27 septiembre 2007

El bandolero





Permitidme que haga un inciso para narrar algo sobre el personaje objeto de tan misterioso culto.

Francisco de Paula Ríos González, famoso bandolero, alias “el Pernales”, había nacido en Estepa (Sevilla) el 23 de Julio de 1879, y cruzaba los montes de la Sierra de Segura y Alcaraz en busca del puerto de Valencia, por itinerarios conocidos, aquel 31 de Agosto de 1907. Pretendía dejar tan arriesgada vida y comenzar una nueva al otro lado del océano; una mujer tenía la culpa.
No era la primera: la legítima, María de las Nieves, con quien había tenido dos hijas, le había abandonado a causa de los malos tratos que sufría, tanto ella como sus hijas. Porque Pernales era cruel y sanguinario en ocasiones, y en otras sabía ser generoso, especialmente con los menos pudientes. Así, para unos, era un cruel delincuente, sin compasión siquiera con los suyos; y para otros un justiciero, un moderno Robin Hood que reponía a los humildes lo que los orgullosos terratenientes les sustraían a diario.

Trato de componer una imagen de él, y lo imagino más bien bajito pero muy ancho de espadas; atlético pero no demasiado flaco; de facciones duras, agresivas, aunque algo matizadas por el rubio de su pelo y algunas pecas diseminadas por sus mejillas; vestido con ropas sencillas: pantalones y chaqueta cortas, camisa blanca, el inevitable chaleco; calzado con botas altas, casi hasta la rodilla; y tocado con un sombrero de ala ancha gris.

Quiero detenerme ahora en sus últimos minutos, en sus últimos instantes, ponerme dentro de su pellejo, adivinar sus pensamientos, sus deseos, sus temores. Iba en compañía de otro de su cuadrilla, apodado “el niño de Arahal”, cerca de Villaverde de Guadalimar, en el paraje conocido como el arroyo del Tejo. Habían parado a comer: estaban descansando. No creo que estuvieran confiados; los veo más bien tensos, escuchando cada ruido, cada sonido inusual; pero deseosos de alcanzar su última meta, tal vez comiendo deprisa, ansiosos por retomar el camino, por avanzar unos kilómetros más, por acortar la duración del largo trayecto.

Su paso por aquellos lugares no había pasado desapercibido: eran seguidos de cerca, más de lo que suponían, por guardias civiles experimentados, superiores en número y munición. Los imagino apostados, esperando el mejor momento para atacar, sus cuerpos sudorosos por el calor y el miedo, temiendo el combate final que podría acabar con los días de cualquiera; y también inquietos por una posible fuga, por si presa tan valorada pudiera zafarse a última hora del abrazo mortal que le deparaban.

El desenlace se me antoja rápido y violento; de una tensión cortante, sobrecogedora: las voces de alto: autoritarias, firmes; la respuesta rápida de los bandoleros, buscando sus armas con urgencia, escogiendo el objetivo, disparando sin apenas apuntar, rompiendo el silencio de la sierra con el sonido agudo de las balas; y la respuesta implacable, instantánea, quizá anticipada a los primeros fuegos de los proscritos.

Al final, su caída, alcanzado por dos balas ardientes, cortando sus carnes, quemando sus músculos, seccionando sus venas; y la sangre negra, viscosa, saliendo implacable, sin pausa, de su cuerpo; sus manos manchadas, intentando detener la hemorragia, cada vez con menos fuerza, con menos vida. Debió pasar sus últimos minutos luchando, sin esperanzas, por aferrarse a la vida, contra los que se la quitaban; pero con pena y dolor hacia los que dejaba aquí: sus compañeros, su amada, sus hijas; alternando dolor, odio y desesperación.

