26 junio 2006

Espía en prácticas

Libertad se tomó una pequeña pausa para continuar su relato, un poco de tiempo para pensar en el enfoque que iba a darle al mismo, pues temía que la crudeza de los hechos pudiera impresionar demasiado a su interlocutor, visiblemente afectado ya por lo narrado anteriormente. Finalmente, decidió omitir los detalles más truculentos, limitándose a la descripción lineal de los acontecimientos, adornada con el imprescindible toque sentimental que atemperara un poco su relato.

Esa noche estaba inusualmente tranquila. Ya no le temía. Mi actitud en todo momento ante él fue fría, desapasionada. No opuse resistencia, pero tampoco adopté la posición humillante de sumisión que le encantaba. Esto le desconcertó un poco al principio, pero decidió actuar como siempre, con la violencia habitual, aunque esta vez no se encontró con gritos ni lamentos por mi parte, sólo silencio.

Poco a poco se fue confiando, abandonándose a sus deseos, recreándose en su propio placer, y entonces tuve mi oportunidad. Todo fue muy rápido. Su cuerpo inerte cayó sobre mí como un pesado saco de trigo, flácido, sin fuerzas; conseguí levantarme y lo dejé tendido boca abajo, inofensivo, desnudo.

Me vestí con rapidez, no me entretuve en descubrir su rostro, en observar una mirada de sorpresa o de terror interrumpida. No quise recrearme en la venganza, en la victoria, en la liberación definitiva. Ya me daba igual.

Resulta curioso, pero no sentía nada, ni miedo, ni alegría, ni nervios, ni alivio. Nada. Después de tantos meses persiguiendo esa liberación, después de los sufrimientos padecidos, de las lágrimas vertidas , de la rabia contenida, de las humillaciones acumuladas, no era capaz de experimentar ningún tipo de sensación.

Salí de la habitación con increíble tranquilidad, crucé una mirada cómplice con el vigilante, hice un gesto afirmativo ante su interrogante expresión, y al poco un coche negro con los cristales tintados me recogía. Un hombre, sentado a mi lado, en los asientos posteriores del coche, invirtió cerca de una hora en explicarme mi nueva situación, y el resto del camino lo pasé en blanco, como el inacabable paisaje que atravesábamos y que parecía no tener fin.
Pero lo tuvo. Tras una dura jornada de travesía, con las paradas justas para repostar y comer algo, me dejaron de madrugada en una oscura estación de montaña, que parecía dormida en el tiempo, donde esperaba encontrar todavía negros trenes con humeantes chimeneas blancas.

Nunca pensé que el hombre somnoliento y distraído que se sentaba frente a mí, sería la tabla de salvación a la que agarrarme un día. Creo que todavía no te he dado las gracias.
Al llegar a Madrid, unos paisanos se encargaron de todo, me buscaron una casa, un nombre y una ocupación, todo provisional. Tenía que pagar de alguna forma los favores prestados, y no existía otra que ayudarles en su misión.

Pertenecían a la oposición al régimen, buscaban información para desprestigiar al gobierno, y se habían enterado de un pacto secreto entre Moscú y Londres. Yo tenía que echarles una mano en eso, aunque nadie me dijo como. Tenía una libertad total de movimientos y de actos.

Ellos me facilitaron alguna información poco relevante; habían observado a algunos empleados de la embajada y sabían los lugares que frecuentaban. Empecé a acudir por allí, y conseguí hacerme un hueco entre ellos. Procedían casi todos de fuera de Madrid, y tenían una especial sensibilidad hacia los forasteros, por lo que me abrieron las puertas de su amistad enseguida.

En la fiesta de Nochevieja, como ya sabes, me presentaron al embajador. Tengo que decirte que no respondía fielmente a la idea de británico que solemos tener; era una persona de una sensibilidad extraordinaria, amante de las artes y las letras, y muy necesitado de afecto. Pese a lo que pueda pensar todo el mundo, conmigo se portó como un perfecto caballero, y en el tiempo que estuve con él jamás pude percibir ni la más mínima señal de que no lo fuera.

