23 enero 2012

Las canas del conejo



Me encontré con Bugs en el bar de la urbanización, un jueves por la tarde. Estaba sentado en una mesa alejada de la luz y mantenía cierta distancia con una cerveza caliente que posiblemente ya nunca terminaría.

Permanecí un rato observándolo, esperando que no me viera. Mantenía todavía ese gesto altivo, tan suyo, de perdonavidas algo pasota y, además, las arrugas le daban aspecto de jugador de póker con una escalera de color en la manga. La derrota no parecía tener asiento en el patio de butacas de su ánimo, aunque daba la sensación de estar algo cansado.

- ¿Qué hay de nuevo, viejo?- preguntó de golpe, cuando yo ya estaba convencido de haber salido airoso de mi silencioso espionaje.

El conejo siempre había sido de buena conversación. Por lo retirado de su mesa, yo pensaba que esa tarde no tenía demasiadas ganas de hablar, pero no tardó demasiado en explicarme sus razones.

- Es por Elmer, ¿sabes? Sigue con su manía persecutoria. Entra, me busca, apunta y dispara. Yo ya no necesito utilizar mi ingenio para librarme de él. En su casa le quitan los cartuchos antes de salir de cacería,  desde que confundió al predicador con un alce. Pero insiste en disparar. Cuando veo la decepción en su cara al fallar de nuevo el tiro, siento cierto malestar; pero lo peor es cuando arroja la escopeta y se sienta a la mesa. No se levanta antes de vomitar todas sus penas -las que recuerda- o terminar la botella de bourbon. Lo que ocurra antes. Avísame, por favor, si lo ves entrar.

Bugs me cuenta que nunca se casó. Muchas conejas pasaron por su vida, y aunque no presuma de ello, todos saben que su madriguera está caliente la mayoría de las noches. A pesar de que se nota el paso de los años, su aspecto es cuidado, mantiene bien erguidas las orejas y muy tiesos los bigotes, provocando algunas miradas de reojo y un runrún de cuchicheos cuando se levanta de la mesa.

De repente, todas las voces callan. Sólo se escucha el ruido de la tele y los pesados pasos de las botas de cazador. Es el único momento en que veo a Bugs palidecer, agachar las orejas y buscar un agujero en el suelo por donde perderse.

Cuando los pasos se detienen, Elmer se sitúa enfrente de él, sonríe, se ajusta la gorra y apunta con su escopeta de dos cañones.

- Esta vez no te libras, lindo gatito.


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Por si no lo sabéis, hoy, 23 de Enero, es el Día del Conejo y ésta es mi forma de celebrarlo.




08 enero 2012

Violencia desatada




Dentro del cuartucho sólo se ve el cuerpo de un hombre obeso, tumbado, moviéndose de forma compulsiva. A la altura de su cintura emergen, como dos antenas deformadas, unas piernas delgadas que se agitan al mismo ritmo. El hombre insulta y golpea el cuerpo que tiene debajo, con obsesión enfermiza, hasta que le vence el orgasmo, en un estertor de lo más grotesco. Poco después se viste, peina los cuatro pelos que le quedan pegados sobre la frente, se perfuma y se va. Un empleado recoge, al poco tiempo, la muñeca hinchable, un modelo de hermosos ojos azules y piel tersa, casi real, y la coloca en el cesto de lavandería.

En otra estancia, una mujer de marcadas ojeras y pelo ralo, golpea un punching-ball en silencio. Al principio, los golpes son fuertes y certeros. Va incrementando la intensidad con verdadera furia y esquivando el retroceso de la bola con agilidad. De repente, algo cambia, una lágrima brota de sus ojos. Comienza a golpear con desesperación y descuida la defensa, mientras sus mejillas se empapan. Al final se para, dejándose vencer por el berrinche y recibe el golpe del artilugio en plena cara. Después se detiene y se tranquiliza un poco, antes de entrar en la ducha. Cuando sale, parece una mujer nueva, dentro de su traje estampado que le cae como un guante.

Un hombre bajito, de pelo graso y bigote corto, ase una maza casi tan grande como él. La eleva a dos palmos de su cabeza y después la deja caer, empujando con todo su cuerpo sobre una pared de ladrillo hueco de medio pie, enfoscada por las dos caras. Del golpe se agrieta todo el muro, pero todavía necesita un par más para abrir un hueco suficientemente grande. En poco más de media hora ya no queda nada de la construcción, más que el montón de escombros a su alrededor. En un banco, el hombre se seca el sudor de la frente con un pañuelo de tela amarillento. Después, lustra sus zapatos con betún negro, recoge su pequeño maletín de cuero y enfila la salida.

En el recibidor se encuentran las tres personas. El hombre gordo deja pasar primero a la mujer, con una ligera inclinación de la cabeza. El bajo les ofrece a los dos llevarles en su coche. Las calles no son seguras a esas horas, dice, mostrando las llaves de su wolkswagen rojo. La mujer alaba al primero el corte de su chaqueta y al último la limpieza de sus zapatos. Ya no quedan hombres así, exclama. Y les propone tomar algo ligero en el bar de la esquina antes de volver a sus casas.

Los tres continúan así, compartiendo proposiciones amables, durante media hora más. Nunca sabremos si son sinceras o no, porque ninguno de ellos tiene intención de aceptar las del resto. Cuando llegue la hora convenida, cada uno volverá a sus casas con la placidez que da la violencia descargada.

Mientras eso ocurre, el dependiente ya ha terminado de limpiar, de cuadrar la caja y se dispone a bajar la persiana. Está cansado y mira con cierta antipatía al trío de las sonrisas. Balbucea un buenas noches que suena a brusco y se dirige a la boca del metro más cercana. Cuando llegue a casa, va pensando, me enfundo las zapatillas y voy a correr tres vueltas a la alameda. De hoy no pasa. No dejaré vencerme por el sofá y el mando a distancia.

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