29 mayo 2006

Tenso encuentro

La distribución de comensales frente a la mesa circular era desigual: dos rusos frente a cuatro del otro bando. La tensión era palpable en el ambiente; el aspecto frío y duro de los agentes, añadido a su escasa locuacidad y carencia de dominio del idioma, proporcionaban una sensación de amenaza difícil de olvidar mientras se les tenía enfrente. Las miradas vigilantes, se dirigían de forma disimulada desde sus rostros hacia sus manos, aunque a veces era necesario desviarlas, sobre todo por la desafiante persistencia con la que la mantenían aquellos hombres.

Por fortuna para Marisa y Ramón, el mismísimo viejo maestro en persona había acudido a la reunión. Este, lejos de achantarse por el comportamiento de los agentes rusos, sabía como extraer ventaja de su exceso de confianza, obteniendo más información de la que los hombres pretendían dar.

El combate dialéctico empezó según el guión previsto, con una frase contundente de los rusos:

- Ustedes tienen algo que necesitamos, y nosotros tenemos la información que buscan. Hagamos el intercambio, y todos amigos. Pero no nos intenten engañar. Si lo hacen, lo lamentarán.

El maestro no se dio por aludido, y como torero experto que recibe la primera embestida de la desbocada fuerza taurina, se puso serio, tranquilo, sin aparentar miedo, para desplegar su ancho capote de recursos humanos con el que domar la furia que se mostraba detrás de tan escasas palabras.

Los argumentos fueron saliendo tranquilamente, uno a uno, despacio; pero eran demoledores, y a medida que los iba exponiendo notaba crecer la incertidumbre en la aparente seguridad de sus adversarios. Para empezar, ni ellos habían provocado el encuentro, ni tenían nada que ofrecer a los rusos. Tampoco sospechaban, mintió, que tipo de información interesante les podían proporcionar aquellos hombres.

La falta de interés mostrada por el anciano pareció desesperar a los agentes, que mostraron excesiva impaciencia. Necesitaban ahora alguna contrapartida que ofrecer si querían obtener algo a cambio de los británicos, y empezaron a mostrar sus cartas precipitadamente.

Toda la seguridad mostrada anteriormente se vino abajo desde el momento en que los dos, al unísono, se pusieron a hablar atropelladamente de temas distintos. Mientras uno preguntaba por la chica, afirmando que tenía una deuda pendiente con ellos, el otro aseguraba que tenía información muy valiosa procedente de su embajada, que les había proporcionado el anterior titular de la misma.

Nada de eso era nuevo para los presentes, aunque sentían verdadera curiosidad por conocer los papeles anteriores a la intervención de los servicios secretos. Sin embargo, pusieron todos cara de póquer, aunque únicamente el anciano maestro abrió la boca para decir que no sabían ni siquiera de que chica estaban hablando.

Al escuchar estas palabras uno de ellos se levantó de la silla como movido por un resorte, lanzó su dedo acusador sobre Ramón, e hizo ademán de llevarse la mano diestra hacia su costado izquierdo, lo que provocó la inmediata reacción instintiva de los otros hombres de la delegación británica.

- El sí que lo sabe. Nosotros sabemos. El la conoce, vive con ella, sabe donde está. Que la traiga. Necesitamos hablar con ella ... Ella nos debe ... , dijo a gritos, casi tartamudeando.
- No, creéme, dijo Ramón. Ella se ha ido. Ya no sé donde está ahora, dijo Ramón muy serio y triste.

Y debió sonar convincente porque el hombre se sentó de golpe y maldijo algo en su idioma. Pasaron unos segundos de silencio, desesperado por parte de los rusos, y reflexivo por parte de la representación contraria.

Ahora eran los británicos los que no tenían nada que ofrecer, y la reunión podía terminar en un rotundo fracaso si no efectuaban un golpe de mano. Y sorprendentemente lo dio Marisa, que no había soltado palabra desde el principio del encuentro.