Así era más complicado conseguir la información que necesitaba, pero con el tiempo le encontré una debilidad, que supongo que fue lo que terminó arruinando su vida: tenía una pasión desmedida por las obras de arte.
Hay quien se aficiona al juego o a las mujeres, pero la pasión del coleccionista no es menos intensa, aunque no sea tan conocida. Se trata de conseguir lo que nadie tiene, lo que te permite diferenciarte de los demás, y ese afán de posesión puede volverse obsesivo. Eso le pasó a él.
Para encontrar objetos cada vez más singulares comenzó a frecuentar el mercado clandestino, a conocer a gente de muy mala calaña, y a necesitar crecientes cantidades de dinero. La forma de obtenerlo ya te la imaginas: a cambio de documentos confidenciales o secretos.

Yo casi no tuve que intervenir, le presenté a mis amigos, y ellos se encargaban de cerrar los tratos. Solamente me ocupaba de trasladar los maletines donde se realizaba el intercambio, pero tenía instrucciones muy precisas de no abrirlos.

Un buen día me llamó. Me dijo que le habían cesado, que se iba, pero se quería despedir de mí. Quedamos en vernos en su casa después de comer, pero no estaba. Le llamé al móvil, y tampoco estaba, y bueno ... lo demás ya lo sabes. Ocurrió tal y como te lo conté aquel día, el encuentro en el local que frecuentábamos con aquel desconocido, y el descubrimiento de su cadáver.

Nunca supe quién lo había matado, y sigo sin saberlo. Pero el día que descubrí que nos vigilaban, reconocí a uno de mis compañeros rusos y me sorprendió. No los tenía por gente excesivamente peligrosa, capaces de matar, sin escrúpulos. Se habían metido en ésto por dinero, y no eran demasiado expertos. Me dio que pensar ese repentino interés en mi persona.
Pero lo que es peor, en Valencia, en la misma mascletá, justo antes de que decidiera huir, vi el rostro de una persona a la que hubiera deseado no ver más en mi vida: el ayudante de cámara de Oleg.

Enseguida lo relacioné con las personas que habían preguntado por nosotros en el hostal, recordé tu interés por quedarte una noche más, nuestra discusión del desayuno, y me entró el pánico. Decidí escapar ..., y me salió bien. Por lo menos hasta ahora. Mi suerte no durará siempre. Sé que al final me localizarán y me matarán, y entonces no quiero que tú estés conmigo.

He venido a despedirme. Para siempre. No intentes seguirme.

22 junio 2006

La red desmantelada

Los presentimientos de los agentes del MI5 demostraron estar bien fundados. Tras la reunión, los rusos tomaron un rumbo incierto en su coche, y los británicos los siguieron con mucha cautela. Tras una serie de tumbos, destinados a despistar a sus posibles perseguidores, enfilaron la ruta que conducía a la casa de Ramón.

Esta vez los servicios secretos de su Graciosa Majestad decidieron rehuir el contacto directo. Sabían que en casa de aquel hombre no quedaba nada interesante que obtener, pero tampoco podían dejar que los rusos, en un espiral de ira, intentaran golpes de mayor envergadura. Así que se les ocurrió una forma fácil de quitárselos de encima sin implicarse: llamar a la policía española. Una simple llamada anónima de robo sirvió para que los agentes rivales terminaran camino del calabozo, y las gestiones posteriores entre las embajadas británica y española para solucionar un conflicto diplomático de consecuencias impredecibles.

Porque la información analizada, y posteriormente incautada a los rusos, comprometía seriamente a los gobiernos de Londres y de Moscú, y estaba a punto de salir a la calle. Si no lo había hecho ya es porque faltaba un informe, el definitivo, el que comprometía a los dos gobiernos en un plan maquiavélico, cuyo objetivo era terminar de un plumazo con toda la cúpula dirigente de la resistencia chechena.

La vivienda de los agentes fue registrada; se les confiscaron los documentos, previamente fotografiados por los espías británicos, y varias obras de arte robadas. También se les acusó de la muerte del embajador. Fueron trasladados a prisión, y se les asignaron celdas de alta seguridad, separados entre sí, y aislados del resto de los reclusos.