Tras la exposición de sus cuerpos, la ronda de identificación, el reconocimiento de los cadáveres, el Pernales fue enterrado en Alcaraz, y desde entonces nunca faltaron flores en su tumba al cumplirse cada aniversario de su fallecimiento. Hubo algún vecino que aseguró que el cuerpo enterrado no era el del bandolero, y años después corrió la voz de que finalmente había conseguido llegar a América, empezado una vida nueva con su nueva mujer, y terminado sus días de una manera tan común como poco novelesca: una vulgar pulmonía.

El enigma de las flores sobre la tumba del Pernales se mantuvo durante casi un siglo: ¿eran depositadas por una única persona que había transmitido de manera oral esa tradición en una especie de rito, o si se trataba de un grupo de personas agradecidas que, de forma separada e inconexa habían decidido honrar al bandido por antiguos favores realizados a sus ascendientes?
Sergio Bertomeu quiso averiguar la verdad, pero la suerte no le acompañó demasiado. ¿Tenía la misteriosa mujer la clave del enigma? ¿Debería esperar otro año para averiguar la identidad de los que homenajeaban la memoria del bandolero?

21 septiembre 2007

Ella


Una mujer iba a ser el último cebo que mantendría la ilusión en la recta final de sus pesquisas, abatido como estaba tras sus múltiples fiascos. Una muchacha de piel morena y rostro felino, largas piernas, cintura estrecha, y tetas firmes aunque algo pequeñas. Una mujer de esas que pueden hervir tu sangre con una mirada, y congelarla con la siguiente.

La vio por primera vez cuando volvía al hotel una noche que había salido a despejar sus nubarrones con whisky, y regresaba con otro tipo de brumas. Ella parecía ir con prisa, y casi chocan de frente; por lo que ambos detuvieron sus pasos el tiempo justo para susurrar unas disculpas. Al reanudar la marcha, Sergio no pudo evitar seguir sus pasos hasta la siguiente esquina. Nada más desaparecer, se quedó con la impresión de haberse cruzado con un personaje sacado de un cuento de Washington Irving, pero con indumentaria al uso actual: tejanos ceñidos, top ajustado, piercing en el ombligo y pequeño tatuaje en su hombro izquierdo. Una enigmática mujer con una apasionante historia sobre sus cobrizos hombros.

La siguió viendo las noches siguientes. Eran siempre apariciones fugaces, pero inesperadas: un encuentro de miradas que duraba algo más de lo razonable, el roce de su falda en su pierna mientras abandonaba el bar, o su precipitada entrada mientras él se iba.

Cada vez su presencia se iba haciendo más frecuente: coincidían más tiempo y en más sitios, pero sin cruzar palabra. A la semana ya la añoraba cuando no estaba cerca, imaginaba su silueta donde deseaba verla, sentada de lado, ligeramente inclinada hacia adelante, ladeando la cabeza hacia él con aire de misterio.

Finalmente reunió el valor necesario para hablarle, con miedo a romper la magia de su silencio, pero la calidez de su voz fue todavía más seductora.A pesar de que intuía el peligro al que se enfrentaba, quería caer en él. Era un cebo que apetecía morder, a pesar de que veía el anzuelo y el sedal; pero ella cuidaba de alejarlo un poco cada vez que se disponía a engullirlo, dominadora del juego de la seducción. Lo acercaba con el suave balanceo de sus caderas al andar, con el perfume de su pelo, con un susurro cerca de su oreja, con un simple pestañeo; y después, simplemente, desaparecía, se desvanecía como un espectro en la noche, dejándole siempre con el anhelo del roce de su piel.

La penúltima noche le dijo muy cerca del oído:

-Sé para qué has venido aquí. Si quieres saber la verdad, te espero mañana por la noche en el cementerio, junto a la tumba de ya sabes quien. No irás a tener miedo.


Y se escabulló de nuevo, sin darle tiempo siquiera a retenerla para pedirle una explicación; aunque bien mirado, ni falta que hacía, pues deseaba conocer la verdad, sabía de sobra que nombre llevaba grabado el mármol de su punto de encuentro, y seguro que tendría miedo pero no por eso iba a dejar de acudir. Iría cargado de cadenas, atormentado por los más nefastos temores si hubiera una mínima posibilidad de rozar esos labios que se habían despedido de él con esa última palabra: miedo.

