
En Malasia
siempre llueve a las cinco. Andrés cometió el error de no tomar esa frase como una verdad inalterable, un suceso tan predecible como el té de Carnaby St., o el clarín taurino del coso de la calle de Alcalá.
Miró el cielo, tan despejado sólo una hora antes, y decidió concertar la cita. Cuando las primeras gotas empezaron a caer, él ya andaba con el tiempo justo, apurando el coche, ciñéndose al dibujo de cada curva. A sus neumáticos le faltaba precisamente eso: dibujo; y el agua se escapaba mal de un caucho necesitado de agarre al sucio suelo.
Andrés pensaba en su cita cuando el coche empezó a derrapar al lado del precipicio, pero consiguió hacerse con el vehículo. La noche se acercaba, y ella llenaba su pensamiento. Abajo, las primeras luces se encendían, pero las sombras rompían la línea del abismo. Un ente oscuro cruzando, un volantazo, y el coche quedó a pocos metros de traspasar ese límite oscuro.
Vencido el puerto, llegó el llano. Los charcos. El atasco. La impaciencia. La imagen de ella dentro de él, esperando, exigiendo, enojada. El disco del semáforo que no cambia. El joven que cruza despacio, desafiante. Por fin, la meta. La plaza. Los jardines. Los bancos. Problemas de aparcamiento. Las cinco y media.
Ella no está, no llega, no aparece, no se la ve. Crece la angustia. Las seis.
Llaves chocando en su mano, suelo aporreado por sus pies. Andrés se levanta, se sienta, se levanta. Toma la decisión. Se va. No la verá más. Adiós.
Mas de repente, ella. Esbelta figura, cándida sonrisa, andares acompasados.
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Perdona el retraso. Ya sabes. En Malasia siempre llueve a las cinco.
-.-
Las tertulias matutinas de los lunes dan mucho de sí