
La mueca de terror no tardó en mudar a sorpresa, y de ésta a interrogación. La nube de confusión se fue diluyendo poco a poco también en la mente de Ricardo, a medida que iba encajando la situación.
Le costó unos segundos reaccionar, pues la persona que tenía enfrente le resultaba desconcertantemente familiar, a pesar de que dentro del ambiente donde se encontraban sólo podía distinguir aquellos intensos ojos negros, rodeados por la claridad de su rostro, que resaltaba en la oscuridad y sobre el que caían desordenados los largos rizos negros de su espesa cabellera.
Pero ella reaccionó antes, lanzándole una pregunta a bocajarro, empleando toda su capacidad expresiva en sugerir la respuesta afirmativa que ansiaba recibir:
- Ricardo, ¿pero eres tú?
Y él respondió con una sonrisa, con una mirada, sin palabras, acercando sus manos lentamente hacia su cintura, como la última vez, mientras ella dibujaba una amplia sonrisa y se dejaba abrazar, hundiendo la pequeña nariz en su pelo, dejando que su fuerte torso estrechara su pecho, y el brillo de sus ojos negros resaltara en la oscuridad del túnel como dos estrellas perdidas en una fría noche de invierno.
- La última vez que te ví estábamos en esta misma posición, pero ahora en vez de a un niño abrazo a un hombre, le susurró al oído.
- Tú en cambio estás igual, como si no hubiera pasado un día. Y ya va para veinte años ...
- ¡Calla!
Ella buscó su cuello, lo recorrió con sus labios, y pronto los de él acudieron al encuentro. El beso fue largo, tierno al principio, pero fue ganando intensidad y pasión con el tiempo. Al poco salieron del incómodo recinto, cogidos de la mano, sonriendo, como dos adolescentes, como lo que eran cuando se separaron aquella otra noche de verano, y buscaron mejor acomodo para recuperar parte del tiempo perdido.
Existe un estrecho sendero que se desvía de la vía de Ojos Negros hasta el embalse del Regajo. Allí las turbulentas aguas del Palancia se remansan y parecen encontrar un lugar donde descansar definitivamente.
En eso pensaba Ricardo mientras Carmen apoyaba la cabeza en su hombro, observando el reflejo plateado de la luna en las tranquilas aguas. Nunca es tarde para echar raíces, se dijo, y aquellos ojos negros eran tierra abonada que no debía permanecer ni un día más en barbecho.