Durante la clase poníamos los cinco sentidos en lo que estábamos haciendo. No bastaba con atender al maestro. Debajo de los pupitres bullía otra vida que no podías desatender si querías salir indemne al patio.
Lo primero que teníamos que vigilar era el bocadillo. En cualquier descuido volaba de su posición y recorría varias filas, bajo las cuales era ajusticiado con saña por numerosos bolis subterráneos, quedando inservible para su consumo.
Con los envoltorios de esos alimentos construíamos las pelotas con las que jugábamos al fútbol en el recreo. Papel aprisionado, compactado y cerrado con varias capas de bolsas de plástico. Y si podías contar con algo de papel de aluminio, la consistencia mejoraba de forma muy notable y la pelota podía durar varios días. Todo el proceso se realizaba debajo de las mesas, invisible a los ojos del maestro, a quien imagino ahora no del todo ajeno al runrún de esos tejemanejes, aunque entonces nos sintiéramos burladores de su inteligencia.
El patio era un recinto al aire libre, encajonado entre paredes viejas y vallas maltrechas. El campo de fútbol, una extensión confusa de piedras mal rejuntadas, donde nos dejábamos las rodillas. De las dos porterías, una estaba delimitada por tres líneas de cal trazadas en una pared medianera, mientras que la otra, era el espacio entre dos pilares.
Nuestros rivales eran los de la clase de al lado, otros chavales a los que sólo el azar, quiero pensar, les había otorgado otros pupitres y diferentes maestros. Esa misma suerte inicial convertía a posibles amigos en enemigos encarnizados en un terreno de juego compartido además por niños de otros cursos.
En esas circunstancias, los partidos eran caóticos y los tanteadores, abultados. La polémica casi siempre aparecía y se resolvía la mayoría de veces a golpes y empujones. Yo era, por aquel entonces, un chico flaco y ágil, pero algo torpe con los pies. Se me daba bastante mejor jugar de portero.
Se ha escrito mucho sobre la soledad del arquero, la responsabilidad de ser el último en evitar un gol en contra. No sé si sabría describiros el miedo que sentía entonces, cubriendo la portería. Un fallo podía suponer perder un partido y eso era algo difícil de perdonar: las burlas del enemigo y los reproches de los amigos corrían escaleras arriba, hasta la clase, y duraban, al menos, hasta el siguiente recreo.
En algunas ocasiones, el partido se decidía de penalti en el último minuto. Recuerdo que ellos tenían un especialista, un chico rubio de ojos azules y mirada germánica. No solía fallar nunca. Se colocaba frente al balón y te ejecutaba directamente con los ojos. Su cara no reflejaba duda ni piedad. Te retaba a que mantuvieras el pulso de su miraba, mientras colocaba la pelota lejos de tu alcance.
Con el tiempo aprendí a mirar a los pies mientras el delantero lanzaba, a evitar la hipnosis y el engaño del jugador contrario. Para entonces, comenzaron a aparecer por el patio las chicas, ajenas a nuestras vidas durante los seis primeros años, aisladas de nuestros juegos por un pasillo que nos prohibía mezclarnos. A partir de entonces, fueron cambiando las costumbres y los juegos, pero no dejaron de darse situaciones en las que la victoria y la derrota se decidía con alguna variante de esa pena máxima.
Me temo que, para entonces, ya tenía costumbres y tardé demasiado en aprender de nuevo a levantar la mirada de los pies a los ojos, aunque encajara así bastantes más goles.
-.-
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