31 diciembre 2005

Cinco instrumentos


Mi abuela tenía una vieja mandolina. Aseguraba que de joven sabía tocarla, pero nadie podía recordarlo. El instrumento estaba allí, colocado encima de una cómoda, con sus cuerdas totalmente destensadas, e intuyo yo que no existía el afinador que pudiera conseguir poner a tono tan bello instrumento.
Aquella mandolina me parece ahora una mujer moderna soltera. De las de ahora, vamos. Nada que ver con las solteronas de otros tiempos. Aquellas han vivido, han sido tocadas por manos expertas e inexpertas, con precisión matemática, con dulzura, con torpeza, pero nunca con total agrado. Por eso ahora viven su merecido descanso en un piso pequeño rodeadas de muchas flores, con la rendida admiración de sus vecinos, que envidian sus bien llevadas arrugas, igual que nosotros, de niños, mirábamos aquella mandolina encima de la cómoda y rozábamos sus cuerdas para arrancarle una pequeña sonrisa afónica.
Las mandolinas pasaron de moda hace mucho tiempo, pero el contrabajo nunca lo ha estado. Sin embargo, recuerdo con cariño uno de mi tardía infancia, el que tocaba Françoise. Cuando mi madre preparaba las oposiciones a profesora de francés, tuvimos una estudiante viviendo con nosotros que tocaba ese instrumento, y después supe el de media población masculina de la época. Yo pensaba entonces que debía ser aburrido sacar notas de un aparato tan grande y pesado. Y ahora el contrabajo me parece ese novio antiguo y pesado, al que se le tiene cariño pero ya no se le ama, y cuesta una barbaridad decirle “hasta luego” y“te quiero, pero sólo como amigo”.
No todos los instrumentos me inspiran sentimientos tan poéticos. Las bandurrias, por ejemplo, están desprovistas de toda espiritualidad. Son seres egoístas, insolidarios, individualistas, insociales, políticamente incorrectos. La gente “se toca” la bandurria. No nos tocamos la bandurria. Ni siquiera te toco la bandurria. No. Nada de gestos altruistas. Yo la toco para mí mismo, y mis cuerdas vocales se tensan para entonar una jota o un bolero, pero nunca un himno, que pueda ser coreado por mil voces. Es un instrumento de solista, de solista frustrado, diría yo, de aspirante a violinista venido a menos.
El violín, en cambio, sí que tiene caché. Nunca pasa de moda. El artista se inclina hacia él, apoya suavemente su mejilla, y cuando los dedos hacen vibrar sus tensas cuerdas, el mundo se para y escucha, las almas se estremecen, los corazones se desgarran y las sonrisas de felicidad afloran. Son como novias felices a punto de pisar el altar. Levantan las admiraciones, los aplausos.
La guitarra tampoco pasa de moda, y conserva siempre su frescura. Es mi instrumento favorito. Puede ser alegre o triste, estridente o melodiosa, pero siempre suena fresca. Es como un novia joven, impulsiva, con curiosidad, con ganas de probarlo todo, que a veces te susurra al oído y otras estalla en carcajadas, te besa con pasión y te acaricia con ternura. Esa misma que pinta de nostalgia mora los atardeceres de la Alhambra desde la plaza de San Nicolás, o que acompaña los acordes del Tajo al pasar por Aranjuez.
Me hubiera gustado aprender a tocar algún instrumento, pero siempre me ha faltado tiempo y paciencia. Sacar sonidos con sentido de esas máquinas extrañas me parece algo maravilloso, mágico. Casi como hablar bien, sabiendo lo que se dice.
Y dicho ésto, me voy con la música a otra parte.