La presión psicológica y el aislamiento total hicieron su fruto, y finalmente los agentes cantaron, facilitando los datos de los principales cabecillas del movimiento de oposición al gobierno de su país. La red fue desmantelada en la misma Rusia, y se recuperaron todos los documentos que faltaban. Todos, menos el último, el decisivo, que no fue localizado.

La muerte del embajador no fue aclarada; los espías aseguraron una y otra vez su inocencia, aunque reconocieron tener cuentas pendientes con él, que habían intentado solucionar el mismo día de su muerte. Al parecer, el embajador percibía importantes cantidades de dinero por los informes que entregaba. En esta última ocasión había pedido el dinero por adelantado, pues tenía problemas económicos, pero no había entregado la documentación a cambio. Tras una tensa reunión, les aseguró que se la entregaría al día siguiente, pero evidentemente no cumplió su palabra.

A partir de entonces su primera prioridad fue recuperar por su cuenta esos papeles o el dinero, pues sus compañeros se sentían estafados y empezaban a desconfiar hasta de ellos mismos. La ausencia de Sofía les hizo sospechar. Acudieron a su casa, la registraron, pero no encontraron nada. Es más, tenía allí todavía la ropa y los pocos objetos que poseía.

Por si volvía a buscar sus enseres, establecieron un plan que les dio resultado. Localizaron a una de las pocas amigas que tenía Sofía en el vecindario. Se llamaba Marta, y era abierta, simpática, alegre, y muy habladora, pero poco prudente. Resultó sencillo granjearse la confianza suficiente para que alardeara de su amistad con Sofía, para, una vez convencidos de que podía serles útil, amenazarla pistola en mano, exigiéndole que les avisaran si la mujer daba señales de vida.

Todos los días le llamaban para recordarle su compromiso, y cuando finalmente la llamada de Sofía se produjo, el terror se apoderó de ella y no pudo disimular. Los agentes la siguieron hasta el lugar de la cita con Ramón, y a partir de ahí todo pareció sencillo. Localizaron la casa, la cercaron, y se limitaron a esperar. Tarde o temprano la mujer tendría que salir. Pero inexplicablemente para ellos, se les escapó, intercambiaron tiros son unos desconocidos, y de poco terminan en manos de la policía.

Tras la fuga de Sofía, desmoralizados y desorientados, quisieron recuperar los documentos por las bravas, en un intento desesperado de conservar el pellejo, y se la jugaron acudiendo directamente a los servicios secretos británicos. El aparente clima de colaboración que se estableció en aquella primera reunión les hizo concebir esperanzas; pero el tiempo pasaba, Sofía no aparecía, y las exigencias desde Rusia eran cada vez más duras. Así que de nuevo, decidieron pasar a la acción, y terminar el trabajo que se habían dejado a medias en casa de Ramón, donde esperaban encontrar, si no los papeles famosos, alguna pista del paradero de su compatriota.

Pero su última aventura terminó entre cuatro rejas a las afueras de Madrid y su situación ahora no era nada envidiable, aunque podía ser bastante peor si los extraditaban a su país, donde serían acusados de alta traición con toda seguridad. Esta vez, ni tenían un as en la manga, ni nada que ofrecer a cambio, pero mientras no apareciera el misterioso papel quedaba un mínimo rayo de esperanza.

13 junio 2006

El nombre de la Libertad


La ilusión es prima hermana de la fe, y si ésta última es capaz de mover montañas la primera levantó a Ramón del profundo pozo en el que se hallaba sumido desde hacía demasiados días. Aún así su aspecto era mejorable; una buena ducha, afeitado y generosa dosis de perfume habían limpiado su cuerpo, pero quedaban todavía muchas huellas en su cara de los días terribles por los que había pasado.
Ella estaba allí, en el centro de la plaza, cerca de la estatua de la Mariblanca, y paseaba nerviosa mirando hacia todos los lados. Ramón, al verla, perdió toda la aparente serenidad con la que pretendía presentarse; su corazón se empezó a acelerar, y con él sus pasos, que pronto pasaron a zancadas y de ellas a una loca carrera hacia sus brazos.
El abrazo fue largo, fuerte y húmedo. Ciegos todavía, mezclaron saliva y lágrimas en besos desesperados, cortos, intensos, dulces y salados.
Y después se miraron con los ojos encharcados todavía, hasta que ella, de repente, giró la cara, rehusando su directa mirada, y desprendiéndose de su abrazo.

