El mármol blanco desgastado, las navajas perfectamente alineadas en la mesa, el olor penetrante de la colonia Floïd. Nada ha cambiado en la peluquería después de tantos años. Quizá el paso del tiempo haya ayudado a consolidar ese ambiente anticuado que ya tenía cuando la dejé, siendo poco más que un niño. Mi padre sigue tan tieso como siempre, con su inmaculada bata, proporcionando abundante conversación intranscendente a sus clientes. Hasta la caja permanece, mal disimulada, en el tercer cajón. En el mismo sitio donde la vacié, poco antes de largarme.
María, mi hermana, ha torcido algo el gesto cuando me ha visto, mientras ojeaba el libro de cuentas. No sé muy bien si ha encontrado algo familiar en mi cara o ha reconocido unos rasgos que la policía se ha encargado de difundir ampliamente. Tal vez sólo le haya desagradado mi aspecto de vagabundo dickensiano.
El caso es que necesito transformar mi imagen para que no se parezca a la que sale en los periódicos y no se me ha ocurrido un lugar mejor que en mi propia casa. Es cierto que tengo con los míos bastantes cuentas pendientes y existe el riesgo de que traten de cobrarlas, pero he decidido correrlo. La trena me parece una opción bastante menos interesante.
El viejo me ha mirado un par de veces de reojo, mientras terminaba su última faena. No soy de los clientes que prefiere. Apuesto que conmigo no se esforzará demasiado en la conversación. Cortará deprisa la melena y se demorará poco más con la barba.
Para entonces, mi rostro será totalmente reconocible y acudirán de golpe todos esos sentimientos encontrados. Estaré esperando su reacción a este lado del espejo. Pero esta vez, seré yo quien tenga la navaja en el cuello.
-.-
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