En sólo unos minutos perdí mi trabajo y me vi en la puta calle. O mejor dicho, en medio de una carretera estrecha flanqueada por naranjos, con la humedad de principios de diciembre subiendo hasta unas bragas que todavía estaba colocando en su sitio.
Allí nos vimos todas, en el maldito arcén, corriendo con nuestros tacones de malas maneras o descalzas, rompiendo medias caras, buscando la cuneta y el huerto más cercano, por si aparecían los maderos.
Salieron por piernas hasta los chulos y dejaron las puertas abiertas y las luces encendidas. El local se quedó vacío y caótico, en espera de la pasma, que no se dignó a acudir esa noche.
Por allí sólo se acercaron unos chavales, la panda del sobrino de la Paqui, que pasaban con las Vespino y se asomaron, saciaron su morbo adolescente y saquearon la barra, llevándose todo lo que podían cargar encima. El botín de los chicos estuvo oculto por los naranjos hasta que por Carnavales se pulieron las últimas existencias.
El club no tuvo tanta suerte y ese mismo lunes fue derruido por una retroexcavadora de las que movían las tierras para construir la nueva carretera, con tanta gracia, que quedó medio edificio abierto y algunas habitaciones visibles, con las camas tal y como las abandonamos. Cada vez que pasaba por ahí, camino del Grao, me venía a la cabeza el instante en que aporrearon las puertas y me quité de entre las piernas al gañán de turno, que nos adelantó después con un Seat Panda sin dignarse a parar.
-.-
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