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01 diciembre 2006

Ojos Negros (y IV)


La mueca de terror no tardó en mudar a sorpresa, y de ésta a interrogación. La nube de confusión se fue diluyendo poco a poco también en la mente de Ricardo, a medida que iba encajando la situación.

Le costó unos segundos reaccionar, pues la persona que tenía enfrente le resultaba desconcertantemente familiar, a pesar de que dentro del ambiente donde se encontraban sólo podía distinguir aquellos intensos ojos negros, rodeados por la claridad de su rostro, que resaltaba en la oscuridad y sobre el que caían desordenados los largos rizos negros de su espesa cabellera.

Pero ella reaccionó antes, lanzándole una pregunta a bocajarro, empleando toda su capacidad expresiva en sugerir la respuesta afirmativa que ansiaba recibir:

- Ricardo, ¿pero eres tú?

Y él respondió con una sonrisa, con una mirada, sin palabras, acercando sus manos lentamente hacia su cintura, como la última vez, mientras ella dibujaba una amplia sonrisa y se dejaba abrazar, hundiendo la pequeña nariz en su pelo, dejando que su fuerte torso estrechara su pecho, y el brillo de sus ojos negros resaltara en la oscuridad del túnel como dos estrellas perdidas en una fría noche de invierno.

- La última vez que te ví estábamos en esta misma posición, pero ahora en vez de a un niño abrazo a un hombre, le susurró al oído.
- Tú en cambio estás igual, como si no hubiera pasado un día. Y ya va para veinte años ...
- ¡Calla!

Ella buscó su cuello, lo recorrió con sus labios, y pronto los de él acudieron al encuentro. El beso fue largo, tierno al principio, pero fue ganando intensidad y pasión con el tiempo. Al poco salieron del incómodo recinto, cogidos de la mano, sonriendo, como dos adolescentes, como lo que eran cuando se separaron aquella otra noche de verano, y buscaron mejor acomodo para recuperar parte del tiempo perdido.

Existe un estrecho sendero que se desvía de la vía de Ojos Negros hasta el embalse del Regajo. Allí las turbulentas aguas del Palancia se remansan y parecen encontrar un lugar donde descansar definitivamente.

En eso pensaba Ricardo mientras Carmen apoyaba la cabeza en su hombro, observando el reflejo plateado de la luna en las tranquilas aguas. Nunca es tarde para echar raíces, se dijo, y aquellos ojos negros eran tierra abonada que no debía permanecer ni un día más en barbecho.

25 noviembre 2006

Ojos Negros (III)



Un soplo de aire fresco le vino de golpe, azotándole en la cara, e instintivamente se hizo hacia atrás, pegando la espalda a la fría mole de piedra que formaba las paredes del túnel, mientras contenía la respiración.

Por un momento llegó a pensar que el antiguo tren volvía a recorrer su antigua vía, y que pronto vería pasar los mugrientos vagones a escasos centímetros de sus narices. Pero eso era sencillamente imposible, pues faltaban los imprescindibles carriles sobre los que se deslizaba aquel pesado vehículo.

No le dio tiempo a pensar más, pues una furgoneta, la causante de todo aquel revuelo, pasó a toda velocidad, deslumbrándole con sus potentes faros, y arrojando una nube de polvo que le provocó un inesperado arranque de tos.

La confusión creada por las inesperadas luces, el ruido del vehículo y la irrespirable atmósfera tardó un poco en aclararse, y entonces Ricardo buscó con un poco de ansiedad la salida del negro recinto donde se encontraba.

Obsesionado con recobrar pronto los amplios espacios exteriores no reparó en la extraña presencia que debía de continuar dentro del túnel, si no había sido lo suficiente rápida para abandonarlo antes. Ricardo no pensaba en eso entonces, sino en abandonar pronto el inseguro sitio en que se encontraba, y la otra persona debía sentir la misma necesidad.

La suerte quiso que sus caminos se cruzaran esa noche, todavía dentro de la oscura trampa; sus cuerpos chocaron en medio de la penumbra, y un grito de terror atronó la estancia.

En medio del aturdimiento provocado por el golpe, Ricardo pudo distinguir unos ojos negros, del color de la noche sin luna, que protagonizaban una cara contraída en una mueca de pánico.


15 noviembre 2006

Ojos Negros (II)
















El camino discurría rectilíneo, sin apenas alteraciones, con una pendiente muy suave; aunque la monotonía se interrumpía de vez en cuando con la aparición de pequeños túneles que, pese a lo que se anunciaba a la entrada, apagaban la escasa luminosidad que proporcionaban la luna y las estrellas. El sonido, atenuado por las gruesas paredes, se reducía a la mínima expresión, y se notaba también una pequeña disminución de la temperatura. Era como entrar en otro mundo.