27 diciembre 2005

El largo trayecto




Se quedó un rato largo apoyando su frente en la ventanilla, con la mente en blanco, dejando pasar un por sus pupilas una interminable sucesión de imágenes sin sentido. El paisaje era bello, pero a él no le decía nada esta vez. Tenía grabado en su pensamiento solamente un fotograma de la película que se acababa de rodar: la espalda de ella volviéndose para siempre, sin la habitual mirada final acompañada de su sonrisa agridulce.
Le despertó el frío de la mañana que se había trasladado desde el cristal hasta su mejilla. Abrió los ojos con pereza. El paisaje ya no era tan bello. El escenario trepidante de las agrestes montañas, decoradas de vegetación y agua, había dejado pasar al lienzo ocre del páramo castellano, manchado tan solo por algunos restos de nieve que sobrevivían en las umbrías.
La emoción de los últimos momentos había podido con él y se había dormido. Ahora intentaba reprimir su verdadero impulso de estirarse como un gato y bostezar hasta desencajar las mandíbulas, pues se sentía observado de cerca.
Se incorporó como pudo y echó una mirada rápida al vagón. Estaba casi vacío. Sólo él y dos mujeres más. Una, la de mayor edad, estaba durmiendo incómoda, apoyando la cabeza en el respaldo del sillón. La otra, más joven y mucho más atractiva, le miraba con una mezcla de curiosidad y diversión.
La imagen de la chica le impactó desde el primer momento, obligándole a realizar extrañas piruetas para poderla analizar con todo detalle, pero evitando la embarazosa mirada directa.
Pronto se hizo su composición de lugar. Aparentaba ser una chica joven, de unos 25 años, pelo negro y muy liso, el cutis blanco, muy fino, ojos de color marrón oscuro algo rasgados, con cierto toque oriental. Vestía un traje chaqueta discreto, que disimulaba ante los ojos de cualquiera que no fuera él, las excelencias de un cuerpo rotundo.
Este detalle le molestó. Le desagradaban las mujeres que desaprovechaban sus encantos. Y ella no podía disimular que los tenía.
Estaba pensando en como iniciar una conversación, cuando se le adelantó con alguna pregunta intrascendente. A partir de entonces, la charla continuó alegre y animada. Ella hablaba castellano, pero con cierto acento extranjero apenas perceptible, y sus palabras, apoyadas por una rica variedad de gestos, denotaban una gran seguridad en sí misma.
Pero había algo en su mirada que le decía a él, que no todo era como aparentaba ser.

15 diciembre 2005

En la vieja estación


Las estaciones de tren son lugares cargadas de simbolismo, pensaba, mientras ella le hacía algún comentario intrascendente, con el único objeto de romper ese silencio tan espeso y áspero que llenaba el ancho espacio que ahora les separaba.

Era el escenario ideal, meditaba, mientras recibía aquellas palabras clavándose como minúsculas agujas. Le molestaban las palabras, todas. No hacía falta ninguna, los dos lo sabían. Todo había terminado.

La estación era antigua, necesitaba una remodelación urgentemente. El mármol del suelo y las paredes estaba gastado, algunas losetas rotas, y la marquesina de madera dejaba filtrar algunas gotas del deshielo de la escarcha matinal. Este aspecto viejo y desolado encajaba todavía mejor con su historia. Las despedidas tienen algo de antiguo y desolado, de ruina.

No habían madrugado, el desayuno había sido largo y copioso, cada uno escondido tras su periódico, sin apenas comentar nada. Las noticias no traían nada especial, excepto la del asesinato de aquel ex dirigente de la KGB. Se sospechaba de una antigua amante, una rubia espectácular, que aparecía en una foto pequeña en una esquina de la página.

Después habían parado un taxi, que les había llevado muy rápido a la estación. No había demasiado tráfico por las calles de la ciudad a esas horas. Subiendo las escaleras de la estación saboreaba el aroma rancio de su decoración, mientras intentaba zafarse de las frases que le herían con un escudo de monosílabos.

Pocas personas transitaban por la vieja estación, pero era sencillo darse cuenta que aquel lugar era el principio y el final de muchas historias como la suya, como la de ellos. En aquel mismo instante, en muchas estaciones como aquella, madres se despedían de sus hijos, mujeres de sus hombres, amigos de otros amigos. Muchos volverían, es cierto, pero algunos empezaban un camino sin retorno, llenos de ilusión, de esperanza, o de soledad y desesperación.

El altavoz sonó fuerte, despertándole de su letargo. Era el momento. No lo deseaba ni lo temía. Simplemente tenía que pasar. Poner fin a cinco años de una vida nunca es fácil, y saber terminar es importante. Ellos no supieron. Por eso sonrieron y se mintieron con un "ya nos veremos", "llámame cuando vuelvas por aquí".

Y él subió lentamente los dos escalones, alcanzó la plataforma, giró con suavidad sobre sus talones y se enfrentó a su mirada, serena pero triste, mientras se cerraba la puerta. Entonces, por primera vez en todo el día, sintió auténtica pena.

Recorrió arrastrando los pies los escasos metros que le quedaban hasta su vagón. Dejó la maleta en el estante, dejándose caer en el incómodo banco mientras apoyaba su mejilla contra la ventana. Enfrente, una joven se arreglaba el pelo y cruzaba mecánicamente sus bien torneadas piernas.

