Ilustración del gran artista Rafa Castelló
La conciencia es un ángel empuñando un revólver.
Me he visto repetidas veces ascendiendo lentamente por una empinada cuesta, para caer de golpe rodando, y cada vez que intenté salir del camino tenía al lado el rostro bondadoso del querubín, exhibiendo la boca negra del cañón de su arma.
No hay peor amenaza que la proferida con amables palabras, la que no deja el recurso a la rebelión, el sagrado derecho a la pataleta.
El ángel no tiene balas, me cuentan unos. Simplemente, no existe, afirman otros. Eres tú el que lo crea, aseguran todos. Pero yo lo veo siempre al borde del camino, cada vez que del mismo se desvía mi mirada.
En mi rutinario divagar, decidí un día arrojarle una piedra. El disparo fue certero y le acertó en toda la frente. No hizo ningún movimiento para apartarse. Después de mi osadía, pasé varias jornadas con la vista puesta en el suelo, sin atreverme a elevarla. Mi frente pesaba enormemente y me dolía, como si el pedrusco me hubiera impactado a mí, en lugar de a él.
En un cruce de caminos, alguien me dijo que se le podía burlar, pero que, de hacerlo, ni se me ocurriera volver la vista atrás. Seguí ese consejo y me vi envuelto en una espiral de acontecimientos imposibles de manejar. La vida me arrastraba a bandazos, alternando exquisitos placeres con dolores insufribles. Una madrugada de esas, epílogo de unos y preludio de los otros, vi mi imagen reflejada en un espejo y no me reconocí. Eché la vista atrás para descubrir al hombre que proyectaba su ser sobre la pulida superficie. En su lugar, bello y sonriente, se encontraba el ángel, apuntando con la pistola.
El ángel no tiene balas, me cuentan unos. Simplemente, no existe, afirman otros. Eres tú el que lo crea, aseguran todos. Pero yo lo veo siempre al borde del camino, cada vez que del mismo se desvía mi mirada.
En mi rutinario divagar, decidí un día arrojarle una piedra. El disparo fue certero y le acertó en toda la frente. No hizo ningún movimiento para apartarse. Después de mi osadía, pasé varias jornadas con la vista puesta en el suelo, sin atreverme a elevarla. Mi frente pesaba enormemente y me dolía, como si el pedrusco me hubiera impactado a mí, en lugar de a él.
En un cruce de caminos, alguien me dijo que se le podía burlar, pero que, de hacerlo, ni se me ocurriera volver la vista atrás. Seguí ese consejo y me vi envuelto en una espiral de acontecimientos imposibles de manejar. La vida me arrastraba a bandazos, alternando exquisitos placeres con dolores insufribles. Una madrugada de esas, epílogo de unos y preludio de los otros, vi mi imagen reflejada en un espejo y no me reconocí. Eché la vista atrás para descubrir al hombre que proyectaba su ser sobre la pulida superficie. En su lugar, bello y sonriente, se encontraba el ángel, apuntando con la pistola.
No me preguntéis por qué, pero supe que estaba cargada.
-.-