31 octubre 2008

Buscando ánimos en las Ánimas (I)


A Juan de Dios Rueda Román sus amigos le llamaban Juande Norio por sus nulas habilidades con el sexo contrario. Y eso que el hombre no era feo del todo, pero le entraba una especie de bloqueo mental inexplicable cada vez que alguna chica inundaba sus retinas. Aún así, salía de casa bien duchado, bien peinado, y perfumado, con la esperanza de que esa noche iba a ser la suya.

Una vez más no descuidó el menor detalle para salir de casa, a pesar de que la velada no invitaba al erotismo precisamente. Era la noche de Ánimas, y había quedado con unos amigos para visitar el monte de ese mismo nombre. Nada más llegar, le presentaron a una chavala de Valdeavellano de Tera, una pelirroja de largos rizos, ojos marrones muy grandes, labios carnosos y el universo de pecas en su cara. Se llamaba Susana.

Como en toda reunión esotérica que se precie no tardó en aparecer el escéptico, el hombre dispuesto a aguar la fiesta paranormal con sus reflexiones racionales. Esta vez, el papel denostado le correspondió a Susana, y su actitud irónica pronto aguijoneó el dormido ingenio de Juande, empeñado en contar historias cada vez más terroríficas. El caso es que una rama crujiendo allí, o una lata sacudida por el viento allá, servían de complemento perfecto al ritmo cada vez más intenso de la narración, consiguiendo que la aparente seguridad de la chica se fuera debilitando poco a poco.

Involuntariamente, quién sabe, Susana se acercaba cada vez más a Juande, a ritmo de sobresalto. Primero, una mano sobre su hombro, después un ligero apretón de brazo. Finalmente el tañido lejano de las campanas de Soria impulsó a la incrédula chica a los brazos del entusiasta narrador, que esta vez, inexplicablemente, se dejó llevar por un impulso irrefrenable de probar esos labios tan golosos.

Obligado era que la pareja buscara la intimidad necesaria, y como San Saturio quedaba cerca, el Duero venía manso, y la noche no era muy fría, Juan aprovechó el paseo para contarle a Susana la consabida leyenda de Bécquer, mientras se alejaban lo suficiente para librarse de curiosidades malsanas. Vertida ya la sangre de Don Alonso, los amantes buscaron un pequeño abrigo para saciar sus impacientes pasiones.

Vueltas ya las ropas a sus lugares, y los pasos al adoquín de las calles, la moza echó a faltar una prenda, que pese a buscar y rebuscar no aparecía. Debía de haberse quedado olvidada en San Saturio, o en las Ánimas, y la empresa de recuperar el objeto se parecía demasiado a la de la terrible leyenda. Ya eran muy pasadas las doce, y ya debían de ir a mazazos templarios contra sorianos.

27 octubre 2008

Amenaza en la sierra

Aquella noche todo el pueblo se había recogido en sus casas antes de lo acostumbrado. El negro del cielo opaco, sin luna ni estrellas, apenas quedaba difuminado por el humo blanco de las chimeneas azotado por el cierzo furioso. Ese viento helado, que se filtraba por todas las rendijas con terca insistencia fue el mensajero de aquel ruido atronador, la voz de la bestia que se acercaba.

El miedo se apoderó de las casas, salieron rosarios y crucifijos de sus cajones, palos y arcabuces de sus armarios. Pasaron los primeros por manos temblorosas, y los segundos fueron presos por músculos vigorosos. Mientras las mujeres rezaban, los hombres salían a plantarle cara al temido monstruo, que se aproximaba precedido de un estruendo insoportable, un olor repugnante, y un misterioso halo de fuego.

El valor adquirido tras la calurosa arenga de los cabecillas se iba vaciando a medida que el frío y la soledad penetraban en el ánimo de los hombres, inmóviles en sus puestos de combate. Aquella cosa avanzaba con una rapidez desconocida, rompiendo el silencio nocturno con sus aullidos desgarradores, y la oscuridad con relámpagos zigzagueantes.

Estaba ya muy cerca, y los voluntarios aguardaban la señal convenida, tensando todos los músculos, con la mirada atenta al angosto lugar por el que inevitablemente pasaría la temida amenaza. Algunos se santiguaban aprovechando el secreto de las sombras, y murmuraban frases de ánimo entre unos dientes que no castañeteaban sólo de frío.

El jefe, alertado por la señal del centinela, bajó el brazo de golpe, y el improvisado batallón arrojó una lluvia de piedras y balas sobre un objetivo que, indemne, encaraba imparable la última recta hacia el pueblo.

Los hombres corrieron detrás, agitando furiosos los garrotes, con toda la velocidad que permitían sus piernas. Al llegar a la plaza, se detuvieron con estupor. En el centro, parado, pero todavía vomitando hedor y polvo, se hallaba el engendro, y desde su extraña panza salía triunfante el mismísimo alcalde, saludando, sombrero en mano, a sus asustados conciudadanos.

El primer automóvil acababa de llegar a aquella remota población de la sierra.

15 octubre 2008

El niño




La temporada de invierno era especialmente cruda por aquellos tiempos. El frío arreciaba y era complicado encontrar comida. Aquella comarca, al lado del mar, se vaciaba de gente nada más terminar el verano, y con ellos sus desperdicios, que son mi principal fuente de alimento.

Tampoco era yo quien peor lo pasaba, pues mi gran envergadura me permitía disfrutar de todos los bocados en disputa, sin apenas enseñar mis afilados dientes. Pero aquella noche, ni siquiera contaba con un miserable trozo de cuero que echarme a la panza, y eso que llevaba todo el día dando vueltas por aquel desolado barrio.

