros presentimientos sobre acontecimientos que tienen que venir, desgracias que parecen hechos consumados, ineludibles. Compartí mis pensamientos con los presentes, y una amiga mía, Cristina, que hasta ahora había estado seria y callada habló:

- No tengas tanto miedo de lo que está por venir. A lo mejor se queda a mitad camino, dijo.

- Debería marcarme esas palabras con fuego en mi cerebro, contesté, pero sólo tengo lápices de hielo, y el hielo se derrite.

Y la verdad es que, entrado ya en la cuarentena, parece como si algunas neuronas me hayan abandonado, en busca de un cerebro más joven que les de algo de vidilla. Debería estar en crisis, como todo el mundo me dice, pero yo todavía no he tenido tiempo de pensarlo. Ahora bien, encuentro cierto placer en rodearme de gente mayor que yo, como es el caso de Nacho, así me siento más joven. ¿O no?

- Pues no en mi caso, me dijo. Yo soy un chaval de 18 años, con muchos de experiencia.

Asentí con la cabeza. Empezaba a sentirme terriblemente cansado.

- Reina Buther, ya no puedo más. Sé que me faltan dos frases pero se me está haciendo muy largo: la entrada y el mes de Agosto.

- Bueno, va, para decir esto te podías haber quedado en casa, pero bueno. ¿Cuándo te vas de vacaciones?

- El viernes es mi último día de trabajo. Volveré el 3 de Septiembre. Me tomo un descanso de obligaciones y también de placeres, como es el blog. Estaré ausente tres semanas.

- Que disfrutes.

Y de repente, todo se desvaneció, la reina, los sabios, los artistas, el palacio, y me encontré en mi casa con una bolsa de los apreciados hongos y un tiquet del mercado.



Dirigí mis ojos hacia las butacas, expectante. Esperaba algún tipo de reacción: aplausos, abucheos, cuchicheos, suspiros de alivio; pero enfrente sólo había una persona, una chica delgada, no demasiado bien vestida, con grandes ojos saltones, mirándome con gesto impaciente, escoba en una mano, y recogedor en la otra.





- ¿Ha terminado ya? Tengo que limpiar, y me marcho a las seis.


- Sí, sí, le dije. Acabé ya.





Y me fui, maldiciendo los 600 € perdidos.





Volveré en Septiembre.