10 noviembre 2010

Te encontré en la calle


A ti te encontré en la calle. 

En la calle o en esos bares donde hablar era imposible y caían punteos de guitarra eléctrica sobre vasos repletos de whisky. 

Hacía frío aquella noche, y el deseo buscaba el refugio en unos ojos amigos. Yo vi en los tuyos la chispa de muchas sustancias, un fulgor que se antojaba breve y mentiroso. 

Pero era demasiado invierno para encontrar autenticidad debajo de tantas pieles. Cuando las quité todas, quedó sólo el llanto de una niña caprichosa, herida porque otra se había llevado su juguete.

Supongo que en el fondo sólo fui eso para ti: un juguete. O peor que eso: el muñeco que nunca lograría reemplazar al auténtico juguete. Aún así, lo pasábamos bien juntos los días que no salían encapotados por las nubes del pasado, las noches que no bajabas al bar de Melo y pinchabas varias agujas en tu piel de vudú.

Pero eras de la calle y allí tenías que volver. Lo hiciste, por suerte para todos, cuando el frío ya no arreciaba y las sábanas no mordían con su aliento helado. Desapareciste como habías venido, con otra mirada equívoca, pero entonces ya no tenías nada que esconder, ya conocía cada uno de tus gestos.

Reconozco que tardé tiempo en encontrar un ocupante para el lado frío de la cama, y que me costó volver a pisar la calle sin temor. También, que pinté de blanco toda la casa nada más irte. 

Y que cambié todos los muebles de sitio.

31 octubre 2010

Un nicho algo estrecho







Al bueno de Federico Martí se le llena la casa de vivos la noche de difuntos. Perdió su mediocre existencia una de éstas, en un oscuro callejón donde no hubo truco ni trato. El ladrón se lo llevó todo, la bolsa y la vida, enmascarado bajo una capucha negra con sonrisa blanca.

A partir de ese encuentro aciago, se convirtió en criador de malvas en un estrecho local de la calle 20, columna 15, 3ª planta, del distrito Este del Cementerio General, dirección poco transitada salvo cada año por estas fechas. A su asesino tampoco le aprovechó mucho la captura de tan magra cartera y, a los cuatro días, lo empapeló la pasma intentando repetir el golpe con otro desgraciado. Le cayeron media docena de años, que se convirtieron en cuatro por buena conducta.

Cuando se acerca la medianoche del último día de octubre, una pandilla de imbéciles se acerca a rezar estupideces a la vecina del 4º, una excéntrica nigromante que murió de infarto pocas horas después de Fede, durante una sesión de güija con más ruidos de los programados. Los conjuros, emitidos para convocar a la desgraciada bruja, provocarían la carcajada del más triste de los humanos, y sin embargo, no consiguen más que una marea de sugestión en los convocados, capaces de extraer mensajes ocultos de cualquier aleteo de búho hambriento.

Para mayor desgracia, este mes pasado ha tenido, en horario diurno eso sí, la visita de los albañiles, encargados de colocar una columna más a la izquierda de la suya. De las inevitables obras ya no se libran ni los lugares más sagrados, se lamentan los fiambres. Aunque todo se hace para bien. Las nuevas celdas les amortiguarán ruidos, a cambio de unos vecinos de lo más silencioso.

Mientras llegan puntuales los visitantes a la calle 20, allá en la ciudad, donde todas las vías tienen nombre -la mayoría de residentes en éste y otros camposantos- el asesino del protagonista celebra su primer permiso penitenciario, con unos tirillos adquiridos a precio módico, una mierda algo mejor de la que pasan en la trena, porque con algo hay que celebrarlo.  

Envalentonado con la coca, no se le ocurre otra mejor que comprobar si su antiguo oficio se le ha olvidado. Y además, para más emoción, con un par de chavales de dos metros, vestidos de calavera. La cosa se complica cuando aparecen media docena más de huesitos, dispuestos a rajarle de arriba abajo. Y aunque lo consiguen, un par de ellos se lleva también palmo y medio de navaja entre varias costillas.

Al día siguiente, a Don Federico casi se le llena de vecinos la columna  de los nuevos adosados, con la mala suerte de quedar, pared con pared, con el mismo que le envió a su actual residencia. Entre éste, la vidente, los acólitos de la misma y los albañiles, ¡vaya semanita! Y menudo futuro que le espera. Estaría de lo más deprimido el hombre, si no fuera porque es de buen conformar. Y porque esta muerto, claro. 

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10 octubre 2010

Muñecas y fotos viejas




Las muñecas se conservan bien. Mejor que las fotos. Estas últimas amarillean con el tiempo y dan cierto aire falso a las imágenes que muestran. En cambio, a la Barbie bastaría con cambiarle el modelo de vez en cuando, vestirla con un trapito de última moda y como nueva.

Eva es el negativo de la muñeca. Nunca la verás con ropa de una temporada anterior y ha intentado conservar a toda costa la increíble figura que lucía en los desfiles, hace veinte años. Si la ves de lejos, consigue dar el pego, pero si te acercas, se aprecia demasiado bien todos los esfuerzos vanos en tapar el paso del tiempo: la piel estirada, reluciente, demasiado tostada para la época; la carne rebosante del escote, excesiva en volumen y dureza; por no hablar de la cintura, que ya no entra en los apretados pantalones y de la que asoman, acusadoras, algunas estrías.

Hay algo de foto ajada en ella, en su físico y también en su vida. Al menos, si la tratas superficialmente, no se le conocen más objetivos vitales que permanecer joven, bella y seguidora fiel de todas las tendencias: la Barbie con el vestido recién cambiado.

Pero esta mujer tiene la piel de papel fotográfico, y bajo la epidermis no sabemos bien lo que palpita. Lo peor de todo es que ya nadie quiere averiguarlo. Los que se acercan, terminan resbalando por su superficie tan bien bruñida.