- Sofía, ¿te pasa algo? ¿qué te pasa?
- Nada, no es nada.
- ¿Por qué te fuiste? ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho todo este tiempo? Dime que no te irás nunca más ...
- Ramón ..., espera ..., tengo muchas cosas que contarte, pero es muy largo de contar.
- Pues cuenta, tengo todo el tiempo del mundo para escucharte.

Se sentaron en el primer sitio medianamente discreto que vieron, teniendo en cuenta que se encontraban en el lugar más concurrido de la ciudad, y Sofía empezó a narrar su larga historia.

Verás. Para empezar Sofía no es mi verdadero nombre. Mi madre me puso el de la suya, que como sabes era española. Se llamaba Libertad. Como comprenderás no existen muchas rusas con ese nombre, y una prófuga de la justicia como yo no se podía pasear por el extranjero con ese nombre tan llamativo.

Además, yo era una actriz que empezaba a ser famosa en mi país. Hace unos años conocí a un político bastante influyente. Era un antiguo miembro de la KGB, una persona muy influyente en el Gobierno. Se llamaba Oleg. Vino a visitarme a mi camerino durante un rodaje; era una persona muy apuesta, muy alto y fuerte, pero agradable en el trato, por lo menos al principio.

Me enamoré pronto de él, y vivimos unos meses inolvidables. No había un día que no tuviera un detalle conmigo; cada día que pasaba estábamos más juntos, inseparables.
Pero poco a poco su amor se fue volviendo cada vez más posesivo. Me quería siempre a su lado, a todas horas, en cualquier ocasión; el sexo era cada vez más frecuente, y ya no surgía espontáneo como al principio. A mí me costaba cada día más y él respondía al principio molesto, después enfadado, y al final con ira.

Tras cada enfado intentaba compensarlo con más regalos, que al principio conseguían que le perdonara, pero después empecé a rechazarlos, lo que le cabreaba todavía más. Para entonces yo había dejado el cine, y mi vida se limitaba a vivir en un estado de libertad vigilada en su casa, pero yo no lo sabía.

Poco a poco el amor que sentía por él, desapareció; la ternura se convirtió en indiferencia, y ésta en manía. A cada cambio, él respondía con más violencia; primero era de forma sólo verbal, me gritaba constantemente. Comencé a odiarle y antes de que fuera a más, quise terminar. Hablé con él, se lo quise explicar de forma amable, para que le doliera lo menos posible. Ese día me pegó.

Tras esa primera paliza hice las maletas y me escapé, pero él envió a sus sicarios y me encontraron. De vuelta a su casa, la vida fue un infierno; me pasaba el día sola y llorando, por las noches me obligaba a tener relaciones sexuales con él, y si no disfrutaba, o no hacía lo que él quería me gritaba o me pegaba.

No puedes imaginar el rechazo que sentía por él, y el miedo. Cada vez que lo veía sentía una mezcla de pánico y asco; cada vez que se ponía encima de mí con su pesado cuerpo sentía tanto odio, tanta humillación ... Ese odio era lo único que me mantenía con vida. Vivía sólo en el momento de poder vengar todo lo que me estaba haciendo pasar.

La situación cambió algo en primavera. Le ascendieron a un cargo importante, y nos trasladamos a una casa, en un bosque, un lugar bastante aislado. A pesar de eso, mi situación mejoró algo; la casa era grande, y tenía algunos sirvientes que la cuidaban: una pareja de guardias de seguridad, un jardinero y su esposa. Yo estaba más acompañada, y él venía menos; pasaba largas temporadas en Moscú, por motivos de trabajo decía, aunque yo sabía que frecuentaba otras mujeres.

Por desgracia, cada vez que volvía se repetía siempre la vejación. Un día la mujer me sorprendió llorando, se acercó a mí, me preguntó qué me pasaba, y me acarició. Era el primer gesto tierno que sentía desde hacía muchos meses y me derrumbé. Cuando terminó el berrinche, se lo conté todo.