15 septiembre 2007

Flores sobre una tumba


El mármol de la lápida estaba frío, su mejilla derecha, la que se había apoyado sobre él, tenía un color amoratado. Se había quedado dormido. No sabía durante cuanto tiempo: horas, minutos, quizá tan sólo unos pocos segundos. No podía ser mucho, porque todavía era de noche, pero era lo justo para que todo el esfuerzo de un año de trabajo se fuera al carajo. Frente a él, a tan solo unos pocos centímetros de donde había dejado reposar su cabeza, se encontraba un gran ramo de rosas rojas, cuya intensa fragancia le recordaba aún más su fracaso. La larga espera nocturna le había vencido finalmente.

Un año entero de investigación se iba al traste por menos de quince minutos, comprobaba ahora Sergio Bertomeu, tras consultar su reloj. Un año de largas sesiones de hemeroteca, de indagaciones, entrevistas, noches de inquieta vela detrás de hipótesis que terminaban siendo desechadas. Un año desde que leyera, por pura casualidad, en las páginas interiores de un diario local, una corta reseña sobre un hecho desconcertante y misterioso: en Alcaraz, sobre la tumba de Pernales, el último gran bandolero, se descubría todos los años, coincidiendo con el aniversario de su muerte, un ramo de flores.

Nadie sabía el origen de esta tradición: algunos atribuían la autoría de lo hechos a miembros de su propia familia, otros afirmaban que eran descendientes de personas favorecidas por el delincuente, y había quien aseguraba que los autores eran los sucesivos alcaldes de la población, deseosos de alimentar la leyenda.


Lo cierto era que, fuese quien fuese, había conseguido excitar la curiosidad de Sergio, algo no demasiado difícil, tratándose de un periodista especializado en sucesos. Sin embargo este caso tenía algo diferente del resto, ese detalle que, intuía el profesional, podía convertir un simple suceso en una noticia de alcance nacional, quizá en una portada en algún importante rotativo.Tal vez se había dejado llevar por la vanidad de creerse a las puertas de una gloria largamente buscada; o era realmente la complejidad del misterio la que había seguido alimentando su curiosidad inicial, que se habría disuelto normalmente ante la insistente ausencia de resultados, pero el caso, como una inmensa araña, lo había ido enganchando poco a poco, pero irremediablemente. Cada vez que encontraba una posible pista, volcaba todo su esfuerzo en averiguar adonde llevaba. Algo aparecía siempre, sin embargo, que le obligaba a rechazar cada alternativa. Y justo después de abandonar la última, aparecía la siguiente, como por arte de magia, sin concederle tregua, sin darle un respiro, el descanso que quizá le hubiera concedido la cordura necesaria para abandonar la investigación.

Así había llegado a la última semana, la decisiva antes de que se cumpliera un año más de la muerte del temido bandolero: agotado, escuálido, desastrado; pero con una intensidad en la mirada, similar a la de un loco visionario. Su elevada estatura, la delgadez de sus músculos, su aspecto triste y desaliñado no había pasado desapercibido en Alcaraz; pero nadie conocía los verdaderos motivos de su estancia en la localidad. O, por lo menos, eso creía él.


04 septiembre 2007

Vigilia

Obra de Norat Salom

A la vuelta de vacaciones, sigo con el juego de las canciones, recordando que la solución es lo de menos. Esto es sólo una excusa para contar otro tipo de historias, y viene muy bien cuando uno no tiene nada terminado y tiene ganas de publicar, como es el caso.

Así que no os estrujéis mucho los sesos buscando la canción. Esta vez no pongo plazo. Cuando alguien la acierte, perfecto; y si no, pues publicaré la solución cuando me apetezca.