- Esperen un momento. Quizá podamos ayudarles, dijo, sin saber muy bien como iba a hacerlo. Nosotros les echamos una mano para encontrar a la chica, y ustedes nos facilitan esos documentos tan interesantes que dicen tener.

Los rusos no tenían mejor opción, y tras una corta conversación privada en su idioma aceptaron el trato. Tras el acuerdo, comenzaron la cena, y el vino se encargó de suavizar la tensión y aflojar las lenguas.

25 mayo 2006

La última tarde de invierno


Ramón esperaba la carta de despido sin más, pero para su sorpresa se encontró con un parte de baja para firmar. Fue corriendo al departamento de administración para dejarlo firmado pero el jefe no estaba. Cuando salía alguien le silbó. Era su amigo Javier.

- ¿Donde cojones te metes? Te has ganado una buena.
- Es muy largo de explicar, pero te lo contaré cuando pueda. ¿Eres tú el del sobre?
- Sí, tienes una suerte que no veas. El jefe ha desaparecido por unos días, y como no dabas señales de vida, pensé que estarías en apuros. Otra mujer, supongo.
- Supones bien.
- Es muy fuerte lo tuyo, jajaja. Corre, dame el papel y desaparece. Cuando te reincorpores trae el alta. Pero no tardes mucho, que si no terminaré comiéndome el marrón yo. Y la próxima vez, avisa. No cuesta nada pegar un toque.
- Gracias, muchas gracias Javier. Te debo una ...
- No te la perdonaré esta vez. Me lo tienes que contar, pero con detalle. Y el sitio lo elijo yo, que te conozco. Nada del bar de la esquina, tío uña. Anda, ¡lárgate!
- Adios. Gracias, gracias.

Con tan corta jornada laboral tuvo tiempo de volver a su casa, y comprobar como había quedado tras los múltiples registros. Todo estaba peor de lo que pensaba. A pesar de que no era persona excesivamente obsesionada por el orden, comprobó que tenía muchas más cosas de las que recordaba, y era sencillamente asombroso que todos los objetos que ahora cubrían prácticamente toda la superficie del piso, antes cupieran con holgura. Sí, iba a necesitar la ayuda de Marisa para ponerlo todo en condiciones.

Tan sólo se entretuvo en buscar algo de ropa y cerró la puerta como pudo, dejando las cosas como estaban. Quedó con un cerrajero para arreglar la cerradura dos horas más tarde, y tuvo tiempo de consultar el buzón, donde se encontró con algunas cartas del banco y un aviso de llegada de carta certificada. Correos estaba cerrado, así que tendría que esperar hasta el día siguiente para comprobar de qué se trataba.

Tras comprobar el desastre y mientras esperaba la llegada del cerrajero, no dejaba de pensar en Sofía. Estaba preocupado y también la echaba de menos. Hacía más de 24 horas que se había largado y seguía sin noticias. Los nervios se le comían esperando su llamada.

Finalmente apareció el cerrajero, hizo su trabajo, y le pegó un cañazo en forma de factura que le recordó cuántos estragos habían hecho estos días en sus escasos ahorros. Poco a poco, a medida que transcurría el día, la mente despejada que había entrado en Madrid se iba poblando de densos nubarrones; el cansancio se apoderaba de su estado de ánimo y se notaba más vulnerable y más irascible.
Todavía anochecía pronto en aquel último día de invierno; la oscuridad anunciaba prácticamente el fin de la jornada laboral. Marisa debía estar al caer. Subió de nuevo al coche y emprendió el camino de vuelta hasta su casa. La encontró en la cocina cargada de bolsas. Había pasado por el supermercado antes de volver.

Marisa también estaba cansada. Se dejaron caer en el sofá y estuvieron un rato hablando de temas intrascendentes, delante de algún programa de televisión que no atendían. Pusieron una pizza al horno y cenaron pronto, dispuestos a retirarse pronto a descansar. Pero una nueva llamada iba a entorpecer sus planes.

