

La temporada de invierno era especialmente cruda por aquellos tiempos. El frío arreciaba y era complicado encontrar comida. Aquella comarca, al lado del mar, se vaciaba de gente nada más terminar el verano, y con ellos sus desperdicios, que son mi principal fuente de alimento.
Tampoco era yo quien peor lo pasaba, pues mi gran envergadura me permitía disfrutar de todos los bocados en disputa, sin apenas enseñar mis afilados dientes. Pero aquella noche, ni siquiera contaba con un miserable trozo de cuero que echarme a la panza, y eso que llevaba todo el día dando vueltas por aquel desolado barrio.
En los alrededores del campo de fútbol esperaba solucionar mi problema diario. El trajín de gente empezaba a media tarde y solía ir acompañado de abundantes desechos, que me sabían a auténtica gloria: trozos de bocadillo, cortezas de pipas, envoltorios de chocolatinas; e incluso el resto infumable del babeado caliqueño de Arias.
No sé por qué me detuve al cruzar el camino. Tal vez se unieron el cansancio y el hambre con la odiosa vista de aquel niño repugnante. ¡Fijaos! Yo muriendo de ganas de roer aunque fuera un mísero hueso, e irme a la madriguera a terminar el día, y aquel sujeto, con su andar anodino, bien comido, bien bebido, dispuesto a derrochar sus fuerzas en golpear un absurdo trozo de cuero redondo.
Lo miré al principio con indignación, pero él no se dio cuenta. Creo que no consiguió identificarme hasta un segundo después, y entonces vi tanto miedo en su rostro que decidí ensayar con él mi máxima expresión de furia. El efecto fue inmediato, quedó paralizado de terror, lo tenía a mi merced.
Soy un buen luchador, y no dudo en atacar cuando encuentro debilidad en el contrario. En ese momento, ya sabía que él no se iba a mover, se estaba preparando para mi inminente ataque, y yo sopesaba mis fuerzas con la distancia a sus puntos más vulnerables. Tenía casi todo el cuerpo tapado, bien protegidos los tobillos; las manos las veía accesibles, pero demasiado móviles; y el cuello y la cara, algo lejanos: debía tomar impulso para alcanzarlos.
Escogí esta última opción, y ya me disponía a flexionar las piernas para pegar el salto, cuando ocurrió algo imprevisto. Un proyectil cayó no muy lejos de donde estaba, y tuve que girar la cabeza. La pérdida del contacto visual me restó la ventaja con que contaba, vi la figura de aquel despreciable humano crecer, mientras la mía menguaba por momentos. Recordé la vieja máxima de no malgastar fuerzas en combates con escasa recompensa; y aquel sólo podía tener la satisfacción de ver al gigante humillado, pero el sabor de su sangre apenas me suponía a mí sustento para diez minutos. Así que desaparecí entre los juncos, esperando la triste limosna de algún alimento olvidado.