
Serían poco más de las siete, pero ya era noche cerrada, una noche eterna y tenebrosa de invierno, salpicada de humedad fría y salada traída a ráfagas por el viento de Levante.
El
Javier Marquina quedaba a pocos pasos de casa, pero el asfalto terminaba justo en el límite de la parcela, y había que cruzar un estrecho camino de tierra, casi escondido entre la maleza, para llegar a mi destino.
Tenía por aquel entonces poco más de 12 años, y más kilos de ilusión que peso en el cuerpo y juego en unas botas que a duras penas podía levantar del suelo. Sin embargo, acudía al entrenamiento como quien prepara la final de un mundial, aunque el único premio a mi alcance fuera entrar en la convocatoria del siguiente partido.
Con ese único objetivo en la mente caminaba cabizbajo, algo vencidos los hombros por el peso de la bolsa, sin fijarme apenas en el recorrido, pues conocía hasta el tamaño y la posición de los charcos que tenía que cruzar, cuando, de repente, vi crecer una sombra gris a mi derecha, cruzando a gran velocidad el camino, a pocos metros de donde estaba. Su tamaño me desconcertó al principio, pensé que se trataba de un gato o un conejo, pero el animal detuvo su carrera y así me permitió observarlo bien: era una rata de alcantarilla enorme.
Por suerte para mí, en aquella época todavía no se encontraba
Gerona entre mis lecturas; pues de haber leído antes la novela de Galdós, la impresión hubiera sido mucho más inquietante para mí. Algo de miedo debió apreciar en mi cara el bicho, pues de otra forma no se comprende que detuviera sus pasos, apretara el hocico, tensara los bigotes y me dirigiera una de las miradas más desafiantes que nunca he recibido. Esos pequeños ojos negros concentraban un odio intenso hacia mi persona, eran el grito sordo de la
miseria contra la
opulencia, el oportuno desafío del que, sintiéndose normalmente inferior, encuentra la ocasión de medirse en igualdad de oportunidades, y decide echar el resto.
Paralizado por el terror, temiendo el salto hacia mí en cualquier momento, no me quedó otra opción que aguantar el pulso de su insolencia, pues perder su cara de vista podría resultar fatal. Un olvidado instinto de supervivencia y mis torpes pies me prestaron esta vez un servicio estimable, acertando a golpear una piedra próxima, mientras aguantaba a duras penas la mirada del animal. Aunque el improvisado balón botó lejos de su objetivo, el ruido distrajo al roedor, bajó la vista, perdiendo así la fortaleza de su posición, y consciente del peligro de un lanzamiento más afortunado, desapareció veloz entre la maleza.