Era uno de los chicos de Marisa. Habían localizado a los rusos, o mejor dicho, los rusos los habían encontrado a ellos. Querían hablar. La cita era tan sólo dentro de una hora en un restaurante del centro.

23 mayo 2006

Desliando la madeja


La tentación de entrar en su piso era grande. Estaba ya allí, sólo tenía que subir las escaleras, pero algo le decía que debía hacer caso a su amiga esta vez. Así que tomó la precaución de llamar a Marisa antes de subir.

- Ya estoy en casa, puedes venir. He podido salir un poco antes. No subas ahora, mis chicos no han terminado la faena. En seguida te explico.
- Vale, voy para allá.

Ella le recibió con una amplia sonrisa. La encontró más guapa que de costumbre, no sabía muy bien por qué. Su rostro era difícil, pero enganchaba; tenía una elegancia natural en sus gestos y movimientos, y una mirada siempre tierna y comprensiva, capaz de tranquilizar el espíritu más alterado.

Nada más verla aparcó sus inquietudes y se dejó acariciar por los dos dulces besos que siempre posaba en cada mejilla con un poco de intención. Después se sentó en el sofá con ella, delante de las inevitables cervezas.

- ¿Cómo estás?
- Bien, gracias, ¿y tú?
- Bien, bien.
- Cuéntame eso que me tenías que contar, anda.
- Voy.

Marisa empezó su exposición, siempre ordenada, de los hechos:
"Poco después de vernos por última vez, se conoció que el embajador había sido asesinado. Recordé lo que me habías contado, y pusimos a nuestros servicios secretos a espiar a tu chica para, si se daba la oportunidad, poderla interrogar con discreción. Nuestra sorpresa fue, cuando al acercarnos a tu casa, observamos que había más gente acechando. Así que empleamos una pareja de agentes para vigilaros a vosotros, y otra para hacer lo mismo con los otros.
Para nuestro asombro, aprovechastéis su único error de marcaje para escapar, pero no conseguistéis burlar a mis chicos que os persiguieron hasta Valencia.
Vuestros vigilantes pronto se temieron que les habíais dado esquinazo, forzaron la puerta y entraron en la casa. A pesar de que no estabáis, perdieron algo de tiempo registrandola. Buscaban algo, al parecer.
Nuestros agentes los esperaban abajo, pero como tardaban mucho, subieron y entonces se produjo un tiroteo. La policía no tardó en aparecer, y mis chicos se tuvieron que largar por piernas, para no ser identificados.
Los fulanos también consiguieron escapar, pero conseguimos tomarles unas fotos. Hicimos averiguaciones. No eran delincuentes comunes, gente con documentación que apestaba a falsa, pero en regla. Apostamos que eran espías, y por las pintas parecían rusos.
La policía mantuvo el cordón policial en tu casa hasta ayer, y esta mañana nos hemos pasado por allí nosotros para ver si encontramos alguna pista. Cuando vuelvas, ya habrán terminado."

- No sé si me hace mucha ilusión después de lo que me has contado.
- Bueno, tranquilo, te ayudaré a ponerlo todo en orden. En cierta forma te lo debo, por tenerte tan poco informado, pero comprendelo, no podía ...
- Déjalo. Después de lo que me has contado sigo sin tener claro que el piso sea un lugar seguro. Ellos no saben que Sofía no está conmigo, y probablemente piensen que saben mucho más de lo que sé.
- Tranquilo, no se acercarán, hombre. Después de la visita de la policía tardarán en aparecer por allí, incluso si no han encontrado lo que buscan. Pero si no te fías, te puedes quedar en mi casa. Ya has comprobado la comodidad del sofá, jajaja.
- Pues no te digo que no. Estoy un poco hartito de sobresaltos, y contigo la única sorpresa que me puedo llevar es que se queme la comida, jeje.
- Jajaja, ni eso, porque hoy nos bajamos a comer al bar. Te invito. No me ha dado tiempo a quemar nada esta vez.
- Ni esta ni ninguna, estoy todavía por probar esos guisos de los que tanto presumes.
- Todo se andará.
- Una preguntita, antes de bajar.
- Dime.
- ¿Sospecháis de ella?
- ¿De tu chica?... Mmmm, no descartamos ninguna hipótesis.
- No creo que haya sido.
- Y tú, ¿qué vas a creer? Por cierto, ¿dónde está? ¿Sabes tú algo?
- No, ya se lo dije a tus simpáticos muchachos. Ni idea. Escapó. Dijo que no se sentía segura conmigo.
- Pues mala elección. De ser inocente ahora estaría a salvo. Nosotros le podríamos dar protección si acepta colaborar. Si hablas con ella se lo comentas.
- ¿Hablar con ella? No tengo ni un número de móvil al que enviar un puto sms.

