16 marzo 2011

Leche agria









La casa huele a leche agria cuando abro la puerta al llegar del trabajo. Son los restos del desayuno que esperan, mudos, en el fregadero.

También aguardan sobre el sofá dos mandos a distancia y una manta sin plegar. El libro que estoy leyendo y un periódico de hace dos días, en el suelo, al alcance de la mano. Un abrigo sobre una silla, dos pares de zapatos cerca de la puerta, cartas del banco por abrir. Sólo la planta de plástico se muestra digna, ajena al desorden existente, en una esquina de la estancia.

Este caos, que llena todos los espacios de este piso tan pequeño, aumenta todavía más la angustia que siento, al comprobar el declive inexorable de mi vida. Dejo caer el maletín con fuerza, como queriendo darme ánimos, pero el intento dura lo que tarda en caer la manivela de la puerta, averiada desde hace un par de meses.

Recién aterrizado en el sofá, suena el teléfono. Una vendedora, con acento sudamericano, me propone que cambie de operadora telefónica. Es la quinta vez esta semana. La despacho con mal humor y peor educación. Una vez levantado, me vuelve el tufo de la leche agria y comienzo a recoger las cosas. Me pongo a fregar los platos con la ventana de la cocina abierta. Estornudo tres veces, como negando alguna verdad evidente. El aire viene frío, es cierto, pero es de una frigidez distinta, matizada de polen de pino y de ciprés, una corriente de renovación, que como todas, es agresiva y destructora; pero totalmente necesaria.

La mayoría de los alimentos de la nevera están caducados. Llevo tiempo evitando tirarlos a la basura con diferentes excusas, pero hoy no escucharé esas voces conformistas. Bajaré a la calle y me desharé de esos restos, que llevan demasiado tiempo envenenando el aire.

Me vendrá bien otra ración más de aire fresco y estornudos para terminar de limpiar lo que llevo dentro.  Afuera, el suelo tendrá la acostumbrada capa amarilla de principios de marzo y puede que encuentre a alguien colocando carteles del Corte Inglés. Al entrar en casa de nuevo, ya no me sorprenderá ningún olor extraño y seguirá en su sitio la planta de plástico, ajena al orden recién estrenado.

Volverá a caer la manivela, porque ni siquiera una revolución puede terminar con determinadas cosas.

-.-