Imagen tomada de aquí
Por mi habitación han pasado este mes tres chicas distintas. Ahora duerme, tapada hasta las orejas, la última. Salomé, dice que se llama, aunque imagino que ese nombre sólo es un nick, un apodo escogido con toda la maldad del mundo para vengarse de alguien, de algún Juan atravesado en vete a saber qué lugar de su memoria, agitando los brazos aún sin cabeza.
Debe haberse especializado esta mujer en cortar cabezas de varios juanes, con fama de santo y sin el título canalla de Don. Yo, que si lo pienso, también me llamo Juan, no sabría muy bien en que casillero colocarme, ahora que apuesto por mi versión más tóxica, a pesar de carecer del aplomo que da saber el terreno que se pisa.
La mujer que dice llamarse Salomé me hizo olvidar anoche, por momentos, muchas mentiras enquistadas, y juraría que ella también se quitaba de encima un pesado lastre a ritmo de un sexo vibrante y furioso. Quiero contemplarla así, como una enfermera aplicando una terapia extraña, bien alejada del amor, pero altamente saludable, un analgésico para estos tiempos tan abundantes en cefaleas.
Sin embargo ahora duerme el sueño que todo lo borra y cuando se despierte me mirará extrañada, se preguntará qué hace aquí, se vestirá de prisa y se irá sin desayunar, decidiendo más tarde si me elimina de su lista de contactos, una forma cualquiera de cortar cabezas. Cabe recordar que así es el juego y que las reglas se saben desde el principio.
Mientras eso llega, observo la mata de pelo rubio que ocupa el espacio entre las sábanas y la almohada, el tono marrón de las raíces, el brillo plateado de algunas canas, los ligeros ronquidos. Entonces, algunos rayos de sol entran por la ventana y las telas se empiezan a mover perezosas.
Debe haberse especializado esta mujer en cortar cabezas de varios juanes, con fama de santo y sin el título canalla de Don. Yo, que si lo pienso, también me llamo Juan, no sabría muy bien en que casillero colocarme, ahora que apuesto por mi versión más tóxica, a pesar de carecer del aplomo que da saber el terreno que se pisa.
La mujer que dice llamarse Salomé me hizo olvidar anoche, por momentos, muchas mentiras enquistadas, y juraría que ella también se quitaba de encima un pesado lastre a ritmo de un sexo vibrante y furioso. Quiero contemplarla así, como una enfermera aplicando una terapia extraña, bien alejada del amor, pero altamente saludable, un analgésico para estos tiempos tan abundantes en cefaleas.
Sin embargo ahora duerme el sueño que todo lo borra y cuando se despierte me mirará extrañada, se preguntará qué hace aquí, se vestirá de prisa y se irá sin desayunar, decidiendo más tarde si me elimina de su lista de contactos, una forma cualquiera de cortar cabezas. Cabe recordar que así es el juego y que las reglas se saben desde el principio.
Mientras eso llega, observo la mata de pelo rubio que ocupa el espacio entre las sábanas y la almohada, el tono marrón de las raíces, el brillo plateado de algunas canas, los ligeros ronquidos. Entonces, algunos rayos de sol entran por la ventana y las telas se empiezan a mover perezosas.
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