22 mayo 2006

De vuelta a casa


Camino de Madrid, Ramón no dejaba de pensar en lo poco que había conversado con Marisa; una corta charla para los muchos interrogantes que todavía estaban por solucionar en su mente: ¿quién había asesinado al embajador? ¿por qué? ¿tenía algo que ver Sofía? Si no era así, y ella realmente no había participado ¿por qué tanto interés en buscarla? ¿por qué tenía ella tanto miedo?

No había pegado demasiado ojo la noche anterior, pero el cansancio no se hacía notar, concentrado como estaba en encajar las diversas piezas del puzzle; los kilómetros pasaban, el paisaje iba cambiando, el verde de naranjos y pinos era ahora de trigo, alternado por el ocre de la tierra en barbecho; la orografía se suavizaba en los trayectos entre los dos grandes embalses, y tras el último, el impactante espectáculo de los modernos molinos de viento ayudaba a entender a Don Quijote: apetecía bajar del coche y arremeter con lo que se terciase contra los gigantes de la megalomanía tecnológica.

Pasadas las curvas necesarias para vadear el Tajo, recordó las enigmáticas palabras Marisa al final de la llamada: "Pasa por mi casa en cuanto llegues a Madrid". ¿Qué tendría que decirle que no admitiera la espera de pasar antes por su propia casa?

Un ruido procedente de su estómago le recordó que no había pegado bocado desde la salida, y todavía quedaban algunas horas para ver a Marisa, pues no la encontraría en casa hasta la hora de comer. "La gente trabaja y esas cosas", pensaba. ¡La que le iba a caer el día que apareciera por la oficina!

Decidió parar en un bar de carretera antes de entrar en Madrid, no fuera que uno de los habituales atascos de las rondas de la ciudad le tuviera retenido y con las tripas rugiendo. Convenía no aplazar la satisfacción de ninguna necesidad básica antes de atravesar el desesperante embudo de tráfico que constituía la entrada de la gran urbe.

El bar no estaba demasiado lleno a esas horas. Era de auto servicio, algo que le molestaba particularmente. La autovía había sentenciado a muerte aquellos locales entrañables, donde se paraba tranquilamente a almorzar, se ojeaba la prensa, y se comentaban con los camareros las últimas noticias. Ahora todo invitaba a la rapidez, al no perder un segundo, a continuar con el mismo estrés del camino. Recoge pronto lo que vayas a comer, que tienes a otro detrás empujando, paga y come rápido, pues el novio de la chica rubia ha pasado ya tres veces delante de tu mesa con gesto de impaciencia. Sal lo más rápido posible pero, eso sí, pasando delante de todos los artículos susceptibles de comprar. Corre, corre, corre, la carretera espera.

Sin ganas de permanecer en el frío local más tiempo de lo estrictamente imprescindible, Ramón se tomó un café rápido acompañado de un bollo, repostó gasolina, pasó por el cuarto de baño y se incorporó a la carretera con ganas de llegar a su destino. Sentía, a medida que se acercaba, una alegría creciente por regresar a su tierra, él que siempre se había considerado de ningún sitio.

Entrando ya en Madrid, a la altura de Conde de Casal, vio un tipo corpulento, de aspecto serio y enfadado, con la cara pintarrajeada a tiras rojas y blancas, luciendo una larga cabellera recogida en dos trenzas y un penacho con plumas, y agitando al aire, amenazador, un hacha enorme, que movía sin dificultad mientras profería algo parecido a insultos en una lengua incomprensible.

A Ramón le entró la risa floja y se acordó de aquellas esculturas gordas de Botero que invadieron la ciudad hacía algunos años. Desde entonces no había visto nada tan divertido. Se dejó llevar por ese arranque de buen humor, conectó esa especie de piloto automático que todos tenemos cuando transitamos muchas veces por la misma la ruta, y cuando se dio cuenta se hallaba ya muy cerca de su casa, y no de la de Marisa como tenía previsto.