La comida transcurrió bien. Pasaron un buen rato juntos. A las cuatro cada uno se fue para su trabajo. A Ramón, encima de su mesa, le habían puesto un sobre cerrado.

22 mayo 2006

De vuelta a casa


Camino de Madrid, Ramón no dejaba de pensar en lo poco que había conversado con Marisa; una corta charla para los muchos interrogantes que todavía estaban por solucionar en su mente: ¿quién había asesinado al embajador? ¿por qué? ¿tenía algo que ver Sofía? Si no era así, y ella realmente no había participado ¿por qué tanto interés en buscarla? ¿por qué tenía ella tanto miedo?

No había pegado demasiado ojo la noche anterior, pero el cansancio no se hacía notar, concentrado como estaba en encajar las diversas piezas del puzzle; los kilómetros pasaban, el paisaje iba cambiando, el verde de naranjos y pinos era ahora de trigo, alternado por el ocre de la tierra en barbecho; la orografía se suavizaba en los trayectos entre los dos grandes embalses, y tras el último, el impactante espectáculo de los modernos molinos de viento ayudaba a entender a Don Quijote: apetecía bajar del coche y arremeter con lo que se terciase contra los gigantes de la megalomanía tecnológica.

Pasadas las curvas necesarias para vadear el Tajo, recordó las enigmáticas palabras Marisa al final de la llamada: "Pasa por mi casa en cuanto llegues a Madrid". ¿Qué tendría que decirle que no admitiera la espera de pasar antes por su propia casa?

Un ruido procedente de su estómago le recordó que no había pegado bocado desde la salida, y todavía quedaban algunas horas para ver a Marisa, pues no la encontraría en casa hasta la hora de comer. "La gente trabaja y esas cosas", pensaba. ¡La que le iba a caer el día que apareciera por la oficina!

Decidió parar en un bar de carretera antes de entrar en Madrid, no fuera que uno de los habituales atascos de las rondas de la ciudad le tuviera retenido y con las tripas rugiendo. Convenía no aplazar la satisfacción de ninguna necesidad básica antes de atravesar el desesperante embudo de tráfico que constituía la entrada de la gran urbe.

El bar no estaba demasiado lleno a esas horas. Era de auto servicio, algo que le molestaba particularmente. La autovía había sentenciado a muerte aquellos locales entrañables, donde se paraba tranquilamente a almorzar, se ojeaba la prensa, y se comentaban con los camareros las últimas noticias. Ahora todo invitaba a la rapidez, al no perder un segundo, a continuar con el mismo estrés del camino. Recoge pronto lo que vayas a comer, que tienes a otro detrás empujando, paga y come rápido, pues el novio de la chica rubia ha pasado ya tres veces delante de tu mesa con gesto de impaciencia. Sal lo más rápido posible pero, eso sí, pasando delante de todos los artículos susceptibles de comprar. Corre, corre, corre, la carretera espera.

Sin ganas de permanecer en el frío local más tiempo de lo estrictamente imprescindible, Ramón se tomó un café rápido acompañado de un bollo, repostó gasolina, pasó por el cuarto de baño y se incorporó a la carretera con ganas de llegar a su destino. Sentía, a medida que se acercaba, una alegría creciente por regresar a su tierra, él que siempre se había considerado de ningún sitio.

