07 febrero 2011

Salomé




Imagen tomada de aquí

Por mi habitación han pasado este mes tres chicas distintas. Ahora duerme, tapada hasta las orejas, la última. Salomé, dice que se llama, aunque imagino que ese nombre sólo es un nick, un apodo escogido con toda la maldad del mundo para vengarse de alguien, de algún Juan atravesado en vete a saber qué lugar de su memoria, agitando los brazos aún sin cabeza.

Debe haberse especializado esta mujer en cortar cabezas de varios juanes, con fama de santo y sin el título canalla de Don. Yo, que si lo pienso, también me llamo Juan, no sabría muy bien en que casillero colocarme, ahora que apuesto por mi versión más tóxica, a pesar de carecer del aplomo que da saber el terreno que se pisa.

La mujer que dice llamarse Salomé me hizo olvidar anoche, por momentos, muchas mentiras enquistadas, y juraría que ella también se quitaba de encima un pesado lastre a ritmo de un sexo vibrante y furioso. Quiero contemplarla así, como una enfermera aplicando una terapia extraña, bien alejada del amor, pero altamente saludable, un analgésico para estos tiempos tan abundantes en cefaleas.

Sin embargo ahora duerme el sueño que todo lo borra y cuando se despierte me mirará extrañada, se preguntará qué hace aquí, se vestirá de prisa y se irá sin desayunar, decidiendo más tarde si me elimina de su lista de contactos, una forma cualquiera de cortar cabezas. Cabe recordar que así es el juego y que las reglas se saben desde el principio.

Mientras eso llega, observo la mata de pelo rubio que ocupa el espacio entre las sábanas y la almohada, el tono marrón de las raíces, el brillo plateado de algunas canas, los ligeros ronquidos. Entonces, algunos rayos de sol entran por la ventana y las telas se empiezan a mover perezosas.

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30 enero 2011

Más días de Enero

Imagen tomada de aquí

En el cenicero se consume lentamente el cigarrillo. Ella ya hace un rato que se fue. El fuego se acercará poco a poco a la boquilla manchada de carmín y el humo se disolverá sin prisa  en el aire cargado de la habitación.

También comparten la mesa con el cenicero, no lo he dicho, dos copas de whisky a medio terminar. Todo quedará ahí, supongo, hasta el día siguiente.

Pronto me iré a dormir, en cuanto despegue la mirada de la puerta, y mañana será otro día. Eso me digo. Aunque lo más seguro es que dé varias vueltas en la cama y después encienda la tele, o pasee la vista por el libro. Miraré la hora. Y después la puerta. Y el cenicero, ya con la colilla apagada, muerta, como un siniestro símbolo de lo efímero.

El despertador me dirá que es pronto o que ya es demasiado tarde. Tendré tentaciones de descolgar el teléfono. Después, me preguntaré por qué ha sido, declararé ante un público invisible mi inocencia, me cubriré con un manto de autocomplacencia y tal vez entonces el sueño me conceda unos minutos de tregua.

Pero al despertar estará allí la colilla, como un dedo índice acusador, señalando mi fracaso. Los dos vasos incompletos. El olor acre del humo y el alcohol. Los restos fríos del café. El gris de la mañana invernal, que es la última de una era o la primera de la próxima glaciación.

Y más días de Enero.

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06 enero 2011

Besos y humo


La vida se consume como un cigarrillo, lentamente si lo dejas reposar en el cenicero y muy rápido cuando damos una fuerte calada. Ese humo, que de repente nos llena los pulmones, se irá poco después, expulsado por la boca, hacia algún lugar indeterminado, perjudicando a alguien tal vez , como pasa con el resto de nuestros actos; o simplemente pase a formar parte de esa atmósfera viciada que acumula todos los hechos inocuos de la historia.


