28 noviembre 2010

Habitación 211






El escritor tropieza con el marco de la puerta al entrar en la habitación del hotel. Le sobra el último cubata, piensa. O los dos últimos.

Tras una noche pletórica, le esperan sus miedos, agazapados en la pequeña estancia, como soldados en una trinchera dispuestos a saltar sobre el enemigo acorralado.

La moqueta desprende olor a la libertad recién robada en el primer día de cautiverio. Un hedor asfixiante que reduce aún más el escaso espacio entre puerta y ventana, enfrentando al hombre consigo mismo, convirtiendo sus latidos de corazón en golpes de tambor furiosos sonando cada vez más cerca.

El calor que nace de su cuerpo sólo consigue agravar el problema, reduciendo un oxígeno que se sospecha ya demasiado escaso. Piensa por un segundo en ducharse, pero uno de sus terrores le salta al cuello sin piedad. Se ve a sí mismo inerte en el fondo de la bañera, las gotas de agua fría deslizándose por su cuerpo flácido, sin vida. Así que decide conformarse con entrar en la cama desnudo y esperar a que el sueño sepulte esos calores.

Nada más tumbarse, los muebles empiezan a girar despacio alrededor de la cama. Cada vuelta un poco más rápido que la anterior. Abre los ojos y la noria se detiene. Se incorpora, enciende la tele, sintoniza un programa deportivo que le garantiza el tedio y le arrienda los miedos durante un tiempo.

Es así como le vence el sueño: la sábana cubriéndole apenas la cintura, el torso desnudo inclinado, la cabeza ladeada sobre un regazo imaginario. Pero en su frente, las arrugas se mueven como olas en una mar picada, la pesadilla llama a su puerta. Toc, toc, toc, insiste violenta.

El escritor despierta, comprobando que la amenaza soñada es real. Alguien llama.

- ¿Quién es? - murmura.
- Toc, toc, toc. Abre, soy Elena.

¿Elena?, ¿quién es Elena?, piensa. Y hace un ademán de levantarse. Entonces, se ve desnudo.

Su cuerpo está blando, desprovisto de energía; su miembro, contraído hasta la mínima expresión, justo como lo había imaginado antes, agonizando dentro de la bañera.

- ¿Pero quién es?- grita angustiado.

Al otro lado, el de la libertad deseada, Elena duda. Dentro, no se puede apreciar la repentina luz en el rostro de la mujer, el gesto de asombro. Sólo se escuchan unos pasos que escapan veloces de la habitación 211. Y un ascensor que sube sin prisa, ignorando la angustia que sienten los hombres.


-.-

10 noviembre 2010

Te encontré en la calle


A ti te encontré en la calle. 

En la calle o en esos bares donde hablar era imposible y caían punteos de guitarra eléctrica sobre vasos repletos de whisky. 

Hacía frío aquella noche, y el deseo buscaba el refugio en unos ojos amigos. Yo vi en los tuyos la chispa de muchas sustancias, un fulgor que se antojaba breve y mentiroso. 

Pero era demasiado invierno para encontrar autenticidad debajo de tantas pieles. Cuando las quité todas, quedó sólo el llanto de una niña caprichosa, herida porque otra se había llevado su juguete.

Supongo que en el fondo sólo fui eso para ti: un juguete. O peor que eso: el muñeco que nunca lograría reemplazar al auténtico juguete. Aún así, lo pasábamos bien juntos los días que no salían encapotados por las nubes del pasado, las noches que no bajabas al bar de Melo y pinchabas varias agujas en tu piel de vudú.

Pero eras de la calle y allí tenías que volver. Lo hiciste, por suerte para todos, cuando el frío ya no arreciaba y las sábanas no mordían con su aliento helado. Desapareciste como habías venido, con otra mirada equívoca, pero entonces ya no tenías nada que esconder, ya conocía cada uno de tus gestos.

Reconozco que tardé tiempo en encontrar un ocupante para el lado frío de la cama, y que me costó volver a pisar la calle sin temor. También, que pinté de blanco toda la casa nada más irte. 

Y que cambié todos los muebles de sitio.