Ella me ayudó mucho; primero se limitaba a consolarme, a escucharme, y a tratar de olvidar lo que me pasaba con otras cosas, pero en cada visita de Oleg volvía a empeorar la situación.
Un día ella decidió contárselo a su marido, y entonces la situación pegó un vuelco importante.

El era descendiente de emigrantes chechenos, y aunque parecía un ruso normal, continuaba teniendo amigos de la tierra de sus padres. Sabía desde hacía tiempo que Oleg era partidario de la mano dura contra sus paisanos, y mi odio le venía muy bien. Elaboró una pequeña conspiración para relevar a los guardias de seguridad por paisanos suyos, exagerando algunos pequeño fallos de seguridad forzados por él.

Un día me comentaron el plan. Escogieron el momento oportuno, tras una de las visitas de Oleg. Yo no estaba muy convencida, pero me dolía todo el cuerpo, sentía asco por él, y desprecio por mí misma. Parecía fácil, y pensé que no tenía nada que perder.

09 junio 2006

Las piezas se mueven

Desde aquella cena con los rusos había pasado ya demasiado tiempo. Ni los más pesimistas podían pensar que, transcurrido más de un mes, no se sabía nada de la persona que, al parecer, tenía todas las claves para satisfacer a todo el mundo.

Los contactos informativos entre las dos partes eran frecuentes, pero ya en las últimas se notaba que el trato era menos cordial; la impaciencia empezaba a hacer mella en el carácter de los rusos, que parecían más irascibles y desconfiados.

Los agentes británicos extremaron las precauciones; cautelosamente siguieron a la pareja de homólogos rusos, localizaron su casa, y espiaron sus movimientos, tomando buena nota de sus hábitos. Sorprendentemente, no invertían nada de su desconfianza en su propia seguridad, en la que se mostraban demasiado confiados .

En cambio, en el asunto que les ocupaba se sentían cada vez más nerviosos. En la última reunión se habían permitido la osadía de amenazar a los agentes británicos con represalias si la chica no aparecía rápido. Aunque habían conseguido calmarlos, explicando que ellos tenían tanto interés o más en que apareciera la mujer, este hecho consiguió que el director de la operación diera la orden de actuar.

Los movimientos fueron ejecutados con la minuciosidad exigida a los buenos profesionales que eran. Sigilosamente, aprovechando la ausencia de los rusos, entraron en su domicilio y fotografiaron los documentos, tratando de no despertar sospechas. Aunque necesitaban recuperar físicamente los papeles, sabían que su desaparición podía desatar la furia de aquellos hombres antes de tiempo.

Obtenida la información, el MI5 trató de velar por la seguridad de los implicados. Marisa y Ramón podían ser los represaliados, sobre todo este último, cuyo domicilio era bien conocido por los posibles agresores.

Los británicos se encargaron personalmente de entrevistarse con Ramón, sin recurrir a Marisa, que ya se encontraba por entonces a buen recaudo. El hombre que se encontraron era una sombra de sí mismo. Vestía un pijama manchado por varios sitios y totalmente arrugado, llevaba barba de varios días, el pelo sucio y desgreñado apenas era capaz de disimular las hondas arrugas que surcaban su frente. Sus ojos, ya de por sí no muy grandes, se encontraban hundidos en sus cuencos, bordeados por el círculo morado del sueño, y por sus mejillas quedaban los restos blanquecinos de antiguas lágrimas, similares a los de saliva que llenaban la comisura de sus labios. Olía a sudor y alcohol, a desesperación y derrota.

Escuchó la explicación de los agentes en silencio, con los ojos fijos en un punto indeterminado, los hombros caídos hacia adelante en una postura de clara dejadez. La guerra parecía no ir con él, pero haciendo un supremo esfuerzo se aseó un poco en el cuarto de baño, rellenó una bolsa con sus enseres imprescindibles y se dejó llevar hasta su nuevo destino: un pequeño piso alquilado en otro barrio de Madrid.

La siguiente reunión fue casi tan tensa como la primera. Los rusos mostraron de nuevo su cara calculadamente dura y fría. Hicieron pocas preguntas, las imprescindibles, y cuidaron mucho no perder los papeles esta vez. Los agentes del MI5 comprendieron que el tiempo se había agotado, y que los agentes tenían ya decidido pasar a la acción. Había que extremar las precauciones, y actuar con astucia y sigilo.

