“Y sin embargo las gatas suelen volver donde fueron felices. Vuelven y se quedan un tiempo, el que ellas quieren o necesitan. Después se van. No se puede sujetar el corazón de una gata”
Laura me decía estas palabras con una paz en el rostro que contrastaba con la habitual fiereza de su mirada verde. Seda, la pequeña gata salvaje, hacía ya unos días que no visitaba el rincón del patio donde todos los días dejábamos las sobras de la comida.
Ella tenía pintado el sí en la cara, pero no contestó. Se levantó, se acercó, y sin decir nada me dio un beso en la nuca, para después abrazarme por la espalda. Al notar el contacto blando de sus pechos pequeños, me recorrió una especie de corriente eléctrica. Luego nos besamos y nos sobamos con esa furia imparable que se tiene a los diecisiete.
Laura se fue sin avisar, como insinuó aquel día, y la gata volvió unos meses después, casi a punto de parir. De la abundante prole nacida de aquel embarazo, una gatita se encariñó especialmente de mí, y venía siempre a acomodarse en mi regazo cuando hacía la siesta, las tardes de verano. Tras una de ellas le dije:
- Un día de éstos, tú también te marcharás.
Ella se levantó, y ronroneando, restregó su lomo contra el bajo de mis pantalones.
En ese momento, tuve el presentimiento de que Laura no tardaría en volver.
Laura me decía estas palabras con una paz en el rostro que contrastaba con la habitual fiereza de su mirada verde. Seda, la pequeña gata salvaje, hacía ya unos días que no visitaba el rincón del patio donde todos los días dejábamos las sobras de la comida.
- Tú también te irás, ¿no, Laura?
Ella tenía pintado el sí en la cara, pero no contestó. Se levantó, se acercó, y sin decir nada me dio un beso en la nuca, para después abrazarme por la espalda. Al notar el contacto blando de sus pechos pequeños, me recorrió una especie de corriente eléctrica. Luego nos besamos y nos sobamos con esa furia imparable que se tiene a los diecisiete.
Laura se fue sin avisar, como insinuó aquel día, y la gata volvió unos meses después, casi a punto de parir. De la abundante prole nacida de aquel embarazo, una gatita se encariñó especialmente de mí, y venía siempre a acomodarse en mi regazo cuando hacía la siesta, las tardes de verano. Tras una de ellas le dije:
- Un día de éstos, tú también te marcharás.
Ella se levantó, y ronroneando, restregó su lomo contra el bajo de mis pantalones.
En ese momento, tuve el presentimiento de que Laura no tardaría en volver.
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