14 diciembre 2005

Seamos absurdos



Cuando ví esta obra en mi última visita a Oviedo, no pude resistir hacer la foto. Sabía que algún día hablaría sobre ella.

Yo, en mi inocencia más absoluta, pensaba que los andamios se montaban precisamente para subirse a ellos. Pero no, éste por lo menos no. Debe de tratarse de un monumento a la seguridad, un pequeño homenaje al obrero caído desconocido, o algo así.

Me doy cuenta de que me acostumbro a las situaciones absurdas, y ya casi nada me produce perplejidad. Será porque yo también soy en el fondo un incongruente.

El mundo de la política es el generador más productivo de situaciones absurdas, pero no me quiero detener demasiado en él ahora.

La vida sería absurda sin los políticos, pero es difícil imaginar una vida absurda que no produzca políticos. Todo es así de complicado.

Pensamos que somos personas coherentes, que nuestras opiniones tienen siempre fundamento y justificación, que nosotros somos los buenos y a los demás no hay por donde cogerlos, y de repente nos encontramos colgando un cartel de "Se prohibe fumar por motivos de salud" en un puticlub.

Si miramos adentro, no hacemos otra cosa que montar andamios para prohibirnos a nosotros mismos usarlos, de crear enomes montañas de justificaciones de nuestros actos para no reconocer que nos hemos equivocado. Y decimos que estamos felices cuando apenas podemos contener nuestras lágrimas, que nos va bien aunque no nos pueda ir peor, que no necesitamos a nadie a pesar de que mataríamos por una mirada amistosa.

Somos así: hipócritas, crueles, sensibles, orgullosos, vanidosos, miserables, ..., pero sobre todo absurdos.

Limitadamente absurdos, por eso este comentario se queda aquí. Me voy corriendo a colgar un Papá Nöel rampante para que mis niños pregunten mañana por qué hay tantos por la calle, y si van a venir todos a la vez el día de Nochebuena.

Buenas Noches.

P.D. Al Reno de la Roja Nariz le gustan más los Reyes Magos.

11 diciembre 2005

Traición


Dicen que el instante en que un hombre es más vulnerable es justo después del coito. Durante unos segundos es capaz de escuchar unos pajaritos que cantan a lo lejos, pero no de reaccionar ante una agresión cercana.

Ella lo sabía, lo había sabido desde la primera noche de pasión excesiva que tuvieran hace ya demasiado tiempo. Lo sabía y aprovechó la oportunidad. Mientras él escuchaba los pajaritos lejanos, ella con un movimiento rápido le tapaba la boca con su mano izquierda, mientras con la derecha manejaba una afilada navaja para seccionarle la yugular.

Era la típica mujer que hubiera hecho enloquecer a cualquier hombre. Bastaba su desdén para someter al más sensato de sus amantes a la peor de las torturas. ¿Por qué entonces había elegido para éste una muerte tan rápida cuando podía haberlo matado de forma mucho más cruel en vida?.

Hubiera sido una dulce venganza, sí, pero Boris era distinto. Realmente era el mayor hijo de puta que había conocido. Tenía claro que no hubiera soportado el menor incidente que tocara siquiera de refilón su hinchado orgullo. La hubiera matado, eso era seguro. No tenía otra alternativa.

Ahora observaba aquel cuerpo inmóvil, bañado en su propia sangre, con los ojos glaucos, muy abiertos, protagonizando la única mueca de sorpresa que había podido contemplarle hasta entonces. Le miraba mientras se vestía, pensando en aquellos tiempos en que se hubiera dejado matar por él. ¡Qué lejos quedaban!.

Ya no le amaba, era cierto. Desde hacía mucho tiempo. Pero se daba cuenta de que todo el inmenso odio acumulado durante meses se había esfumado en escasos segundos. No sentía nada por él. Esa era la peor carta de despedida que le podía escribir.

También dicen que después del primer asesinato se siente una especie de vacío, de vértigo, de angustia, de desazón. Y ella no sentía nada de eso. Más bien una extraña satisfacción por el trabajo bien hecho. Estaba tan feliz que estaba empezando a preocuparse.

Alejó de su mente esos pensamientos, terminó de vestirse y recogió sus pertenencias en absoluto silencio. Salió de la habitación, bajó las escaleras, y en el umbral de la puerta se encontró con el capitán de la guardia, que le interrogó con la mirada, mientras le abría la puerta. Ella asintió con un leve balanceo de su cabeza.