Mientras tanto, Ramón, en su nueva casa seguía con las viejas costumbres. El insomnio había degradado más su situación: al deterioro físico se le empezaba a sumar el psíquico. La falta de sueño y descanso acrecentaba su obsesión. Hablaba solo, a ratos lloraba sin sentido, otros, reía a grandes carcajadas; sentía una mezcla de lástima y desprecio sobre sí mismo, un sentimiento de culpa doloroso y humillante.

Una llamada telefónica le devolvió al instante la cordura, justo al mismo tiempo que los espías rusos tomaban al asalto su viejo domicilio. Al otro lado, pudo identificar la tan esperada voz de Sofía. Roto por la larga ausencia, aturdido por el anhelado acontecimiento, no consiguió entender más que la hora y lugar de su próxima cita. Sus palabras le sonaron cálidas y dulces, aunque escondían un tono de tristeza y amargura que Ramón no fue capaz de apreciar entonces.

Más tarde averiguaría por qué.

05 junio 2006

Sin esperanza

De nuevo instalado en su casa, Ramón invirtió el escaso tiempo que le quedaba después de trabajar en colocar en su sitio todas las cosas que aparecían diseminadas por todas partes.

La actividad frenética que se había impuesto no conseguía del todo olvidar los sucesos de los últimos días, pero ayudaba a desconectar un poco. Solo que tarde o temprano esa labor tenía que terminar. Al final, cambiar el sofá de sitio tres veces al día ya no conseguía adormecer la angustia que le producía la ausencia de Sofía, y el miedo a no volverla a ver nunca más.

Pronto renunció a mudar el mueble de sitio para permanecer la mayor parte del tiempo sobre él en posición horizontal, con el móvil cerca por si llamaba ella, y el mando a distancia sobre su pierna para ir cambiando de canal de televisión de forma compulsiva.

No tenía ya ganas de hacer nada, pero además su pensamiento obsesivo se lo impedía. Era incapaz de mantener la concentración ni siquiera en la más sencilla de las tareas, su mente volvía una y otra vez sobre el mismo tema. Cualquier ruido, cualquier pequeño cambio era interpretado como una señal, y durante unos minutos esperaba ansiosamente que se materializara en un ruido de llaves, el timbre de la puerta, o el inconfundible sonido del teléfono móvil, pero nada de eso ocurría.

Al principio el trabajo le servía de evasión, pero pronto la obsesión por Sofía fue invadiendo ese oasis de paz que le quedaba. Empezó a mostrarse triste e irascible con sus compañeros, y su rendimiento bajó notablemente.

No sé a quién se le ocurrió la estupidez esa de la distancia y el olvido, meditaba Ramón. En su caso era al revés, la distancia parecía avivar las llamas del recuerdo. Cada día que pasaba se hacía más largo, inmerso en ese único pensamiento, en su amada, el inmenso vacío de su ausencia, y la amarga angustia de la desesperanza, que tenía prácticamente gananda la partida al optimismo.

Los reiterados avisos de sus superiores se plasmaron al final en una carta de despido, que recogió como quien recoge un papel blanco del suelo, con absoluta indiferencia.

Marisa, intuyendo que algo iba mal, y tras la brusca salida de Ramón de su casa, intentó arreglar las cosas, reconciliarse con él y volver a ser la íntima amiga que había sido siempre; pero se encontró con el infranqueable muro de su desconfianza. Intentó vencerlo con tesón, llamándole frecuentemente, pese a la indiferencia que él le mostraba, pero fracasó. Al final, él optó por no descolgar el teléfono cuando le llamaba, y ella se quedó sufriendo en silencio, preocupada por la persona a la que aún amaba, impotente por no poder ayudarle, y lo peor de todo: el sentimiento de culpa, la sensación de haber hecho algo mal.

Mientras tanto, de Sofía ni rastro. Los agentes estaban fracasando en su búsqueda, y todo el mundo se empezaba a impacientar. Los rusos querían recuperar su dinero, y los británicos sus documentos. Además faltaba esclarecer el asesinato del embajador: los autores y el móvil.

