29 marzo 2007

Pequeños reproches

Imagen tomada de Niña del Sur
Un día más otra mujer le había sacado las castañas del fuego, había perfumado sus nauseabundos temores, permitiéndole alcanzar la cama con una sonrisa, y esa noche incluso con ilusión y esperanza.

Prefería no pensar en lo que pasaría cuando se le acabara la suerte de contar con tan preciada compañía, pues la familia que le quedaba era lejana en todas las acepciones de la palabra, y tampoco tenía amigos íntimos en los que confiar sus últimos días.

Porque, a estas alturas, ya sabía que su enfermedad no tenía solución, que el cáncer, la gangrena, o lo que fuera, iría lentamente durmiendo su cuerpo, rigidizando sus músculos, corrompiendo su sangre, cuarteando la piel, matándole poco a poco, a trozos, de arriba a abajo.

Hoy, ni siquiera se había molestado en vestirse. El suplicio de quitarse y ponerse la ropa no era necesario si probablemente no iba a salir de la casa. Bastante era preparar el desayuno. Tras tomarlo, se sintió algo mejor, con más ánimos que el día anterior. Decidió utilizar la silla de ruedas para desplazarse, y, a falta de mejor plan, cogió un cuaderno que tenía por estrenar y se puso a escribir.

Empezó con una narración retrospectiva, una descripción, todo lo exhaustiva que le permitían sus recuerdos, de la evolución de su enfermedad. En eso estaba cuando sonó el timbre, y se encontró en la puerta el rostro radiante de María Rosa.

Esta vez, sin embargo, la mujer amagó rápidamente un gesto de disgusto, y le recriminó su aspecto de forma cariñosa:

- ¿Dónde está aquel chico que conocí, el que nunca salía de casa sin tener cada pelo en su sitio, y en la cara ninguno?

Gastón bajó la cabeza avergonzado, en parte por su aspecto, pero también por el recuerdo de otros tiempos más felices, pero se rehizo y respondió con algo de rencor:

- Tú lo has dicho, cuando salía de casa, algo que no tenía previsto hacer el día de hoy. Habrás observado que apenas me puedo mover. No esperarás que tenga una especial ilusión en salir. Sólo vestirme es una auténtica tortura.

- Pues tienes que hacerlo. No me vas a tener aquí, en París, encerrada en un cuarto durante todas mis vacaciones, le amonestó medio en broma, medio en serio. ¿No querrás que te ayude yo a vestirte? ¿O sí?, dijo guiñándole un ojo. ¡Anda!, ¡déjame ver el motivo de tus sufrimientos!

El se negó al principio, pero ella insistía de tal forma, que al final tuvo que consentir, no sin pasar algo de vergüenza. La chica le ayudó a bajar de la silla de ruedas, asiéndole por las axilas, pero no podía con el peso del hombre, y tras mucho esfuerzo terminaron cayendo en la cama de golpe.

Al reponerse, sus caras se quedaron muy cerca, los cabellos de María Rosa rozaron la cara de Gastón, y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Ella se rió y se acercó un poco más hasta que sus labios se rozaron. El segundo de tensión lo resolvió ella introduciendo su lengua en la boca de él, mientras se estrechaba contra su pecho.

27 marzo 2007

Una brisa de aire fresco

Imagen tomada de Cuqui Man
Tardó en reaccionar, y debido a su reducida movilidad, y a la torpeza de sus movimientos, le costó mucho tiempo llegar a la puerta. Una parte de él se resistía a utilizar la silla de ruedas, el regalo de la noche anterior, claro ejemplo de la resistencia del hombre a asumir lo irreparable. Y a punto estuvo de costarle caro.

Cuando abrió la puerta se la encontró de espaldas, bajando ya los primeros peldaños de la escalera, así que no pudo reconocerla al instante. Pero al darse la vuelta, su mirada se quedó clavada en los redondos ojos castaños de la mujer, con los eternos rizos negros cayendo sobre sus mejillas, y la franca sonrisa que contraía su piel, mostrando algunas arrugas que antiguamente ni se adivinaban, pero que ahora daban un toque de madura belleza a su rostro infantil.

Era ella, sí, la misma chica que se fue hacía tantos años con lágrimas en los ojos, y ahora le miraba con la misma alegría que mostraría un niño que acaba de recobrar su viejo juguete perdido. Era ella, su vieja amiga, su amor secreto.

Dicen que a los buenos amigos hay que llamarlos para compartir los buenos momentos, pero para los malos acuden solos. María Rosa era el ejemplo que mejor podría ilustrar ese refrán: estaba allí, precisamente en el momento en que más la necesitaba.

Había algo de irracional, de mágico en la simple presencia de la mujer; pero la mente excesivamente racional de Gastón se negaba a aceptar cualquier tipo de respuesta sobrenatural al enigma de la inesperada visita. Debía tratarse de una casualidad, quien sabe si feliz o dramática, pero casualidad.