Cruzó el jardín nerviosa, pero sin prisa, dominando su primer impulso de alcanzar la cancela a la carrera. Llegó al bosque, y se adentró en él envuelta por las sombras de la noche y la fría niebla. Allí, en la primera curva, le esperaba un coche negro con las luces apagadas. Todo había saldo como estaba previsto.

Aquella noche quizá no había muerto solamente uno de los individuos más poderosos del planeta. Junto al cadáver de aquel hombre, invisible quedaba también el de la mujer, el de una mujer normal y sencilla, apasionada, pero en el fondo buena.

Había muerto una buena mujer, pero nacía una gran espía.

06 diciembre 2005

La ballenita


Llegadas estas fechas, he decidido contar una anécdota que me ocurrió el año pasado. Ahí va.

"Hace tiempo que quería decir algo sobre la Navidad pero se ha escrito ya tanto que resulta imposible decir algo original. Sobre las ballenas, en cambio, existe menos literatura, aunque con sus tópicos también. Vamos, que al final la ballena termina llevando a alguien en la tripa como polizón o prisionero, y éste se las agencia para escapar a la mínima oportunidad, después de amueblar adecuadamente el tenebroso recinto de las entrañas del cetáceo.

¿Qué relación existe entre las ballenas y la Navidad?. Ninguna para mí, hasta hace unos días, cuando comenzó esta historia. Era uno de esos tontos días de calentamiento previo a las fiestas, en los que empiezas ya a mentalizarte de la próxima llegada de las mismas, y quieres planificar todo lo que pueda venir. Hay que traer el Belén, y el árbol, este año comeremos menos, iremos a tal casa un día y a la otra al siguiente, y tal y tal.

Hace unos años estas cosas solían salir como uno se las había programado, pero ahora ya no. Existen uno seres pequeños empeñados en cambiar todos los años el curso de los acontecimientos. Este año, con la carta de los Reyes Magos. Aquel famoso día les insinuamos a los niños que había que escribir esa carta, la única importante del año, llenándola de algo, normalmente conocido y repetido hasta la saciedad por la TV. Eso es más o menos lo que ocurrió con Jorge, pero con Nuria pinchamos en hueso. Al principio no conseguíamos que nos dijera lo que le hacía ilusión, pero poco a poco se fue animando, y se arrancó con un par de cosas, más o menos normales: muñecas, princesas, películas de princesas o de muñecas. Pero, de repente, la muchachita soltó la bomba.¡¡¡ Quiero una ballenita!!!.

¡Ah. Si!, una ballenita, claro. Enseguida pensamos que era la típica idea luminosa y fugaz, que se olvidaría a los pocos días. Grave error. En las conversaciones posteriores, nos dimos cuenta que la cosa iba en serio, pues la corta pero repetida lista de regalos terminaba siempre con la frase: “Y lo más importante, la ballenita”.

Bueno, no pasa nada. Seguro que en las tiendas de juguetes tiene que haber ballenas, esos animales tan simpáticos. ¡Cómo no va a haber!. Pues bien, pasaban los días y la ilusión de la niña aumentaba y la ballena, que tampoco era buscada con excesivo entusiasmo, no aparecía por ningún sitio. ¿Resultado?. 5 de Enero por la mañana, y la ballenita por comprar. Ultimo regalo que queda. Voy a ponerme serio, pienso, y seguro que aparece. Yo sólo contra el Corte Inglés y un par de horas por delante. No puedo fallar.

Al principio intento escoger los lugares probables, juguetitos para el baño, peluches, cosas así. ¡¡¡Nada!!!. Hay cualquier tipo de animal, menos ballenas. Los encuentro tan exóticos como morsas, pingüinos, o mapaches, pero ni rastro del objeto de mi búsqueda. Tras media hora de repaso general, empiezo a buscar con más detalle, y ni rastro. Las oportunidades se van agotando y el tiempo más. Tengo que volver a Castellón, hemos quedado a comer, y encima mis pantalones tienen un siete, que casi parece un setenta. No va a colar eso de: ¡Huy qué cosas!. ¡Mira, no me había dado cuenta!. Decido recurrir a lo último: preguntar. Después de pensarlo mucho, claro. Porque ¿qué cara me van a poner cuando les pregunte por una ballena?.