La cuerda se empezaba a tensar, la impaciencia empezaba a minar el sereno campo de la prudencia. Llegaba el tiempo de los hombres de acción, aquellos cuya fría determinación es capaz de derribar las barreras de la conciencia, los que no dudan, los que emplean todos y cada uno de sus esfuerzos en la consecución de sus objetivos.

04 junio 2006

In vino veritas

Alcanzado el acuerdo, se relajó notablemente la tensión, y empezaron a degustar los aperitivos con prisa, casi con recelo, como si los nervios de la situación anterior hubieran despertado sus instintos más naturales.

Al único que se le veía desganado, apático, y lacónico era a Ramón, y no se debía sólo al hecho de haber cenado previamente, sino a que se consideraba el único perdedor del pacto alcanzado. Parecía que, entre unos y otros habían acordado la busca y captura de Sofía, y poco menos que la entrega a sus verdugos, hecho que a él particularmente le tocaba las narices.

La cena era fuerte, aunque sencilla, sin florituras. Los aperitivos, escasos; lo justo para abrir el apetito, pero el chuletón de buey que seguía completaba con creces el hasta entonces austero menú. La elección del vino se dejó, como es cortesía habitual, al mayor de los comensales, y éste, aprovechó la ocasión para escoger el más conveniente, no tanto a la carta como a sus intereses. Seleccionó un vino catalán, de la zona de Priorato, de sabor fuerte, no apto para todos los paladares, pero de alta graduación, muy apropiado para relajar aún más las tensiones y provocar las palabras.

El maestro, además, provocó en sus interlocutores un pequeño sentimiento de culpabilidad sobre su escasa locuacidad y áspero trato, de forma muy sutil, con el propósito de que intentaran compensarlo con verborrea y amabilidad.

La combinación de vino y mano izquierda causó estragos cada vez que el anciano formulaba una pregunta con intención. Con esa intención disimulada, que esconde un pronunciado interés bajo un manto de aparente indiferencia.

Esta táctica no se le hubiera ocurrido emplearla al genial maestro, a menos que hubiera comprendido que sus adversarios no tenían, en realidad, nada de profesionales, sino que más bien parecían guardias de seguridad venidos a más, en vez de preparados agentes de una potencia extranjera. No sabía cuán cerca estaba el hombre de la verdad.

Los rusos fueron cantando la mayor parte de lo que sabían. Confesaron que habían tenido trato frecuente con el embajador, a través de Sofía, y que habían intercambiado documentos por dinero; pero que la última entrega había sido bastante decepcionante. Sus superiores les habían llamado la atención, y ellos se sentían estafados: el embajador se había quedado con la pasta y les había entregado información irrelevante.

Pero había más. Ellos no pertenecían a los servicios secretos rusos, como había intuido el maestro, sino a un sector de la oposición al régimen de Putin, resuelto, sobre todo, a resolver la situación en Chechenia por la vía rápida. Habían descubierto un intento de acuerdo entre Gran Bretaña y Rusia para terminar con la oposición chechena, terminando con su cúpula dirigente de forma brusca, a cambio de mayor implicación de Rusia en la guerra de Irak, y trataban de desmontarlo ante la opinión pública con datos contrastados.

Tras la velada, los servicios secretos británicos estaban satisfechos, los rusos borrachos, Marisa cansada y Ramón triste. Los agentes británicos siguieron a los rusos para localizar donde vivían. Urgía recuperar todos los papeles, y si Sofía tardaba en aparecer deberían intervenir. Necesitaban conocer cuanta información tenía la oposición rusa, y a quien se había transmitido. Al mismo tiempo, dos comandos operarían en Valencia y Madrid para localizar a la prófuga Sofía, que podía tener además de información valiosa, fondos reservados de su graciosa majestad.

A Ramón le preocupaba cada vez más las represalias que podían aplicar a la mujer que amaba, y se sintió traicionado por Marisa. Estaba demasiado cansado para dar explicaciones, pero a la mañana siguiente hizo las maletas, y dando una parca explicación, volvió a su casa.

Se encontraba solo, abatido, cansado y triste. No sabía que más podía ir peor.