Sin embargo, la reacción de ella fue desconcertante. El esperaba encontrar alarma, preocupación en su cara, después de verle en aquel estado, pero ella no alteró su semblante de forma apreciable. Con la misma sonrisa con la que le había recibido, le ofreció su brazo para ayudarle a entrar en la casa, se sentó junto a él y tomó sus manos entre las de ella mirándole con una ternura infinita.

Era como si hubiera vivido su enfermedad desde el primer minuto, como si todo fuera normal, como si realmente esperara encontrárselo de ese modo. Faltaba en su rostro, en sus gestos, la sorpresa y la alarma que pretendía demostrar con palabras.

Tras los primeros instantes de conversación educada, de las inevitables preguntas por su visible mal estado, María Rosa llevó la conversación hacia los agradables derroteros de los recuerdos comunes de su etapa de estudiantes. Después fue a buscar algo de comida, que casi ni tocaron. Siguieron hablando, tratando de recuperar tanto tiempo sin confidencias hasta que se hizo casi de noche. Entonces ella le dijo que debía volver al hotel, pero que iba a estar una buena temporada en París y volvería a visitarlo.

Le dejó la dirección del Hotel, su número de teléfono móvil, y la sensación que deja una brisa de aire fresco en una tórrida tarde de Julio.

23 marzo 2007

El oscuro túnel de la desesperanza

Imagen tomada de Abulia
A pesar del agotador día anterior, la copiosa cena hizo su efecto en el sueño de Gastón, y a las pocas horas se despertó bañado en sudor, con la boca seca, enmedio de una horrible pesadilla: una terrible mancha blanca ascendía por su torso, en dirección a su boca. Al acercarse la difusa masa se concretaba, y miles de gusanos blancos, con los dos únicos puntos negros de sus ojos destacando, le miraban amenazadores.

Tras largos intentos de conciliar el sueño, cambiando periódicamente de postura, volvía a caer en una fase de semiinconsciencia de la que despertaba con una nueva pesadilla. La sensación de no haber pegado ojo en toda la noche se hizo patente cuando sonó el despertador, e intentó levantarse.

No sentía las piernas, pero en cambio un dolor terrible en las caderas le impedía incorporarse fácilmente. Consiguió hacerlo al final, tras soportar un auténtico martirio, y trató de vestirse. Al quitarse el pijama vino lo peor: la visión de sus piernas totalmente negras, rígidas, putrefactas; y la mancha morada acercándose a sus ingles.

La jornada anterior había terminado con los restos de su antigua inquebrantable fe en los médicos, por lo que únicamente llamó al suyo para pedir la baja laboral. Este trató de animarlo un poco, argumentando que alguna de las opciones barajada el día anterior tenía bastantes probabilidades de ser su dolencia, y que no se podía permitir el lujo de rendirse. Debía de seguir intentándolo. Pero todo fue en vano.

Agotado y deprimido, Gastón se dejó caer en el sillón con el único objetivo de dejar pasar las horas, pero éstas se hacían interminables. Su mente no quería admitir la fatalidad, asumir que le había tocado la desgracia de sufrir una enfermedad incurable; pero no encontraba ningún cabo suelto al que agarrarse, y el cansancio físico no le ayudaba a pensar con claridad.

No se había lavado la cara, ni afeitado, y olía mal. Su propio aspecto le repugnaba, se sentía mísero y despreciable, solo y derrotado. Y hubiera estado muchas horas más revolcándose en el lodo de sus miserias, si no fuera porque el sonido estridente del timbre de la puerta le sacó de su estado de conmoción.

20 marzo 2007

Cena improvisada


La amable señora acompañó a Gastón hasta su misma casa. Empezaba a oscurecer, el cielo se llenaba de reflejos anaranjados, y las sombras se alargaban hasta perderse en la penumbra. Todavía quedaba algo de tiempo para cenar, pero hacía ya mucho que su estómago no recibía ningún tipo de alimento, por lo que, de vez en cuando se le escapaba algún rugido.

El último, ya en su mismo portal, le sirvió de escusa para invitar a su acompañante a tomar algo en casa. Es lo menos que podía hacer para agradecerle todas las atenciones, y ella se resistió al principio, más por educación que por otra cosa, pero terminó aceptando.

Hacía mucho que ninguna mujer entraba en esa casa; sin embargo Gastón lo tenía todo bien ordenado y limpio. Además, la decoración se notaba cuidada hasta el último detalle, e incluso los escasos objetos que no terminaban de encajar con el mobiliario eran lo suficientemente singulares para tener un protagonismo propio en su rincón.

La mujer no perdía detalle de todo, y se deshacía en alabanzas. Una cálida sonrisa alumbraba su redondo rostro mientras observaba a su alrededor, intentando descubrir algún detalle que indicara la presencia femenina. Y no es que estuviera especialmente interesada en la vida privada de Gastón, sino que más bien sentía una mezcla de curiosidad natural y asombro al comprobar que todo lo que veía a su alrededor era obra de una única mano, una mano masculina. Creía que los hombres así no existían.