Aparcó el coche y miró el reloj. Quedaba casi una hora para ver a su amiga.

18 mayo 2006

Interrogatorio improvisado


Ramón se volvió instintivamente hacia la puerta de salida justo cuando se abría y un hombre con cara de pocos amigos se interponía entre él y la calle. No iba a tener más remedio que aguantar lo que viniera, y quizá fuera mejor allí que en el exterior, pues en el hostal había demasiadas personas para poder actuar inpunemente.

Se giró hacia Gloria y ésta con un gesto le indicó que la sala de al lado era el lugar elegido para el encuentro. Tardó unos segundos en hacerse a la idea, tragó saliva, respiró hondo, y con mucha pereza dirigió sus pasos hasta la habitación.

Dentro, casi inmóviles, sentados en duras sillas, con las espaldas rectas sin apoyar en los respaldos, los antebrazos firmemente apoyados en la mesa, y las mandíbulas perfectamente encajadas en sus serios rostros, dos personas de mediana edad y complexión atlética, apenas pestañearon cuando Ramón entró en la sala. Ni siquiera hicieron ademán de levantarse.

Ramón, vivamente impresionado por tan frío recibimiento, reunió sin embargo el valor necesario para formular una sencilla pregunta de bienvenida:

- ¿Alguno de ustedes me buscaba?

Uno de ellos, el que parecía mayor de los dos, respondió a la pregunta, con mayor amabilidad de la esperada.

- Sí, siéntese, por favor. Pero esperábamos a alguien más.

- ¿De verdad? ¿A quién?

- No se haga el tonto, ya sabe a quien me refiero, la muchacha que le acompaña a todas partes. ¿Dónde está?

- Eso me gustaría saber a mí.

- Veo que está usted algo receloso. Me parece normal, le comprendo, no crea. Al fin y al cabo no nos conoce de nada y ni siquiera nos hemos presentado. Esté tranquilo, no tiene nada que temer, sólo queremos ayudarles.

El hombre hizo entonces las presentaciones oficiales. Afirmó que trabajaban para la embajada del Reino Unido, y estaban investigando la muerte de su antiguo embajador. Sofía era su amante y además una de las últimas personas que lo habían visto con vida, por lo que necesitaban interrogarla, de la forma más discreta posible.

Ramón no se fiaba demasiado, por lo que no soltó demasiadas prendas, pero les dejó muy claro que la chica se había esfumado; aunque evitó hacer mención a la nota que le había dejado. Ese detalle no pasó inadvertido al agente, que había escuchado toda la conversación anterior con Gloria, pero decidió no presionar más a Ramón. En cambio le dejó una tarjeta con sus datos.

- Si se entera de algo más, por favor, avisenos. Y si está en apuros también. Nosotros podemos ayudarle.
- Gracias, lo haré.

Envueltos en la fría máscara de sus impenetrables expresiones, los agentes se fueron, ocultando su decepción, mientras Ramón subía para recoger sus enseres. Habían perdido un par de días, y se volvían con prácticamente la misma información que tenían al salir de Madrid. Pero encima ya no tenían ni idea de donde estaba la chica.

Enfrente del mostrador, dispuesto a pagar la cuenta, Ramón se encontró con la más dulce Gloria de toda su prolongada estancia en Valencia. Compadecida de la mala suerte de su amigo, aparcó los reproches acumulados durante esos días, y le preguntó si sabía adonde ir, ofreciéndole quedarse más tiempo si lo necesitaba. No era un intento desesperado de recuperar lo que nunca había sido suyo, sino más bien una muestra de amistad sincera.

A Ramón le vino bien el ofrecimiento, y aunque al principio se negó, terminó cediendo ante los sólidos argumentos de la mujer. Cara a la noche, y sin un lugar seguro donde dormir, era precipitar demasiado la vuelta. Por la mañana habría más tiempo para pensar.

