Los días y las noches son cuadernos en blanco que vamos rellenando de contenido a medida que pasa el tiempo. La mayor parte de las veces, nuestra mano escribe en esas páginas vacías como movida por un dios caprichoso, que la maneja a su antojo, emborronando nuestra preciosa letra.
Sin embargo hay días que no, jornadas en que el manejador de los hilos parece dormido. Entonces nuestra pluma fluye sobre rectilíneas líneas invisibles, plasmando únicamente nuestra voluntad, mostrando sólo lo que deseamos enseñar, como si fuéramos nosotros los dueños de nuestro destino.
Ignoro si tenemos la fuerza necesaria para poder vestir esos días y esas noches con los ropajes diseñados por nuestra mente. Tengo tendencia a pensar que es lo contrario. Que todas las noches y todos los días son prácticamente iguales, inmanejables e impredecibles, siendo tan solo un capricho nuestro el ponerles un nombre. Nada es posible en Navidad que no lo sea un tres de febrero, y no habrá más misterio en una noche de ánimas del que pueda darse en la víspera de un martes cualquiera.
Puestos a soñar, quisiera ponerle nombre a esta noche y que, además, ese nombre tuviera sentido, el sentido preciso que yo desee darle, como si fuera el verdadero conductor de mis pasos. Quisiera también que todos vosotros fuerais capaces de decidir cómo pintar esas horas, tiñéndolas de verde esperanza, de rojo pasión, o también, si así lo deseáis, de azul melancolía. Del color, o los colores, que os pida el cuerpo; sin una gota de pintura ajena.
Por estas razones, os deseo:
¡Feliz Nochenueva!
o como vosotros queráis llamarla.
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