A las cero horas del dos de enero, apagamos deprisa todos los cigarrillos. El humo se va, desconcertado, sin saber todavía que ha sido expulsado del paraíso. Algunos insumisos osan a desenvainar la cajetilla, sacando un nuevo cilindro blanco y prendiéndolo con la furia rebelde de un fugitivo recién apresado, ante la indiferencia de los camareros.


Alejado el fuego real de nuestras bocas, hablamos de sus formas y de cómo imaginamos los besos a partir de ellas. A Concha le gustan los labios grandes, carnosos y los adivina blandos y tiernos cuando se posan en los suyos. Pocos hombres saben besar y mi marido no es uno de ellos, afirma, mientras éste pega un trago, indiferente, a la cerveza. 


Ignacio, probablemente ya hace mucho tiempo que ha devaluado ese acto, situándolo a medio camino entre el apretón de manos y el sexo desganado del sábado por la noche; pero ella sigue buscando en cada beso esa novedad excitante, preludio de emociones sorprendentes que desmientan la rutina de veinticinco años de matrimonio.


Tania se suma a los rebeldes del tabaco y enciende un cigarrillo. Le es indiferente la forma de los labios, pero habla de la fuerza de la lengua. Me dan asco los que la dejan mustia dentro de mi boca, confiesa; y a más de uno he dejado con la miel en los labios ante tamaña dejadez. Una lengua debe actuar. Con decisión y destreza. Nunca debe dejarse llevar.


Escucho esas lecciones con la sonrisa en los labios, apurando, como mi colega, los últimos sorbos del botellín. Los míos son finos y ocultan una lengua grande, difícil de manejar. Pienso en eso mientras recuerdo otros que besé hace ya mucho tiempo. Aquellos eran sólo una fina línea dibujada en la boca, pero se ensanchaban mucho al besar. Tenían sabor a un humo  todavía no condenado por las leyes, esencia de rebeldía adolescente. Se fueron muy pronto, mucho antes de resolver el conflicto de lenguas planteado entre nuestras bocas. 


Entonces me preguntaba por qué extraña ley se me negaba la nicotina de esos labios, a mí que nunca me importó que los demás fumaran. Ahora sé, que sin duda, era por mi salud.

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31 diciembre 2010

Último mensaje del año


Los días y las noches son cuadernos en blanco que vamos rellenando de contenido a medida que pasa el tiempo. La mayor parte de las veces, nuestra mano escribe en esas páginas vacías como movida por un dios caprichoso, que la maneja a su antojo, emborronando nuestra preciosa letra.

Sin embargo hay días que no, jornadas en que el manejador de los hilos parece dormido. Entonces nuestra pluma fluye sobre rectilíneas líneas invisibles, plasmando únicamente nuestra voluntad, mostrando sólo lo que deseamos enseñar, como si fuéramos nosotros los dueños de nuestro destino.

Ignoro si tenemos la fuerza necesaria para poder vestir esos días y esas noches con los ropajes diseñados por nuestra mente. Tengo tendencia a pensar que es lo contrario. Que todas las noches y todos los días son prácticamente iguales, inmanejables e impredecibles, siendo tan solo un capricho nuestro el ponerles un nombre. Nada es posible en Navidad que no lo sea un tres de febrero, y no habrá más misterio en una noche de ánimas del que pueda darse en la víspera de un martes cualquiera.

Puestos a soñar, quisiera ponerle nombre a esta noche y que, además, ese nombre tuviera sentido, el sentido preciso que yo desee darle, como si fuera el verdadero conductor de mis pasos. Quisiera también que todos vosotros fuerais capaces de decidir cómo pintar esas horas, tiñéndolas de verde esperanza, de rojo pasión, o también, si así lo deseáis, de azul melancolía. Del color, o los colores, que os pida el cuerpo; sin una gota de pintura ajena.

Por estas razones, os deseo:

¡Feliz Nochenueva!

o como vosotros queráis llamarla.

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20 diciembre 2010

De mano en mano



El dueño del quiosco mascaba siempre regaliz y tenía una copla rumiando entre los labios fruncidos. 