Se fueron a cenar antes de tiempo, y prolongaron la tertulia durante bastante rato. Contrariamente a su práctica habitual, Ramón aprovechó para descargar todas las emociones contenidas, delante de la mirada silenciosa y comprensiva de Gloria. Recordó para sí otros tiempos, no tan lejanos, en que otra persona acariciaba su alma con esas miradas y esos silencios.
Camino de vuelta hacia el hostal, mientras el cielo de Valencia empezaba a vestirse con los colores del fuego, casualidades de la vida, esa misma persona, Marisa, le llamaba por teléfono.

10 mayo 2006

Búsqueda desesperada


La gente desapareció de la calle casi con la misma rapidez con la que se levantaba la nube de humo, y Ramón hizo lo peor que podía hacer: moverse del sitio. Buscó por los portales, los bares y quioscos de varias calles adyacentes, y no pudo deshacerse de la duda sobre la ausencia de su chica. Barajó varias posibilidades: la huida voluntaria, el secuestro, o simplemente la falta de orientación.
Pronto le invadió una sensación amarga, un oscuro presentimiento, la extraña creencia de que no la volvería a ver más. Más le hubiera valido entonces comenzar la búsqueda de sí mismo, la pausa necesaria para pensar, para tomar decisiones. En vez de eso, continuó vagando desesperado, con la mente en blanco, formulando a todo el mundo preguntas absurdas, sin sentido, hasta quedarse sólo en la calle.
Entonces bajó los brazos. Se encontraba en una amplia y bonita plaza, delante de un enorme tapiz de flores, que formaba el manto de la virgen, cerca de un dios pagano que, mostrando el cuerno de la abundancia, parecía reirse de su mala fortuna más que ofrecerle la buena. Cerca de él, un hombre corpulento, de amplio bigote y aspecto bonachón, recogía la última mesa de la terraza.
- ¿Está cerrado?
- No, no, siéntese si quiere tomar algo.
Ramón se sentó sobre la fría e incómoda silla metálica, y pasó sus ojos por encima de la carta sin ver prácticamente lo que contenía.

- ¿Qué va a ser?
- Cualquier cosa. Una brascada, por ejemplo, dijo así a bote pronto, sin entusiasmo.
- ¿Y para beber?
- Cerveza, cerveza.
- En seguida va.

El servicio fue rápido, aunque a Ramón ya parecía darle igual todo. Nuevamente nuestro hombre dejaba pasar el tiempo lamentablemente antes de pasar a la acción; se derrumbaba, se dejaba llevar hasta lo más profundo de su desolación, como si necesitara caer hasta el fondo del abismo antes de resurgir. Pero esta vez necesitaba todos los segundos que estaba malgastando, y no sabía bien hasta qué punto.

La casualidad quiso que se encontrara con Cristina, su marido David, y su pequeña hija María, que iban de paso hacia su falla, perfectamente ataviados con sus trajes regionales. Se sentaron un segundo y tomaron café con él.

- Tranquilo, hombre, se habrá perdido, dijo la chica. Es muy fácil en la mascletá. O a lo mejor se ha fugado con alguien que baile mejor que tú, chaval, je,je, sonrió haciendo alusión a la noche anterior. ¿Por qué no buscas en el hostal? Si no te encuentra terminará yendo allí.

Esta frase pareció activar todos los resortes atascados de la conciencia de Ramón. Era evidente, cualquier mente no sumida en el estado de confusión en que se hallaba Ramón hubiera reparado en esa posibilidad. El único punto de encuentro posible en caso de pérdida involuntaria era el hostal de Gloria, y ya le estaba faltando el tiempo para correr hacia allí. Así que pidió la cuenta, pagó y se fue corriendo, casi sin despedirse de sus amigos.

No suelen parar los taxis cuando más los necesitas, y con el centro cerrado al tráfico era más difícil todavía encontrar alguno. Ramón recurrió al viejo truco de ir caminando en dirección al lugar de destino probando suerte de vez en cuando, pero tardó bastante en tropezar con uno libre. Iban casi todos llenos, y sólo pudo hacerse con los servicios de uno que acababa de bajar a sus pasajeros, ya no muy lejos del hostal.
Pagó la carrera sin esperar las vueltas del abundante cambio que dejaba, y se introdujo a trompicones en el hostal. Gloria le recibió con cierta cara de lástima y una nota en la mano.