Si la casa tenía poco que mejorar, la cena no se quedó nada atrás: sencilla pero suculenta. Empezó con una ensalada sencilla, con lechuga, nueces, pasas, queso de cabra, todo macerado con una mezcla de aceite de soja y la inevitable mostaza de Dijon. Seguía un buen pedazo de foie a la plancha acompañado de mermelada de frambuesa, y como plato principal, Gastón había preparado una hojuela rellena de trocitos de solomillo de ternera y setas bañadas en una salsa suave de queso y nata. El postre era un sencillo mil hojas con crema pastelera.

Ella no quería comer demasiado, y ejecutaba al principio de cada plato un ligero movimiento de contención con sus manos, como indicando a su anfitrión que se estaba pasando con las cantidades, y repitiendo sin cesar que estaba arruinando su dieta; pero Gastón disfrutaba viendo que no quedaba apenas nada en el plato de su invitada, y que su rostro empezaba a adquirir tonos de rojo cada vez más intensos, como el de la botella de Borgoña que estaban terminando, y que había influido mucho en el estado de bienestar momentáneo que ambos disfrutaban.

No tomaron café, pues el tiempo había pasado demasiado deprisa y ella tenía que volver pronto a casa. Le dejó la silla de ruedas por si la necesitaba de vez en cuando, y se fue, pronunciando mil gracias entre sonrisas.

Gastón estaba muy cansado. Al intenso día se le sumaba ahora el efecto relajante de la comida y el alcohol. Se puso el pijama, se acomodó en la cama, y abrió el libro. Al poco, éste se le caía de las manos, mientras su cuerpo buscaba, espontáneamente, una posición más cómoda.

10 marzo 2007

Notas olvidadas


"La luna llena iba menguando ya, aunque nosotros no lo sabíamos; no lo podíamos saber, cubiertos por la espesa capa negra de nubes que tapaba su luz, y por la fina lluvia que empapaba nuestras ropas e iba calando, poco a poco, nuestros huesos.
No cabíamos todos dentro de los carruajes, solamente los ancianos, mujeres embarazadas y niños de teta. Los adultos iban encima de caballos y mulas, y los niños, atados con sogas a los carros para no perdernos, con la atenta mirada de nuestras madres, que no perdían ojo de nuestros movimientos.
El terreno era húmedo, resbaladizo e inseguro; los vehículos se quedaban encallados con frecuencia, y varios hombres se alternaban, empujando, para sacarlos del atolladero. En uno de esos parones húmedos la ví, estaba muy cerca, silenciosa, con los cabellos muy negros, empapados, cayendo sobre su espalda, y su mirada..., una mirada que atrapaba con el dulce señuelo del movimiento de su largas pestañas. Era sólo una niña, y entonces yo no lo sabía, pero toda la mujer que sería después estaba ya allí, detrás del misterio de su ojos oscuros.

- ¿Cómo te llamas?
- Susana, dijo, apartando la cara, con un mohín de falsa vergüenza.

La noche era fría y oscura, la última luna llena de invierno; y parecía que el día no se había podido escoger peor, pero las órdenes del rey eran tajantes: había que abandonar el castillo y ocupar las nuevas viviendas en el burgo que se había construido en el llano.

Con las inclemencias del tiempo, el tortuoso camino que comunicaba la vetusta fortificación con la nueva urbe, se había vuelto impracticable, pero no había marcha atrás. Ya no quedaba nada nuestro en el abandonado castillo.

Lo único bueno era que, durante el trayecto, y con estas circunstancias, las amistades recién estrenadas, tenían visos en convertirse en perpetuas. No sabía yo entonces lo cerca que estaba de bendecir esa afirmación.

Las primeras luces del alba empezaban a matizar las sombras, y conferían un aspecto protector a las murallas que circundaban el burgo, en el momento que las cruzábamos. Susana y yo entramos cogidos de la mano, tiritando de frío y agotados, pero felices, pues detrás de sus puertas empezaba una vida nueva.

Los primeros rayos de sol cruzaron, junto a nosotros, por debajo del dintel de la puerta del norte."

Estas letras podrían formar parte de un nuevo relato, de una idea que hace tiempo ronda por mi cabeza, las notas olvidadas de un antiguo ascendiente imaginario de otro personaje inventado; pero, de momento, solamente son un homenaje a mis antepasados, a aquellos que un día bajaron del castillo al plano, a aquellos que cavaron el hoyo en el que aún discurren mis raíces, aquellos por los que mañana haré yo el trayecto inverso, buscando con la vista los pesados sillares, las derrumbadas murallas tras las que un día ellos moraron.
Por ellos ahora yo brindo y celebro estos días de encuentro, de encuentro con nosotros mismos.

Es sólo eso, nada más que eso, pero me apetecía compartirlo con vosotros.

Suena "Bolero de Castellón"