Encima es que tampoco tengo suerte con la persona. ¿Una ballenita?, se me queda mirando en silencio, sus 45 kilos escasos, anoréxica perdida, con las tetas padentro y unos labios que ni pintados de fosforito parecen sobresalir, ni quieren abrirse para decir nada. Vamos, que hasta pienso que le ha sentado mal la pregunta. Matizo un poco. Bueno, puede ser un peluche o algún animal de plástico de esos de colección, cualquier cosa, pero que sea ballena. No importa el sexo de la ballena ni nada. Me sigue mirando con cara de decirme: ¿Te estás quedando conmigo?. Y al cabo de unos segundos interminables, murmura bajito, muy bajito, casi sin pestañear siquiera: “No, ballenas aquí no tenemos”.

Ni que decir tiene que se me cae el alma a los pies al escuchar la respuesta, porque sabido es que lo que no puedes encontrar en el Corte Inglés es porque no existe. Sin darme cuenta empiezo a buscar excusas para aliviar mi desesperación. Me acuerdo del niño del castor. ¿Seguro que oí ballena?. ¿No pudo ser bañera?. No, no, estoy seguro, tanto como que el coche no lo aparqué en la Avenida de Aragón.

Y entonces paso a estar indignado contra la sociedad materialista en la que vivimos. ¿Qué nos ha pasado?. ¿Qué fue de aquél eslogan de “Salvad a las ballenas”?. ¡Ya nadie se encadena a los barcos balleneros!. ¿Dónde está Greenpeace?. Hemos pasado de matar ballenas para hacer cremitas cosméticas a ningunearlas, lo que es muchísimo peor. Es que ya no nos merecen ni un simple peluche. ¡Pero si hasta hay mapaches blanditos!. Seguro que hasta castores si buscas un poco.

Pasada la fase de indignación viene la de la triste resignación, la renuncia, la rendición. Todavía tengo que comprar la comida del día de Reyes, y en disimular el roto de mi culo de la mejor forma posible, no sea que a alguna alma caritativa le de por invitarme a un café.

Terminados esos deberes, decido llamar para que no me esperaran a comer. Ya pegaré algún bocado por cualquier sitio. No, si ya, no pensábamos esperarte de cualquier modo. Nos tomaremos el carajillo a tu salud, pero por favor llega a tiempo para pagar la cuenta.

El camino de vuelta es desolador. Sin radio en el coche, mi pensamiento viene y va hacia la ballenita y a mi hija ilusionada. ¡Qué desengaño!. ¡Qué desilusión!. Pero, ¡si yo he sido buena!, es como si la estuviera oyendo sollozar. De repente, aparece un Todojuguete delante del parabrisas. ¿Y si…..?. Decido entrar.

Y ¡¡¡sorpresa!!!. Allí estaba. No una, tres, dentro de una piscinita hinchable, todo envuelta en una redecilla más bien malucha. Pero, por tres euros ¡qué se puede pedir!. No lo pienso ni dos veces. Mamá ballena, papá balleno y ballenita. ¡¡¡Éxito total!!!.

Aparezco por el puerto tarde pero feliz. Todos han terminado el café menos Cristina que acaba de llegar, y acaba de estrenar una cerveza. Decido imitarla en eso y también en el bocata. Nos da tiempo hasta a tomar el carajillo y a ver aterrizar a los Reyes con la niña en los hombros.

Y lo demás es imaginable. Llegada de los Reyes, caramelos de Alcampo, cabalgata, caramelos de Carrefour. Cena improvisada de bocata salchichón, eso sí, bien regado con caldos de esos que embotellan cerca de Logroño.

Cerca de la medianoche, ¡¡¡la magia!!!. Tres Reyes, con tres pajes, alguno de ellos con unos pectorales algo más desarrollados de lo normal. Un Melchor, blanco, blanquísimo, de nombre Vicente, tras repartir carbón al padre de la criatura por malo, llama a la niñita, y le dice: “Sé que corres mucho y que eres un poco traviesa””, y le da un paquetito fácil de abrir con tres ballenitas, una piscina hinchable y una red malucha.

Y Nuria, con los ojos brillantes de la emoción, y el asombro que apenas le deja hablar, apenas acierta a decir. ¡¡¡Qué suerte. Es lo que había pedido!!!.

Volvemos los cuatro felices a casa, con una sonrisa en los labios que no tiene ganas de marcharse. Nuria quiere bañarse enseguida con las ballenitas, pero le prometemos que al día siguiente. Duerme abrazada a ellas, a la espera de nuevas sorpresas, y nuevos regalos. La ilusión continuará mañana."