- Tu chica ha venido, ha recogido su bolsa y me ha dejado esto para tí.
- Que tú, por supuesto, no has mirado ...
- Ya sabes que yo no hago esas cosas, dijo, con una sonrisa cínica.
- Sí claro, claro, respondió escéptico mientras leía la nota en silencio.

Ramón, me he ido. No me busques. Aquí no estoy segura y no quiero seguir siendo una carga para ti. Espérame en Madrid. Volveré cuando todo esté más tranquilo.

Te quiero,

Sofía.

- Se ha ido. Me dice que la espere en Madrid.
- Ejem, Ramón..., carraspeó Gloria. Antes de irte, tienes visita, dijo bajito. No he podido deshacerme de ellos.

05 mayo 2006

Confusión en una nube de pólvora


Cuando Ramón llegó a la habitación, Sofía ya estaba en la cama a punto de claudicar. El se cambió de ropa rápidamente y se acurrucó junto a ella para robarle algo de calor, pues la humedad de la noche llevaba ya mucho tiempo incrustada entre sus músculos y huesos.

Tardo casi menos en dormirse que en coger calor, pero el sueño no fue largo ni placentero, como suele ocurrir siempre que se toman demasiadas copas y a destiempo. Al cabo de pocas horas, le sobraba el calor que antes echaba en falta, tenía la boca reseca y amarga, el estómago le ardía, y un difuso dolor de cabeza remataba su malestar.

Bebió un trago largo de agua, aún a sabiendas de que no iba a terminar con su sed, y comió también algo que tenía por allí, consciente de que no iba a calmar su estómago. Después se duchó, se afeitó y se cepilló los dientes, sólo para aparentar por fuera algo más interesante de lo que sentía por dentro.

Intentaba pensar, mientras tanto, en lo que le había comentado Gloria hacía unas horas, pero era incapaz de sacar ninguna conclusión. La cabeza no le dejaba concentrarse. Así que, una vez que Sofía terminó de arreglarse le contó lo que recordaba de la conversación de la noche anterior.

Ella se preocupó bastante, formuló en seguida una serie de preguntas que a Ramón no se le ocurrió hacer por la noche. ¿Tenían acento extranjero? ¿Dijeron que volverían? ¿Qué aspecto físico tenían? ¿Habían llegado andando o en coche? ¿Cuántos eran en total?

Gloria podía tener esas respuestas, pero cuando bajaron a la recepción no estaba, y les dijeron que tardaría en llegar. Por lo menos, hasta última hora de la tarde. Sofía entonces insistió en que abonaran la habitación y abandonaran la ciudad, pero lo cierto es que no tenían claro adonde ir. A Ramón le parecía más oportuno esperar a la vuelta de la mujer, obtener más información y actuar en consecuencia. La discrepancia de criterios fue agravándose, a medida que cada uno seguía en sus trece con sus ideas particulares, y no estaba dispuesto a ceder. Las mentes, cargadas y espesas, por los excesos de la noche anterior, no ayudaban a desbloquear la situación.
Fue su primera discusión seria, y aunque Ramón impuso su criterio al final, sabía que no había convencido a su pareja, y le embargaba un sentimiento de culpa que le iba a repetir más que el café con leche acabado de ingerir entre violentos silencios, apenas disimulados por el rugir de las tripas del joven, acuchilladas por el ácido líquido caliente vertido sobre su irritada carne sensible.
Al salir del bar, se dejaron llevar por la multitud en un agobiante recorrido turístico de falla en falla. Las de sección especial, por supuesto. La ganadora, Nou Campanar, quedaba cerca de allí, pero la cantidad de gente que se agolpaba para verla desanimaba a cualquiera. El ambiente era muy diferente a la de la visitada la noche anterior. Allí no faltaba de nada: servicio con camareros para los invitados VIP, limusina en la puerta, caviar, marisco, champagne...; de todo, menos solera, menos historia.
Después del monumento de los excesos visitaron otras clásicas, no tan espectaculares, pero también impresionantes: Na Jordana, La Merced, El Pilar. Y se hizo la hora de comer. Nuevamente se dejaron arrastrar por el gentío hasta los aledaños del Ayuntamiento, para presenciar la "mascletá". A esas horas, ya era imposible acercar el morro a la plaza, puesto que las calles adyacentes empezaban a llenarse con multitud de gente.
En una de esas calles, en ese mismo momento, Ramón pareció darse cuenta, de pronto, que la primavera había aterrizado de golpe, sin avisar, tres días antes de lo anunciado. Un grupito de jóvenes de veintitantos, ceñidas en sus vaqueros, con blusas ajustadas, ombligo al aire, y cabello suelto, saltaban y reían abrazadas, al tiempo que el sonido cada vez más intenso y el olor acre de la pólvora cargaban el ambiente.
Ligeramente cegado por el picor de la nube de humo, y la tentadora visión de las jóvenes pieles que abandonaban sus refugios de invierno, Ramón perdió de vista a Sofía por un instante, y cuando se disipó el humo y el gentío, ella ya no estaba a su lado.

