Al bueno de Federico Martí se le llena la casa de vivos la noche de difuntos. Perdió su mediocre existencia una de éstas, en un oscuro callejón donde no hubo truco ni trato. El ladrón se lo llevó todo, la bolsa y la vida, enmascarado bajo una capucha negra con sonrisa blanca.
A partir de ese encuentro aciago, se convirtió en criador de malvas en un estrecho local de la calle 20, columna 15, 3ª planta, del distrito Este del Cementerio General, dirección poco transitada salvo cada año por estas fechas. A su asesino tampoco le aprovechó mucho la captura de tan magra cartera y, a los cuatro días, lo empapeló la pasma intentando repetir el golpe con otro desgraciado. Le cayeron media docena de años, que se convirtieron en cuatro por buena conducta.
Cuando se acerca la medianoche del último día de octubre, una pandilla de imbéciles se acerca a rezar estupideces a la vecina del 4º, una excéntrica nigromante que murió de infarto pocas horas después de Fede, durante una sesión de güija con más ruidos de los programados. Los conjuros, emitidos para convocar a la desgraciada bruja, provocarían la carcajada del más triste de los humanos, y sin embargo, no consiguen más que una marea de sugestión en los convocados, capaces de extraer mensajes ocultos de cualquier aleteo de búho hambriento.
Para mayor desgracia, este mes pasado ha tenido, en horario diurno eso sí, la visita de los albañiles, encargados de colocar una columna más a la izquierda de la suya. De las inevitables obras ya no se libran ni los lugares más sagrados, se lamentan los fiambres. Aunque todo se hace para bien. Las nuevas celdas les amortiguarán ruidos, a cambio de unos vecinos de lo más silencioso.
Mientras llegan puntuales los visitantes a la calle 20, allá en la ciudad, donde todas las vías tienen nombre -la mayoría de residentes en éste y otros camposantos- el asesino del protagonista celebra su primer permiso penitenciario, con unos tirillos adquiridos a precio módico, una mierda algo mejor de la que pasan en la trena, porque con algo hay que celebrarlo.
Envalentonado con la coca, no se le ocurre otra mejor que comprobar si su antiguo oficio se le ha olvidado. Y además, para más emoción, con un par de chavales de dos metros, vestidos de calavera. La cosa se complica cuando aparecen media docena más de huesitos, dispuestos a rajarle de arriba abajo. Y aunque lo consiguen, un par de ellos se lleva también palmo y medio de navaja entre varias costillas.
Al día siguiente, a Don Federico casi se le llena de vecinos la columna de los nuevos adosados, con la mala suerte de quedar, pared con pared, con el mismo que le envió a su actual residencia. Entre éste, la vidente, los acólitos de la misma y los albañiles, ¡vaya semanita! Y menudo futuro que le espera. Estaría de lo más deprimido el hombre, si no fuera porque es de buen conformar. Y porque esta muerto, claro.
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