Esa mañana, alguna señora entrada en kilos puso voz a aquellos murmullos: “Gitana, que tú serás...” Él se limitó a desplazar el palo hacia la comisura de los labios como queriendo sonreir. Al mismo tiempo, devolvía el cambio sin mirar y preguntaba al siguiente lo que quería.

Cuando llegué a casa puse las vueltas encima de la mesa. Un tintineo sospechoso me alertó. Allí estaba otra vez la moneda de dos euros que le había colado la semana anterior al viejo zorro. La copla nunca miente, dicen. 

Y en Mercadona ya han empezado a sonar los villancicos.

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08 diciembre 2010

Perder la cuenta


Como los ángeles al caer el sol, Bruno abandona el terrenal polvo de la obra para buscar su cielo particular en un ático de la calle Curtidores. 

Forastero en la ciudad, soltero por religión y renegado del amor, recorre las calles del casco antiguo con inquietud y prisa. Sonja, la rusa que llegó el mes pasado, le espera.  Con ésta, serán cuatro las veces que repite con ella. O puede que sean cinco. 

Perder la cuenta, debe ser eso lo que alarma a Bruno. Y también, ese sentimiento de culpa, por no sumar algún detallito a los tristes cien euros que vale el servicio.

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28 noviembre 2010

Habitación 211






El escritor tropieza con el marco de la puerta al entrar en la habitación del hotel. Le sobra el último cubata, piensa. O los dos últimos.

Tras una noche pletórica, le esperan sus miedos, agazapados en la pequeña estancia, como soldados en una trinchera dispuestos a saltar sobre el enemigo acorralado.

La moqueta desprende olor a la libertad recién robada en el primer día de cautiverio. Un hedor asfixiante que reduce aún más el escaso espacio entre puerta y ventana, enfrentando al hombre consigo mismo, convirtiendo sus latidos de corazón en golpes de tambor furiosos sonando cada vez más cerca.

El calor que nace de su cuerpo sólo consigue agravar el problema, reduciendo un oxígeno que se sospecha ya demasiado escaso. Piensa por un segundo en ducharse, pero uno de sus terrores le salta al cuello sin piedad. Se ve a sí mismo inerte en el fondo de la bañera, las gotas de agua fría deslizándose por su cuerpo flácido, sin vida. Así que decide conformarse con entrar en la cama desnudo y esperar a que el sueño sepulte esos calores.

Nada más tumbarse, los muebles empiezan a girar despacio alrededor de la cama. Cada vuelta un poco más rápido que la anterior. Abre los ojos y la noria se detiene. Se incorpora, enciende la tele, sintoniza un programa deportivo que le garantiza el tedio y le arrienda los miedos durante un tiempo.

Es así como le vence el sueño: la sábana cubriéndole apenas la cintura, el torso desnudo inclinado, la cabeza ladeada sobre un regazo imaginario. Pero en su frente, las arrugas se mueven como olas en una mar picada, la pesadilla llama a su puerta. Toc, toc, toc, insiste violenta.

El escritor despierta, comprobando que la amenaza soñada es real. Alguien llama.

- ¿Quién es? - murmura.
- Toc, toc, toc. Abre, soy Elena.

¿Elena?, ¿quién es Elena?, piensa. Y hace un ademán de levantarse. Entonces, se ve desnudo.

Su cuerpo está blando, desprovisto de energía; su miembro, contraído hasta la mínima expresión, justo como lo había imaginado antes, agonizando dentro de la bañera.

- ¿Pero quién es?- grita angustiado.

Al otro lado, el de la libertad deseada, Elena duda. Dentro, no se puede apreciar la repentina luz en el rostro de la mujer, el gesto de asombro. Sólo se escuchan unos pasos que escapan veloces de la habitación 211. Y un ascensor que sube sin prisa, ignorando la angustia que sienten los hombres.


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