Ahí va:


Suena el teléfono, un pitido corto, casi inaudible. Me acerco. El símbolo del sobre destaca sobre el fondo negro. Es un mensaje, un SMS. Mis dedos tropiezan con las teclas con temor, con nerviosismo, presagiando malas noticias. A estas horas y sin venir. ¿Qué ha podido pasar?

El mensaje es breve, telegráfico:

No m esperes p cenar. Bss.

Son tan fríos sus mensajes, tan escuetos. No te quiero explicar donde, no te quiero explicar con quien, no te quiero explicar por qué, no te quiero ...

Pero yo quiero saber, quiero las respuestas a todas esas preguntas, y mis dedos juguetean nerviosos, marcan las nueve cifras de su número, pero una y otra vez se detienen antes de marcar. No. No voy a llamarla. Esperaré más tarde sus torpes excusas. Quizá mañana, no sé.

Alejo de mí el teléfono, y busco en la nevera. Hay ensalada, algo de queso, un par de huevos, y cerveza. Por suerte hay cerveza, me gusta tomarla en estos casos, es como una pequeña venganza. Tú te vas, pero no me voy a quedar parado, lamentándome. Estoy aquí, pegándome un homenaje con mi cerveza, tumbado en el sofá.

La cerveza se acaba, la película se acaba, y el sofá parece desear expulsarme. Se acabó la dulce comunión de soledades. Voy a cambiar de pareja. Me voy a la cama, con un libro. Quizá así pueda dormir, tal vez se deslice Morfeo entre las borrosas líneas para llevarme con él.

Al principio es así, pero el sueño es inquieto, negros personajes me devuelven al mundo de la vigilia. Son las tres de la mañana, y yo sin poder dormir, doy mil vueltas en la cama. Sólo pienso en ti.

Tu lado está helado, como la tierra en la aurora, como una despedida para siempre. Amenaza invadir también mi espacio. Yo me revuelvo, defiendo mi territorio de la intrusión, cubriendo con mi calor las zonas limítrofes. No quiero que el frío se apodere de mi alma.

Es inútil, todo esfuerzo es vano. Enchufo la radio, cambio de sintonía, busco algún programa que me entretenga, que me haga olvidar. No lo consigo: tu ausencia me invade, me hace enmudecer. El edificio parece vacío. Es como si todo el mundo se hubiera ido con ella. ¿Por qué? ¡Qué se yo, si estoy tan solo! No puedo hablar con nadie. Necesito tu amor.

Gentes desesperadas invaden las ondas: historias truculentas; mensajes de amor amargos, envueltos en capas de soledad y olvido; baladas tristes con fondo degaita; agrios desamores a ritmo de bandoneón; voces desgarradoras quebradas por las cuerdas de una guitarra; soledad, la inevitable soledad del sonido del saxofón.

Dan las seis. Sintonizo a los Stones. Recuerdos de pelo largo. Viejos blues...

Angie. ¿Con quién cantaba yo Angie entonces? ¿En quién pensaba? ¿Qué fue de ella? ¿Pensará alguna vez en mí?
¿Y mis ideas? ¿Qué pasó con mis ideas? ¿Se fueron con las últimas mechas de mi pelo, esas que un día sacrifiqué para siempre?
¿Por qué nadie me dijo que las mariposas se convierten en gusanos? ¿Por qué esos bichejos recorren ahora mi estómago, muerden sus pliegues, y me producen esta insoportable acidez en el alma?

Un sonido muy lejano llega hasta mis oídos. Es el ruido de un cerrojo que abre una dulce llave. ¡Qué se yo, si estoy tan solo! No puedo hablar con nadie.¡Qué se yo, si estoy tan solo! Necesito tu amor.

Ya estoy aquí, mi amor, dice.

Su pelo huele a humo, sus labios saben a ginebra, su voz a viejo blues.

- Ahora no cariño. Estoy cansada. Mañana, te lo prometo. ¡Buenas noches!, susurra, mientras una línea anaranjada empieza a romper el horizonte.