Entrando ya en Madrid, a la altura de Conde de Casal, vio un tipo corpulento, de aspecto serio y enfadado, con la cara pintarrajeada a tiras rojas y blancas, luciendo una larga cabellera recogida en dos trenzas y un penacho con plumas, y agitando al aire, amenazador, un hacha enorme, que movía sin dificultad mientras profería algo parecido a insultos en una lengua incomprensible.

A Ramón le entró la risa floja y se acordó de aquellas esculturas gordas de Botero que invadieron la ciudad hacía algunos años. Desde entonces no había visto nada tan divertido. Se dejó llevar por ese arranque de buen humor, conectó esa especie de piloto automático que todos tenemos cuando transitamos muchas veces por la misma la ruta, y cuando se dio cuenta se hallaba ya muy cerca de su casa, y no de la de Marisa como tenía previsto.

Aparcó el coche y miró el reloj. Quedaba casi una hora para ver a su amiga.

18 mayo 2006

Interrogatorio improvisado


Ramón se volvió instintivamente hacia la puerta de salida justo cuando se abría y un hombre con cara de pocos amigos se interponía entre él y la calle. No iba a tener más remedio que aguantar lo que viniera, y quizá fuera mejor allí que en el exterior, pues en el hostal había demasiadas personas para poder actuar inpunemente.

Se giró hacia Gloria y ésta con un gesto le indicó que la sala de al lado era el lugar elegido para el encuentro. Tardó unos segundos en hacerse a la idea, tragó saliva, respiró hondo, y con mucha pereza dirigió sus pasos hasta la habitación.

Dentro, casi inmóviles, sentados en duras sillas, con las espaldas rectas sin apoyar en los respaldos, los antebrazos firmemente apoyados en la mesa, y las mandíbulas perfectamente encajadas en sus serios rostros, dos personas de mediana edad y complexión atlética, apenas pestañearon cuando Ramón entró en la sala. Ni siquiera hicieron ademán de levantarse.

Ramón, vivamente impresionado por tan frío recibimiento, reunió sin embargo el valor necesario para formular una sencilla pregunta de bienvenida:

- ¿Alguno de ustedes me buscaba?

Uno de ellos, el que parecía mayor de los dos, respondió a la pregunta, con mayor amabilidad de la esperada.

- Sí, siéntese, por favor. Pero esperábamos a alguien más.

- ¿De verdad? ¿A quién?

- No se haga el tonto, ya sabe a quien me refiero, la muchacha que le acompaña a todas partes. ¿Dónde está?

- Eso me gustaría saber a mí.

- Veo que está usted algo receloso. Me parece normal, le comprendo, no crea. Al fin y al cabo no nos conoce de nada y ni siquiera nos hemos presentado. Esté tranquilo, no tiene nada que temer, sólo queremos ayudarles.

El hombre hizo entonces las presentaciones oficiales. Afirmó que trabajaban para la embajada del Reino Unido, y estaban investigando la muerte de su antiguo embajador. Sofía era su amante y además una de las últimas personas que lo habían visto con vida, por lo que necesitaban interrogarla, de la forma más discreta posible.

Ramón no se fiaba demasiado, por lo que no soltó demasiadas prendas, pero les dejó muy claro que la chica se había esfumado; aunque evitó hacer mención a la nota que le había dejado. Ese detalle no pasó inadvertido al agente, que había escuchado toda la conversación anterior con Gloria, pero decidió no presionar más a Ramón. En cambio le dejó una tarjeta con sus datos.

- Si se entera de algo más, por favor, avisenos. Y si está en apuros también. Nosotros podemos ayudarle.
- Gracias, lo haré.

Envueltos en la fría máscara de sus impenetrables expresiones, los agentes se fueron, ocultando su decepción, mientras Ramón subía para recoger sus enseres. Habían perdido un par de días, y se volvían con prácticamente la misma información que tenían al salir de Madrid. Pero encima ya no tenían ni idea de donde estaba la chica.