25 abril 2006

Preguntas


Tenía razón Gloria. Ramón no podía hablar y casi no se tenía en pie; ya no sabía muy bien si era por el alcohol, el cansancio, o las ganas de evadirse de todo. En ese momento hubiera matado por una cama, pero el tono de la mujer no daba lugar a réplicas, así que se quedó en recepción mientras Sofía, algo más entera, subía las escaleras y entraba en la habitación con la impaciencia de la intriga concentrada en sus uñas.
La propietaria del hostal no perdió el tiempo en largas exposiciones; le soltó la pregunta a bocajarro, para observar con cuidado su respuesta en cada uno de los detalles de su expresión: la mirada firme o huidiza; las manos moviéndose, apoyando la expresión oral, o muertas en los costados; el arqueo de las cejas, las arrugas de la frente...

- ¿En que lío te has metido, Ramón?

El rostro del hombre se nubló de repente, desapareció la aureola risueña con la que había entrado al local; durante unos segundos se quedó absorto, mirando sin mirar a Gloria, pensando qué decir, pero todavía conservaba las tablas suficientes para detener el acoso inmediato, buscando algo de tiempo con otra pregunta, eso sí, procurando no parecer excesivamente preocupado.

- Siempre estoy metido en alguno. ¿Por qué lo preguntas? ¿Ha pasado algo?
- Bueno, han venido un par de tipos haciendo preguntas sobre ti y tu chica.
- ¿Qué tipo de preguntas?
- Pues las normales. Si os había visto, si os hospedabais aquí ...
- ¿Y les has dicho algo?
- No, claro. Al principio parecían policías, así que les he sugerido que si lo eran me enseñaran una orden judicial. Me han asegurado que no, y entonces les he explicado que los datos de mis clientes son confidenciales. Después me han ofrecido pasta, bastante más de lo que cuesta tu habitación durante un mes, por cierto, y les he dicho que no de muy malos modos. Se han ido, cuando ya cogía el teléfono, pero te aseguro de que no se han quedado nada convencidos.
- Eres un cielo, Gloria ...
- Espera, espera, no te vayas tan rápido. ¿Qué coño pasa? ¿No estarás metido en algún rollo ilegal? Ya sabes que no me hacen ni puta gracia estas visitas. Este hostal son mis garbanzos, y con eso no se juega.
- No, tranquila, no te preocupes ... Seguramente es por Sofía, ya sabes, es inmigrante..., los papeles y todo eso, no los tiene del todo arreglados.
- Vamos, Ramón, no me jodas. Nadie ofrece tanta pasta por unos putos papeles.
- Pues que quieres que te diga, a mi no se me ocurre otra cosa, mintió Ramón.
- Tú siempre tan reservado, cabrón. Espero que todo esto no me traiga problemas. Va nuestra amistad en ello. Ya sabes que este hostal ...
- Sí, son tus garbanzos, ya lo sé, replicó fastidiado. Anda, déjame un día más, y me iré. Me perderás de vista por una temporada, dijo en tono lastimero, haciéndose el mártir, para ablandar el corazón de la mujer.
- Ale, vete a dormir, que te hace falta. Mañana hablaremos.
- Hasta luego.