Fue en uno de estos donde pasó todo. El túnel tenía una ligera curva a la izquierda, y su longitud permitía en un pequeño tramo disfrutar de una oscuridad total, pues no quedaban al alcance de la vista ni la entrada ni la salida del mismo.

Ricardo estaba de pie, quieto pero relajado, disfrutando de la inmensa paz que le producía la ausencia de luz, de ruido y la fresca humedad que enfriaba su acalorado cuerpo. Dejó que su respiración se serenara, que sus latidos disminuyeran su intensidad y frecuencia hasta hacerse prácticamente imperceptibles. Sus sentidos se agudizaron: comenzó a captar detalles de la mole rocosa que formaba el túnel, pudo distinguir y tocar alguna brizna de musgo que sobrevivía a duras penas, y comenzó a distinguir algunos sonidos.

Le llamó la atención el sonido de la respiración, que le pareció algo más agitada que antes. Era extraño, porque se encontraba muy tranquilo y sereno. Fijó la atención, aguzando el oído aún más, y percibió claras diferencias con su respiración normal; le pareció distinto incluso el ritmo producido por el aire al abandonar de golpe las fosas nasales. Esa no era su forma de respirar. No cabía duda: en el túnel había alguien más.

Las escasas dudas se disiparon cuando escuchó el inconfundible golpe producido por el calzado al comenzar la marcha. Aunque tímidamente, el otro ocupante del recinto había reemprendido el paseo, y se dirigía hacia él.

Pero, de repente, mientras esperaba ansioso encontrar el dibujo de una silueta acercándose hacia él, un intenso temblor le recorrió de los pies a la cabeza, y notó que la adrenalina ponía su corazón a cien.

07 noviembre 2006

Ojos Negros (I)


Parecía ayer, pero habían pasado más de veinte años desde la última vez que pisó aquel camino.

Entonces era bien distinto; en lugar de la llana superficie, parcialmente asfaltada, fácil de transitar, la grava llenaba toda la extensión, salvo la ocupada por las vías del tren, y Ricardo recorría el trayecto encima de la vieja locomotora, ayudando al maquinista, mientras aprendía su oficio.

Tenía apenas 16 años cumplidos, y toda la ilusión del mundo por empaparse de los conocimientos que le transmitía su maestro, un pariente lejano que había aceptado hacerse cargo de él tras la muerte de sus padres, hacía sólo unos meses.

Su vida había cambiado mucho tras aquel trágico suceso, obligándole a abandonar los estudios y ponerse a trabajar en lo que fuera, aunque seguía viviendo en la misma casa, y conservaba los mismos amigos que antes, a pesar de que cada vez los podía ver menos.


La noticia del abandono de la vía de Ojos Negros, el fin de la vieja ruta minera, volvió a dar un vuelco en su vida, y tuvo que abandonar Navajas, su población natal, a sus amigos y a su querido maestro.

Continuó su formación con la misma ilusión de siempre, y como tenía poco que perder y mucho que ganar, fue prosperando en la carrera, y mudando frecuentemente de lugar de residencia, pues sus condiciones particulares le convertían siempre en el mejor candidato para trasladarse a los lugares adonde nadie quería ir.

Esta vida trashumante le impidió crear lazos de amistad sólidos en las poblaciones donde residía, y lo mismo le pasó con el amor. Tras un par de relaciones bastante frustrantes, en las que intentó por todos los medios continuar a pesar de los muchos kilómetros de separación, había llegado a la conclusión de que no valía la pena comprometerse más, pues el olvido era un postre demasiado pesado de digerir tras los suculentos platos ingeridos en los buenos tiempos.

Poco a poco fue perdiendo la chispa en la mirada, y las ganas de saber cualquier detalle nuevo, por insignificante que fuera. Su antigua tersa piel juvenil, empezó a plegarse un poco, y su negro cabello se fue tiñendo de un gris suave por la sien. La fácil y explosiva carcajada de niño mudó en una sonrisa pacífica y tranquilizadora, que le daba un aspecto maduro, más interesante, a juicio del personal femenino.

Recorriendo a pie llano aquel camino, que siempre vio desde lo alto, bajo un cielo negro punteado por miles de diminutas estrellas, dejando invadir sus fosas nasales por la intensa mezcla de perfumes del bosque mediterráneo, y sintiendo la ligera brisa sobre su rostro, se sentía en casa.

Era paradójico, pues no le encontraba la menor explicación lógica, pero, por primera vez en veinte años, sabía que se encontraba en un lugar al que siempre desearía volver.