De repente creí ver a Mateo, Marcos, Lucas y Juan, mis cuatro gatos evangelistas, allí congelados, dentro de bolsas herméticas, con sus cuerpos rígidos y esa mirada de odio perpetuo que les queda a algunos animales muertos.
Ví que me miraban así, acusándome de alta traición, o cuando menos de complicidad en algún crimen que yo no había cometido, que nadie había perpretado. No conseguí alejar esa visión de los cuatro gatos muertos y terminé por arrear un tortazo a Fernando, que ya comenzaba a bajar su mano desde las tetas hasta la cremallera de los pantalones.
- No puedo hacerlo- le grité, y salí corriendo del asiento trasero del camión frigorífico, que mi novio utilizaba para trabajar, en una modesta empresa funeraria para mascotas.
Él salió gritando que le esperase, que lo sentía mucho, lleno de un sentimiento de culpa del que quizá le llevó años desprenderse, lamentando que quizá había ido demasiado rápido en nuestra incipiente relación.
Yo no paré de correr hasta mi casa, reprimiendo varias arcadas, hasta abrir la puerta y comprobar como mis gatitos se acercaban, maullaban y se frotaban en mis pantorrillas con verdadera parsimonia.
Nunca volví a ver a ese chico, y por tanto, no le pude decir que su único fallo fue enseñarme en qué consistía su trabajo, empeñarse en mostrar el estricto orden con el que trasladaba los cadáveres de las mascotas, a las que él mismo daba tierna sepultura, ante la presencia de sus amos.
Mis gatos, ajenos a toda esta historia, vivieron muchos años más y fueron muriendo poco a poco y uno por uno. Encargué para ellos una aséptica cremación, libre de miradas culpables. Las cenizas sirvieron de abono a cuatro árboles que crecen ahora muy rectos en el jardín.
-.-
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