11 abril 2006

Noche de fiesta


El descanso había sido reponedor, pero llevaban muchas horas acostados y Ramón empezaba a cansarse de dar vueltas en la cama. Por un lado quería dormir un poco más, tenía una invencible pereza por enfrentarse de nuevo al mundo; pero por otro le dolían ya todos los huesos de estar en postura horizontal. Necesitaba movimiento.
Por las rendijas de las persianas apenas entraba luz, y la que conseguía introducirse se notaba artificial. Era de noche, imposible deducir la hora exacta. Así que se incorporó y consultó el reloj. Las diez. Sofía dormía plácidamente , pero el movimiento del hombre le hizo reaccionar, girándose hacia el otro lado mientras murmuraba algo bajito en un idioma ininteligible.
Ramón se levantó con cuidado, pues quería dejarla dormir algo más. Se acercó a la ventana para observar a la gente que pasaba por la calle. Siempre disfrutaba viendo el comportamiento de las personas en diferentes situaciones, y el ambiente festivo proporcionaba siempre escenas más ricas y variadas de las habituales.
Las calles no estaban atiborradas a esas horas; entre que el barrio no era demasiado céntrico, y que la mayoría de la gente estaba cenando, apenas se veían un par de grupos de adolescentes buscando bar con pasos titubeantes y tonos de voz más altos de lo normal, algunos niños con sus padres tirando petardos, y una pareja reciente de enamorados, caminando entrelazados, tropezando con sus propios pasos.
De repente el ruido de una traca le sobresaltó. Se había acostumbrado al ruido individual de los diferentes tipos de artefactos pirotécnicos, pero la rápida secuencia de explosiones le pilló de sorpresa, dándole un acelerón súbito a su corazón, poco repuesto todavía de la tensión de los días anteriores. Sofía también despertó de golpe, asustada; se quedó unos segundos mirando a Ramón con la respiración contenida, preguntándose qué pasaba, hasta que comprendió el verdadero motivo y soltó todo el aire que tenía en los pulmones en una sonora carcajada, que terminó por contagiar a su pareja.
Se vistieron rápido y se dispusieron a salir. Tenían que darse prisa o no encontrarían sitio para cenar, aunque la verdad es que no sabían muy bien donde ir ni que hacer después.
Gloria les solucionó las dos papeletas. Conocía el barrio como la palma de su mano, y les indicó un bar donde les harían hueco si decían que iban de su parte. En cuanto a lo que podían hacer, les advirtió que era día de ofrenda, y hasta que terminara el largo desfile de falleros y falleras ante el manto de la virgen no podían esperar gran animación, pero sí muchas calles cortadas. Les aconsejó hacer tiempo hasta la hora del castillo de fuegos, y después visitar alguna verbena del centro.
La cena no estuvo mal. Estaban hambrientos, pero pudieron sentarse y comer algo caliente y en plato, acompañado de una botella de buen vino al que no le perdonaron ni la última gota.
Con los ánimos exaltados salieron del bar dispuestos a conquistar Valencia en dos zancadas, pero al cabo de un tiempo se percataron de que las distancias eran más largas de lo que habían calculado.
Al cruzar el río, se empezaba a notar el cansancio; Ramón se percató de que no se encontraban muy lejos de la falla de una amiga suya, a la que conoció hacía ya tiempo en una de sus temporadas de trabajo en la ciudad.
La falla de la plaza de Sant Bult vive medio escondida entre calles estrechas y tenebrosas, encajonada entre los oscuros edificios que delimitan su recinto, donde la luz parece no atreverse a entrar con todo su esplendor. Todo ello proporciona a su monumento un aire unas veces misterioso, otras melancólico, y algunas hasta terrorífico, dependiendo del tema escogido por el artista fallero. Es bastante céntrica y no está demasiado alejada de las grandes vías de comunicación, pero su particular situación y las especiales características del barrio y sus gentes han conseguido que conserve intacta la esencia de las fiestas, transmitida de generación en generación durante sus más de 130 años de existencia.
Al entrar por la puerta del "casal" les sorprendió una concurrencia tan variada. Gentes de muy diferentes edades y vestimentas se distribuían de forma desordenada por todo el local, desde niños de teta hasta jubilados, algunos ataviados con los trajes típicos, otros embutidos en la también clásica blusa negra, y los más con vestimentas normales. Algunos mozos recogían los tableros recién empleados en la cena, otros atendían a las visitas próximos a la barra.
Allí mismo, con dos cervezas en la mano, Ramón reconoció a una cara amiga.
- ¡Hombre, Felipe!
- Joder, Ramón, ¡cuánto tiempo!, dijo el hombre, mientras dirigía una indisimulada mirada a Sofía, ¿qué haces por aquí?
- Pues mira, tenía un par de días libres, y decidimos venirnos por aquí. Sofía no conoce Valencia, y qué mejor que venir en Fallas. Hemos cenado cerca del hostal de siempre; ahora íbamos hacia el castillo, y he recordado que la falla de Cristina quedaba por aquí, así que ...
- Mira, por ahí viene.
Cristina también se alegró mucho de ver a Ramón. Hacía mucho que no se veían, y estuvieron un buen rato charlando los tres, contándose todos los cotilleos acontecidos desde su último encuentro. Tanto ella como Felipe iban con sus respectivos cónyuges, así que tras un par de cervezas consumidas en el local, decidieron improvisar una salida nocturna las tres parejas.
De camino hacia el castillo, les sorprendieron los primeros cohetes, por lo que tuvieron que verlo desde la lejanía, aunque no por ello dejó de ser un bello espectáculo, que dejó a Sofía totalmente maravillada.
Después, callejearon por el barrio del Carmen, al ritmo de la música que encontraban en cada rincón, bebieron, rieron, charlaron, bailaron hasta casi desfallecer, y cuando el sentido del equilibrio les empezaba a fallar, y la humedad del final de la noche empezaba a meterse hasta los huesos, buscaron refugio en un puesto ambulante de chocolate y buñuelos.
Llegó la hora de la despedida, que fue larga, porque faltaban las ganas y no acudían los taxis, pero al final llegó. Y no faltaron las promesas de otras citas, de otros encuentros, de llamadas telefónicas, que después, pasada la resaca, siempre serían menos de las esperadas.
Al llegar al hostal, Gloria ya estaba despierta y ponía cara de muy pocos amigos. Sin dejarle siquiera recoger la llave de la habitación a Ramón le dijo:
- Necesito hablar contigo a solas, Ramón. Si es que puedes pronunciar alguna palabra a estas horas.

