24 junio 2013

En el funeral



Basado en Back to black, de Amy Winehouse

A ratos me entran unas ganas incomprensibles de reír a carcajadas, a pesar de que también siento una tristeza profunda y sincera. Sentimientos que circulan a la velocidad con la que se suceden los recuerdos.

Escondida en la última fila de la iglesia, me permito exteriorizarlos con mayor generosidad. Es la ventaja de no ser una persona importante en tu entorno. La risa, apenas puedo reprimirla cuando recuerdo tu última huida de mi apartamento, justo después de nuestro último polvo. Sonaba el teléfono con una melodía determinada y no atinabas a colocarte los calzoncillos y los pantalones. Tampoco encontrabas palabras para explicar tanta prisa. Sólo balbuceos. Grotesco.

Yo ya sabía que era el final, aunque no me lo dijeras, y me quedé llorando en la cama todo el día; pero ahora sólo puedo recordar tus movimientos torpes subiendo la bragueta y la mancha que se extendía en tu ropa interior. El tropezón con el marco de la puerta, que no llegaste a cerrar.

Me hace gracia ese adiós y, sin embargo, me produce una gran tristeza el recuerdo de los momentos buenos. Cuando elevabas mi menudo cuerpo por los aires, me cogías la cara y asegurabas que yo era la única a la que querías, por ejemplo. O cuando me abrazabas tan fuerte y prometías que estarías conmigo para siempre. Las promesas que quería oír y me llenaban tanto.

Ahogo los hipidos como puedo, pero una señora se da la vuelta y mira con reprobación. Se preguntará qué coño hace aquí esta chica, tan poca cosa, con esas gafas negras tan grandes que le ocupan toda la cara, llorando a moco tendido o riendo a carcajadas. Y no me ahorrará una mirada de reojo a la puerta, como enseñándome el lugar donde debería estar, fuera de su vida y de su muerte.



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17 junio 2013

El cartero siempre llama los viernes





El local está que se cae de viejo. La mitad de las luces no se enciende y las paredes están sucias y llenas de desconchones. Es viernes por la tarde y no hay gente en el local. Pronto bajaré la persiana y comenzará el fin de semana.

Hace unos años, antes de la crisis, solíamos ir al cine. Pablo me recogía aquí mismo, en el restaurante y nos íbamos a algún estreno. ¡Cuánto echo de menos aquellos tiempos! Me gustaba ver aquellas películas e imaginar que era la protagonista. Vivía el resto de la semana vestida en ese papel, simulando una vida excitante muy lejana a la mía.

Durante un tiempo, los viernes nos quedábamos en casa. Preparaba algo en la cocina del restaurante y lo comíamos frente al televisor, viendo lo que echaran por cualquier canal gratuito. Gastábamos menos, yo no necesitaba arreglarme tanto para salir y podía seguir soñando con los papeles de mis heroínas del celuloide.

Hasta que emitieron aquella peli. Desde el primer instante, me quedé prendida de la chica, una mujer rubia con ojos negros chispeantes. Pasé toda la semana pensando en ella. Me miraba al espejo y trataba de encontrar parecido con sus facciones. Sólo tenía que cortarme un poco el pelo, rizarlo apenas, una copita de vino para achispar los ojos, desabrochar el último botón de la camisa y era ella: Cora a punto de seducir a Frank.

El viernes siguiente llegó Pablo antes de hora y me pilló fantaseando mientras amasaba un poco de harina. Se abalanzó sobre mí y repetimos la escena de la mesa. Por primera vez en mi vida, me sentí como un personaje de novela, una mujer despiadada capaz de poner a los hombres a su servicio para conseguir todos sus fines. Aquella noche no encendimos la tele.

Las cosas cada vez van peor. Miro los desconchones de las paredes y siento tristeza. El restaurante no da para reformas. Cada vez hay menos viandas en la despensa. Acabo de mirarme en el espejo y me falta algo de brillo en los ojos. Voy a apurar el vaso de vino, a ver si lo consigo. Los rizos me caen, rebeldes, sobre las mejillas. Comienzo a preparar la mesa: algún vaso de plástico, el rodillo de amasar, un cuchillo romo, una pizca de harina. Cosas que no se rompan al caer el suelo. Pronto llegará Pablo. Así que doy el último toque a la blusa.



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10 junio 2013

Tango, de nombre





En la penumbra del local, bailan. La luz es tenue y la música apenas se percibe, tras el sonido de los pesados pasos de Pepe, ciento veinte kilos de humanidad manejados con destreza, sumados a los escasos cincuenta de Delia, que colgados de sus hombros, se balancean a ritmo de algún viejo tango.

Ella cuelga de él, sus piernas oscilan, muertas, en cada giro y cuando está de espaldas, los tacones de sus zapatos parecen puntas de flechas, a punto de salir de una ballesta hacia mi escondite.

Yo lo veo todo desde una rendija, la que dejan las hojas de la mampara que divide el restaurante. Estoy fascinado y aterrorizado al mismo tiempo. Temo ser descubierto por mi jefe, el hombre que se transforma cada noche y saca a bailar a su eterna pareja, la bella Delia. Frente a mí, aparcada junto a la barra, se encuentra la silla de ruedas, como un espectador más hipnotizado por el espectáculo.

El bandoneón arranca sus últimas notas y Pepe se detiene suavemente. Recoge las piernas inmóviles de Delia con los brazos y tarda un rato en devolverla a la silla. La observa, la acaricia, la besa. No hay lágrimas. Llevan cumpliendo este ritual desde hace años, desde que se les cruzó aquel coche negro en la noche y truncó sus carreras de bailarines.

Para entonces ya era tarde, tenían el local comprado y un enorme “Tango” luciendo en la puerta. Tuvieron que borrar lo de “Escuela de Baile”.

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03 junio 2013

Tu bello nombre, tatuado




Conocí a mi novio en invierno. A pesar del frío, vestía siempre  camiseta de manga corta, bajo la que se insinuaba su musculatura sobresaliente, el torso duro que me oprimía un poco en cada abrazo, las firmes abdominales que me gustaba acariciar a hurtadillas por debajo de la ropa, los bíceps que se hinchaban al levantarme en brazos.

A pesar de sus más que presumibles dotes, mostraba gran resistencia en quitarse esa apretada camiseta, incluso en los momentos más íntimos. Yo no terminaba de comprender las razones para conservar cualquier tejido pegado a su anatomía, y traté, en vano, de arrancárselo en los instantes de mayor pasión.

Así pasamos esa fría estación y la primavera siguiente, sin poder conocer el color de la piel de mi nuevo amante.

Fueron el calor y una visita a un parque acuático los que consiguieron con facilidad lo que yo había tratado de lograr en tantos intentos. Al fin, salió la camiseta por su cuello y lo comprendí todo.

Entre el pezón derecho y el izquierdo, en amplias letras góticas, llevaba tatuado el nombre de Mari Cruz. Traté de hacer memoria y recordé que ése no era mi nombre. En mi partida de nacimiento se leía, en bonita caligrafía cursiva, un claro Mari Luz. Luz para los amigos.

Pasé toda la jornada meditando si terminaba por aceptar el nombre tatuado o si me decidía a cortar la relación con mi inconsciente novio. Iba a decidirme por esa última opción, después de que varios conocidos suyos me llamaran como a su antigua novia, cuando se me ocurrió una idea mejor. Le exigiría un tatuaje cerca de sus partes íntimas, bien delante, bien detrás, ocultable sólo por sus calzoncillos.

Eso no me aseguraría la vida eterna junto a él, es cierto, pero sí un largo período de castidad para su próxima chica.



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