En los alrededores del campo de fútbol esperaba solucionar mi problema diario. El trajín de gente empezaba a media tarde y solía ir acompañado de abundantes desechos, que me sabían a auténtica gloria: trozos de bocadillo, cortezas de pipas, envoltorios de chocolatinas; e incluso el resto infumable del babeado caliqueño de Arias.

No sé por qué me detuve al cruzar el camino. Tal vez se unieron el cansancio y el hambre con la odiosa vista de aquel niño repugnante. ¡Fijaos! Yo muriendo de ganas de roer aunque fuera un mísero hueso, e irme a la madriguera a terminar el día, y aquel sujeto, con su andar anodino, bien comido, bien bebido, dispuesto a derrochar sus fuerzas en golpear un absurdo trozo de cuero redondo.

Lo miré al principio con indignación, pero él no se dio cuenta. Creo que no consiguió identificarme hasta un segundo después, y entonces vi tanto miedo en su rostro que decidí ensayar con él mi máxima expresión de furia. El efecto fue inmediato, quedó paralizado de terror, lo tenía a mi merced.

Soy un buen luchador, y no dudo en atacar cuando encuentro debilidad en el contrario. En ese momento, ya sabía que él no se iba a mover, se estaba preparando para mi inminente ataque, y yo sopesaba mis fuerzas con la distancia a sus puntos más vulnerables. Tenía casi todo el cuerpo tapado, bien protegidos los tobillos; las manos las veía accesibles, pero demasiado móviles; y el cuello y la cara, algo lejanos: debía tomar impulso para alcanzarlos.

Escogí esta última opción, y ya me disponía a flexionar las piernas para pegar el salto, cuando ocurrió algo imprevisto. Un proyectil cayó no muy lejos de donde estaba, y tuve que girar la cabeza. La pérdida del contacto visual me restó la ventaja con que contaba, vi la figura de aquel despreciable humano crecer, mientras la mía menguaba por momentos. Recordé la vieja máxima de no malgastar fuerzas en combates con escasa recompensa; y aquel sólo podía tener la satisfacción de ver al gigante humillado, pero el sabor de su sangre apenas me suponía a mí sustento para diez minutos. Así que desaparecí entre los juncos, esperando la triste limosna de algún alimento olvidado.

12 octubre 2008

La rata


Serían poco más de las siete, pero ya era noche cerrada, una noche eterna y tenebrosa de invierno, salpicada de humedad fría y salada traída a ráfagas por el viento de Levante.

El Javier Marquina quedaba a pocos pasos de casa, pero el asfalto terminaba justo en el límite de la parcela, y había que cruzar un estrecho camino de tierra, casi escondido entre la maleza, para llegar a mi destino.

Tenía por aquel entonces poco más de 12 años, y más kilos de ilusión que peso en el cuerpo y juego en unas botas que a duras penas podía levantar del suelo. Sin embargo, acudía al entrenamiento como quien prepara la final de un mundial, aunque el único premio a mi alcance fuera entrar en la convocatoria del siguiente partido.

Con ese único objetivo en la mente caminaba cabizbajo, algo vencidos los hombros por el peso de la bolsa, sin fijarme apenas en el recorrido, pues conocía hasta el tamaño y la posición de los charcos que tenía que cruzar, cuando, de repente, vi crecer una sombra gris a mi derecha, cruzando a gran velocidad el camino, a pocos metros de donde estaba. Su tamaño me desconcertó al principio, pensé que se trataba de un gato o un conejo, pero el animal detuvo su carrera y así me permitió observarlo bien: era una rata de alcantarilla enorme.

Por suerte para mí, en aquella época todavía no se encontraba Gerona entre mis lecturas; pues de haber leído antes la novela de Galdós, la impresión hubiera sido mucho más inquietante para mí. Algo de miedo debió apreciar en mi cara el bicho, pues de otra forma no se comprende que detuviera sus pasos, apretara el hocico, tensara los bigotes y me dirigiera una de las miradas más desafiantes que nunca he recibido. Esos pequeños ojos negros concentraban un odio intenso hacia mi persona, eran el grito sordo de la miseria contra la opulencia, el oportuno desafío del que, sintiéndose normalmente inferior, encuentra la ocasión de medirse en igualdad de oportunidades, y decide echar el resto.

Paralizado por el terror, temiendo el salto hacia mí en cualquier momento, no me quedó otra opción que aguantar el pulso de su insolencia, pues perder su cara de vista podría resultar fatal. Un olvidado instinto de supervivencia y mis torpes pies me prestaron esta vez un servicio estimable, acertando a golpear una piedra próxima, mientras aguantaba a duras penas la mirada del animal. Aunque el improvisado balón botó lejos de su objetivo, el ruido distrajo al roedor, bajó la vista, perdiendo así la fortaleza de su posición, y consciente del peligro de un lanzamiento más afortunado, desapareció veloz entre la maleza.

06 octubre 2008

Fina de noche


Tras muchos años desafinando La fina, poco podía imaginar que me encontraría una mujer así una de esas noches.

Difícil adivinarla escondida detrás de esa voz ronca de tabernera portuguesa, mimetizada en su fachada liberal de amplio escote y corta falda. Cegado por la perspectiva de una aventura fácil, cerré los oídos a mis peores presentimientos cuando se presentó con el consabido "Me llaman La Finita, y no soy fina ni ná".

Pero la cruda realidad se presentó de golpe, como una racha de aire gélido al doblar una esquina. "Ni en tu casa ni en la mía", me dijo con sorna, poco antes de que preguntara, pero mucho después de caldear el ambiente con sus excitantes equívocos.

- Pon otra cerveza, pedí al camarero- mientras pensaba si esa noche había perdido una batalla, una guerra, o sólo los 100 pavos invertidos en la cena.