02 abril 2006

Cambio de escenario


El coche del relevo se detuvo junto al hueco que había dejado libre su compañero, y comenzó la maniobra de aparcamiento. Sofía continuó inquieta mirando por la luna trasera hasta convencerse de la ausencia de perseguidores. Entonces se dejó caer contra el respaldo del asiento aliviada.
Demasiado pronto había bajado la guardia, porque otro coche aguardaba en la esquina siguiente con las luces apagadas. Se puso en marcha lentamente hasta que el vehículo que perseguía volvió a girar, encendiendo las luces y avivando la marcha a continuación.
Ramón hubiera preferido un transporte público para escapar de Madrid, pero a esas horas no había demasiadas alternativas. Así que optó por continuar el trayecto en coche. Cruzaron el Manzanares, se incorporaron a la M-30, continuando hasta alcanzar el desvío hacia la A-3, dirección Valencia. No había excesivo tráfico, pero sí el suficiente para que no se percataran de que los seguían.
La ciudad del Turia era el destino preferido de Ramón desde el primer momento en que empezó a planificar la huida. Conocía bien la ciudad , la visitaba frecuentemente por motivos de trabajo, y tenía amigos allí. Además la ciudad estaba en fiestas, atiborrada de gente por todas partes, por lo que resultaba más sencillo esconderse. Es más fácil pasar desapercibido en una multitud que en un lugar solitario.