Hoy la he visto seria, esperando una llamada telefónica que no llega. Se ha dado cuenta y ha cambiado, de repente, a esa sonrisa estudiada que apenas le marca las arrugas. Por un momento, me ha parecido que esta muñeca ya sabe que su próximo destino es el cajón donde envejecen las ropas y se acartonan los retratos.

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22 septiembre 2010

Gatas


Y sin embargo las gatas suelen volver donde fueron felices. Vuelven y se quedan un tiempo, el que ellas quieren o necesitan. Después se van. No se puede sujetar el corazón de una gata


Laura me decía estas palabras con una paz en el rostro que contrastaba con la habitual fiereza de su mirada verde. Seda, la pequeña gata salvaje, hacía ya unos días que no visitaba el rincón del  patio donde todos los días dejábamos las sobras de la comida.


- Tú también te irás, ¿no, Laura?


Ella tenía pintado el sí en la cara, pero no contestó. Se levantó, se acercó, y sin decir nada me dio un beso en la nuca, para después abrazarme por la espalda. Al notar el contacto blando de sus pechos pequeños, me recorrió una especie de corriente eléctrica. Luego nos besamos y nos sobamos con esa furia imparable que se tiene a los diecisiete.


Laura se fue sin avisar, como insinuó aquel día, y la gata volvió unos meses después, casi a punto de parir. De la abundante prole nacida de aquel embarazo, una gatita se encariñó especialmente de mí, y venía siempre a acomodarse en mi regazo cuando hacía la siesta, las tardes de verano.  Tras una de  ellas le dije:


- Un día de éstos, tú también te marcharás.


Ella se levantó, y ronroneando, restregó su lomo contra el bajo de mis pantalones. 

En ese momento, tuve el presentimiento de que Laura no tardaría en volver.

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16 septiembre 2010

Septiembre


Había llegado Septiembre y me propuse que todo iba a cambiar. Ese año no bastaba con medio mes de gimnasio y un curso de inglés por fascículos, esos pequeños trucos para adormecer mi cabreada conciencia.

Dejé que Pepito Grillo manejara los hilos de mi vida a su antojo, con sesiones maratonianas de ejercicio, dietas bajas en calorías y control estricto de gastos. Infeliz. Atrapado entre la obsesión de reducir centímetros y la de incrementar euros, me olvidé de Teresa. A las diez de la noche bajaba el telón de mi deseo, con la misma puntualidad británica que marcaba el seis en el despertador a la mañana siguiente.

Ella se fue en Noviembre, con las últimas hojas.

Por suerte, este verano he conocido a Elena, una anárquica morena de pelo tan interminable como sus noches, con la que comparto colchón y gastos.

En una de nuestras sesiones de sofá frente a la tele, vimos hace días el anuncio de una colección de cromos del Coyote, con pinta excelente.

Definitivamente, Septiembre es un buen mes para ponerlo todo patas abajo.

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02 septiembre 2010

A una mujer sin nombre


Ella no tiene nombre. Las vocales y consonantes que lo forman hace tiempo que se escaparon de mi vaga memoria. 

Cuando la conocí no importaba cómo llamarla. Las palabras sobraban. El único lenguaje posible era el del deseo. Entre sus brazos sólo existía el presente. La soledad y la ausencia no eran posibilidades previstas en nuestro corto horizonte de saliva y sudor. 

 La sal será el único recuerdo, la única constancia de que me amaste, pensaba entonces. Pero la sal no basta ahora. La suya me abandonó hace tiempo, y otras que han venido después saben diferente. Los restos de sus sucesoras tienen nombre y apellidos, número de teléfono, algún “ya nos veremos”.

Paseo por las playas antiguas, irreconocibles después de tantos años. La busco por la arena, sobre las toallas extendidas, bajo sombrillas de vivos colores, con los pies mojados por las olas que nos acariciaban. Sólo encuentro recuerdos a bocajarro, en el pelo de alguna chica, en el rostro de una madre, en las piernas entrelazadas de más de una pareja, pero ni rastro de su nombre.

Necesito su nombre para lanzarlo al agua, como una botella con mensaje, para cantarlo como una nana en las noches de insomnio, para escribirlo doscientas veces como castigo por haberlo olvidado. 

Necesito un nombre para susurrarlo en invierno, cuando no tenga brisa salada para sazonar mis recuerdos, unas pocas letras para retener todo lo suyo que insiste en huir, unos toscos caracteres que grabar en mármol como si fueran palabras de un epitafio. 

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03 agosto 2010

Campo de minas


La ausencia no es un gigantesco espacio vacío, es un campo de minas esperando a ser pisado cualquier noche de invierno.


La silla se quedó desnuda a principios de aquel verano. Ella me dijo que se iba. Necesitaba tiempo, espacio para sí misma, pensar en calma sobre nuestra relación, todo eso que se dice en las despedidas.


Ya vi entonces en su cara que la decisión estaba tomada. La mentira siempre sonaba en su voz con timbres de aparente seguridad. Debí fiarme de esa primera intuición. No volvería nunca.


No lo hice, y a cambio dejé vacío su asiento preferido en un lugar destacado, como una forma de escenificar la ausencia. Una tabla sostenida por cuatro patas, un abismo soportado por el recuerdo.


Cuando llegaba el tiempo de ajusticiar la melancolía, enterrando sus restos en la humedad del trastero, recibí su carta. No había dirección en el remite, pero sobrevivía la insultante seguridad en cada trazo de su letra.


No tuve el valor de abrirla, ni tampoco el de romperla en mil pedazos. La ausencia es un campo de minas esperando, y el abrecartas se parece demasiado a una pisada torpe y titubeante.

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