Enfrente del mostrador, dispuesto a pagar la cuenta, Ramón se encontró con la más dulce Gloria de toda su prolongada estancia en Valencia. Compadecida de la mala suerte de su amigo, aparcó los reproches acumulados durante esos días, y le preguntó si sabía adonde ir, ofreciéndole quedarse más tiempo si lo necesitaba. No era un intento desesperado de recuperar lo que nunca había sido suyo, sino más bien una muestra de amistad sincera.

A Ramón le vino bien el ofrecimiento, y aunque al principio se negó, terminó cediendo ante los sólidos argumentos de la mujer. Cara a la noche, y sin un lugar seguro donde dormir, era precipitar demasiado la vuelta. Por la mañana habría más tiempo para pensar.

Se fueron a cenar antes de tiempo, y prolongaron la tertulia durante bastante rato. Contrariamente a su práctica habitual, Ramón aprovechó para descargar todas las emociones contenidas, delante de la mirada silenciosa y comprensiva de Gloria. Recordó para sí otros tiempos, no tan lejanos, en que otra persona acariciaba su alma con esas miradas y esos silencios.
Camino de vuelta hacia el hostal, mientras el cielo de Valencia empezaba a vestirse con los colores del fuego, casualidades de la vida, esa misma persona, Marisa, le llamaba por teléfono.

10 mayo 2006

Búsqueda desesperada


La gente desapareció de la calle casi con la misma rapidez con la que se levantaba la nube de humo, y Ramón hizo lo peor que podía hacer: moverse del sitio. Buscó por los portales, los bares y quioscos de varias calles adyacentes, y no pudo deshacerse de la duda sobre la ausencia de su chica. Barajó varias posibilidades: la huida voluntaria, el secuestro, o simplemente la falta de orientación.
Pronto le invadió una sensación amarga, un oscuro presentimiento, la extraña creencia de que no la volvería a ver más. Más le hubiera valido entonces comenzar la búsqueda de sí mismo, la pausa necesaria para pensar, para tomar decisiones. En vez de eso, continuó vagando desesperado, con la mente en blanco, formulando a todo el mundo preguntas absurdas, sin sentido, hasta quedarse sólo en la calle.
Entonces bajó los brazos. Se encontraba en una amplia y bonita plaza, delante de un enorme tapiz de flores, que formaba el manto de la virgen, cerca de un dios pagano que, mostrando el cuerno de la abundancia, parecía reirse de su mala fortuna más que ofrecerle la buena. Cerca de él, un hombre corpulento, de amplio bigote y aspecto bonachón, recogía la última mesa de la terraza.
- ¿Está cerrado?
- No, no, siéntese si quiere tomar algo.
Ramón se sentó sobre la fría e incómoda silla metálica, y pasó sus ojos por encima de la carta sin ver prácticamente lo que contenía.

- ¿Qué va a ser?
- Cualquier cosa. Una brascada, por ejemplo, dijo así a bote pronto, sin entusiasmo.
- ¿Y para beber?
- Cerveza, cerveza.
- En seguida va.

El servicio fue rápido, aunque a Ramón ya parecía darle igual todo. Nuevamente nuestro hombre dejaba pasar el tiempo lamentablemente antes de pasar a la acción; se derrumbaba, se dejaba llevar hasta lo más profundo de su desolación, como si necesitara caer hasta el fondo del abismo antes de resurgir. Pero esta vez necesitaba todos los segundos que estaba malgastando, y no sabía bien hasta qué punto.

La casualidad quiso que se encontrara con Cristina, su marido David, y su pequeña hija María, que iban de paso hacia su falla, perfectamente ataviados con sus trajes regionales. Se sentaron un segundo y tomaron café con él.

- Tranquilo, hombre, se habrá perdido, dijo la chica. Es muy fácil en la mascletá. O a lo mejor se ha fugado con alguien que baile mejor que tú, chaval, je,je, sonrió haciendo alusión a la noche anterior. ¿Por qué no buscas en el hostal? Si no te encuentra terminará yendo allí.

