
Santiago palideció por un instante, pero reaccionó en seguida abalanzándose sobre Paco. Sin embargo, éste lo estaba esperando y tuvo tiempo de apartarse. Su enemigo perdió el equilibrio al no encontrar el cuerpo esperado, el cuerpo vencido hacia adelante, y Paco aprovechó esa inercia acompañando el movimiento con su mano, para estrellar la cabeza de su contrincante contra el panel. Santiago quedó inconsciente y cayó pesadamente al suelo con los brazos extendidos, las mangas del traje subidas. En la muñeca izquierda relucía un reloj de oro. En la derecha, una sencilla pulsera de plata.
A Paco le llamó la atención ese objeto, en el que parpadeaba sin fuerza un pequeño led verde. Se la quitó, y en el reverso un reloj marcaba una siniestra marcha atrás. Quedaban algo menos de quince minutos. La brigada debía estar al caer. Haciendo acopio de toda su entereza, se colocó la pulsera, recuperó el whisky y se sentó en una esquina, semioculto. No tuvo que esperar demasiado. Cuando la puerta se abrió, Santiago acababa de recuperar el conocimiento y se incorporaba tambaleándose.
La brigada estaba compuesta por tres androides: el verdugo, su ayudante y un médico. El primero, que parecía estar al mando, contempló la escena. Todo cuadraba según su programación: un hombre angustiado delante de él, y otro en un sillón con una pulsera, paladeando un whisky. Desenfundó la pistola láser y apuntó hacia la yugular. Una diana roja señaló el punto exacto sobre el cuello de Santiago. El presidente lanzó un grito de terror, mientras notaba que algo por dentro se rompía.
El médico se acercó un poco para realizar un radio escáner suficientemente preciso. El resultado fue positivo, el verdugo había dado en el blanco, y la muerte era cuestión de poco tiempo. Paco respondió con un gesto de asentimiento a la mirada muda del facultativo.
Paco se hubiera ahorrado los últimos minutos de su enemigo, pero no sabía cual podía ser la reacción de la brigada, pues probablemente tendría orden de no abandonar la estancia sin certificar la muerte del ejecutado. Tuvo que soportar la lenta agonía de un hombre que nunca había sabido perder. Cuando salieron los hombres, apenas quedaba un minuto en la cuenta atrás. Apuró el trago de whisky y pensó: ¿ahora qué?
Al minuto exacto se encontró en una gran estancia, sentado a una gran mesa de caoba. Enfrente tenía otra pantalla similar a la de su última morada. Tenía el fondo negro, y unas grandes letras grises destacaban. Se fijó bien, era la lista negra.
Ordenados por horas y minutos, estaban todos los fallecidos del día. Su nombre aparecía en el último renglón, y un interrogante solicitaba la causa de su muerte. Seleccionó la opción adecuada y pulsó la confirmación. A continuación, pidió ser teletransportado a una isla paradisiaca.
Un mundo sin presidente amaneció como si tal cosa al día siguiente. Probablemente nadie repararía en ello hasta la convocatoria de las siguientes elecciones. En el primer noticiario de la mañana, la lista negra corría por la parte inferior de las pantallas. Juan Garcés, virus 315; Antonio Benavente, fallo cardíaco; Andrew Morton, ejecución sumarísima; Carla Stepanek, síndrome 213; Francisco Miñambres, accidente.
FIN