Mientras tanto, el vigilante de la casa permanecía observando con desgana las ventanas del edificio, esperando algún movimiento. Empezó a inquietarse cuando los primeros rayos de sol impactaron en su cara y se percató que no había señales de vida en la casa. Se puso en contacto con su enlace, y un compañero se acercó al lugar. Con sigilo, vencieron la primera puerta sin forzar la cerradura, subieron despacio las escaleras hasta alcanzar la puerta de la vivienda. Allí, mientras uno cubría con su arma, el otro, empleando el mismo sistema anterior vencía la puerta. Para entonces, sus burladores se acercaban al embalse de Contreras, en el límite de la provincia de Cuenca, lindando ya con la de Valencia, a poco más de una hora de camino.

El primer problema que sabía se iba a encontrar Ramón al llegar a la ciudad era el alojamiento. Valencia, en Fallas, duplica su población, y la capacidad hotelera se ve desbordada por la afluencia de gente. Por suerte, todavía era jueves, no había llegado el aluvión de turistas del fin de semana, y tenía algún as en la manga. Ese no era otro que la dueña del hostal donde habitualmente se alojaba cuando visitaba la ciudad.

Era un local viejo, situado en el barrio de Campanar, lejos del centro de la ciudad, y a pesar de todo eso estaba completo. O por lo menos eso le dijo Gloria, la propietaria del mismo, tal vez para hacerse la interesante. A Ramón le tocó llorar un poco más de la cuenta para que le diera esa habitación que casualmente siempre quedaba vacía por las mañanas. Supuso que las reticencias de la dueña se debían sobre todo a la presencia de Sofía, y no le faltaba razón.

Gloria era una mujer madura, que ya no cumpliría los 40, y sin embargo conservaba buena parte del irresistible encanto que había tenido poco tiempo atrás. El peso de los años, el sufrimiento, y el intenso trabajo, se notaban sobre todo en su rostro moreno, surcado por finas arrugas que no conseguía eliminar del todo con el maquillaje. Sin embargo, su cuerpo no parecía rendir cuentas al paso del tiempo, despertando siempre la indisimulada admiración del personal masculino a su paso. Había enviudado hacía más de 10 años, pero no parecía tener ganas de repetir la experiencia matrimonial. Aunque desde la muerte de su marido varios hombres habían pasado por su cama, nunca dejó que significaran demasiado en su vida.

Con Ramón le pasaba lo contrario, quizá no le hubiera importado demasiado que entrara en su vida, pero ni siquiera había hecho amago de querer asomarse a su escote, y eso le tenía picada en su amor propio, pues su relación personal era muy buena, y no terminaba de entender que no hubiera querido pasar de ahí.

Gloria sabía que no le iba a negar el favor a Ramón, pero quiso pegarse el desquite de su decepción al ver a su acompañante. Después se preguntaría para qué tanto remilgo, pues realmente no había disfrutado observando como se le había puesto la cara blanca al hombre tras anunciarle que el hostal estaba completo. Parecía en un buen apuro, aunque le iba a costar mucho trabajo averiguar por qué.

Tras dejar su escaso equipaje en la habitación, Ramón y Sofía salieron a comer algo. Estaban hambrientos y exhaustos. Devoraron unos bocadillos en diez minutos, y volvieron a subir. Necesitaban recuperar tantas horas de sueño perdidas.