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15 octubre 2008

El niño




La temporada de invierno era especialmente cruda por aquellos tiempos. El frío arreciaba y era complicado encontrar comida. Aquella comarca, al lado del mar, se vaciaba de gente nada más terminar el verano, y con ellos sus desperdicios, que son mi principal fuente de alimento.

Tampoco era yo quien peor lo pasaba, pues mi gran envergadura me permitía disfrutar de todos los bocados en disputa, sin apenas enseñar mis afilados dientes. Pero aquella noche, ni siquiera contaba con un miserable trozo de cuero que echarme a la panza, y eso que llevaba todo el día dando vueltas por aquel desolado barrio.

En los alrededores del campo de fútbol esperaba solucionar mi problema diario. El trajín de gente empezaba a media tarde y solía ir acompañado de abundantes desechos, que me sabían a auténtica gloria: trozos de bocadillo, cortezas de pipas, envoltorios de chocolatinas; e incluso el resto infumable del babeado caliqueño de Arias.

No sé por qué me detuve al cruzar el camino. Tal vez se unieron el cansancio y el hambre con la odiosa vista de aquel niño repugnante. ¡Fijaos! Yo muriendo de ganas de roer aunque fuera un mísero hueso, e irme a la madriguera a terminar el día, y aquel sujeto, con su andar anodino, bien comido, bien bebido, dispuesto a derrochar sus fuerzas en golpear un absurdo trozo de cuero redondo.

Lo miré al principio con indignación, pero él no se dio cuenta. Creo que no consiguió identificarme hasta un segundo después, y entonces vi tanto miedo en su rostro que decidí ensayar con él mi máxima expresión de furia. El efecto fue inmediato, quedó paralizado de terror, lo tenía a mi merced.

Soy un buen luchador, y no dudo en atacar cuando encuentro debilidad en el contrario. En ese momento, ya sabía que él no se iba a mover, se estaba preparando para mi inminente ataque, y yo sopesaba mis fuerzas con la distancia a sus puntos más vulnerables. Tenía casi todo el cuerpo tapado, bien protegidos los tobillos; las manos las veía accesibles, pero demasiado móviles; y el cuello y la cara, algo lejanos: debía tomar impulso para alcanzarlos.

Escogí esta última opción, y ya me disponía a flexionar las piernas para pegar el salto, cuando ocurrió algo imprevisto. Un proyectil cayó no muy lejos de donde estaba, y tuve que girar la cabeza. La pérdida del contacto visual me restó la ventaja con que contaba, vi la figura de aquel despreciable humano crecer, mientras la mía menguaba por momentos. Recordé la vieja máxima de no malgastar fuerzas en combates con escasa recompensa; y aquel sólo podía tener la satisfacción de ver al gigante humillado, pero el sabor de su sangre apenas me suponía a mí sustento para diez minutos. Así que desaparecí entre los juncos, esperando la triste limosna de algún alimento olvidado.

12 octubre 2008

La rata


Serían poco más de las siete, pero ya era noche cerrada, una noche eterna y tenebrosa de invierno, salpicada de humedad fría y salada traída a ráfagas por el viento de Levante.

El Javier Marquina quedaba a pocos pasos de casa, pero el asfalto terminaba justo en el límite de la parcela, y había que cruzar un estrecho camino de tierra, casi escondido entre la maleza, para llegar a mi destino.

Tenía por aquel entonces poco más de 12 años, y más kilos de ilusión que peso en el cuerpo y juego en unas botas que a duras penas podía levantar del suelo. Sin embargo, acudía al entrenamiento como quien prepara la final de un mundial, aunque el único premio a mi alcance fuera entrar en la convocatoria del siguiente partido.

Con ese único objetivo en la mente caminaba cabizbajo, algo vencidos los hombros por el peso de la bolsa, sin fijarme apenas en el recorrido, pues conocía hasta el tamaño y la posición de los charcos que tenía que cruzar, cuando, de repente, vi crecer una sombra gris a mi derecha, cruzando a gran velocidad el camino, a pocos metros de donde estaba. Su tamaño me desconcertó al principio, pensé que se trataba de un gato o un conejo, pero el animal detuvo su carrera y así me permitió observarlo bien: era una rata de alcantarilla enorme.

Por suerte para mí, en aquella época todavía no se encontraba Gerona entre mis lecturas; pues de haber leído antes la novela de Galdós, la impresión hubiera sido mucho más inquietante para mí. Algo de miedo debió apreciar en mi cara el bicho, pues de otra forma no se comprende que detuviera sus pasos, apretara el hocico, tensara los bigotes y me dirigiera una de las miradas más desafiantes que nunca he recibido. Esos pequeños ojos negros concentraban un odio intenso hacia mi persona, eran el grito sordo de la miseria contra la opulencia, el oportuno desafío del que, sintiéndose normalmente inferior, encuentra la ocasión de medirse en igualdad de oportunidades, y decide echar el resto.

Paralizado por el terror, temiendo el salto hacia mí en cualquier momento, no me quedó otra opción que aguantar el pulso de su insolencia, pues perder su cara de vista podría resultar fatal. Un olvidado instinto de supervivencia y mis torpes pies me prestaron esta vez un servicio estimable, acertando a golpear una piedra próxima, mientras aguantaba a duras penas la mirada del animal. Aunque el improvisado balón botó lejos de su objetivo, el ruido distrajo al roedor, bajó la vista, perdiendo así la fortaleza de su posición, y consciente del peligro de un lanzamiento más afortunado, desapareció veloz entre la maleza.