Esta frase pareció activar todos los resortes atascados de la conciencia de Ramón. Era evidente, cualquier mente no sumida en el estado de confusión en que se hallaba Ramón hubiera reparado en esa posibilidad. El único punto de encuentro posible en caso de pérdida involuntaria era el hostal de Gloria, y ya le estaba faltando el tiempo para correr hacia allí. Así que pidió la cuenta, pagó y se fue corriendo, casi sin despedirse de sus amigos.

No suelen parar los taxis cuando más los necesitas, y con el centro cerrado al tráfico era más difícil todavía encontrar alguno. Ramón recurrió al viejo truco de ir caminando en dirección al lugar de destino probando suerte de vez en cuando, pero tardó bastante en tropezar con uno libre. Iban casi todos llenos, y sólo pudo hacerse con los servicios de uno que acababa de bajar a sus pasajeros, ya no muy lejos del hostal.
Pagó la carrera sin esperar las vueltas del abundante cambio que dejaba, y se introdujo a trompicones en el hostal. Gloria le recibió con cierta cara de lástima y una nota en la mano.

- Tu chica ha venido, ha recogido su bolsa y me ha dejado esto para tí.
- Que tú, por supuesto, no has mirado ...
- Ya sabes que yo no hago esas cosas, dijo, con una sonrisa cínica.
- Sí claro, claro, respondió escéptico mientras leía la nota en silencio.

Ramón, me he ido. No me busques. Aquí no estoy segura y no quiero seguir siendo una carga para ti. Espérame en Madrid. Volveré cuando todo esté más tranquilo.

Te quiero,

Sofía.

- Se ha ido. Me dice que la espere en Madrid.
- Ejem, Ramón..., carraspeó Gloria. Antes de irte, tienes visita, dijo bajito. No he podido deshacerme de ellos.

05 mayo 2006

Confusión en una nube de pólvora


Cuando Ramón llegó a la habitación, Sofía ya estaba en la cama a punto de claudicar. El se cambió de ropa rápidamente y se acurrucó junto a ella para robarle algo de calor, pues la humedad de la noche llevaba ya mucho tiempo incrustada entre sus músculos y huesos.

Tardo casi menos en dormirse que en coger calor, pero el sueño no fue largo ni placentero, como suele ocurrir siempre que se toman demasiadas copas y a destiempo. Al cabo de pocas horas, le sobraba el calor que antes echaba en falta, tenía la boca reseca y amarga, el estómago le ardía, y un difuso dolor de cabeza remataba su malestar.

Bebió un trago largo de agua, aún a sabiendas de que no iba a terminar con su sed, y comió también algo que tenía por allí, consciente de que no iba a calmar su estómago. Después se duchó, se afeitó y se cepilló los dientes, sólo para aparentar por fuera algo más interesante de lo que sentía por dentro.

Intentaba pensar, mientras tanto, en lo que le había comentado Gloria hacía unas horas, pero era incapaz de sacar ninguna conclusión. La cabeza no le dejaba concentrarse. Así que, una vez que Sofía terminó de arreglarse le contó lo que recordaba de la conversación de la noche anterior.

Ella se preocupó bastante, formuló en seguida una serie de preguntas que a Ramón no se le ocurrió hacer por la noche. ¿Tenían acento extranjero? ¿Dijeron que volverían? ¿Qué aspecto físico tenían? ¿Habían llegado andando o en coche? ¿Cuántos eran en total?

Gloria podía tener esas respuestas, pero cuando bajaron a la recepción no estaba, y les dijeron que tardaría en llegar. Por lo menos, hasta última hora de la tarde. Sofía entonces insistió en que abonaran la habitación y abandonaran la ciudad, pero lo cierto es que no tenían claro adonde ir. A Ramón le parecía más oportuno esperar a la vuelta de la mujer, obtener más información y actuar en consecuencia. La discrepancia de criterios fue agravándose, a medida que cada uno seguía en sus trece con sus ideas particulares, y no estaba dispuesto a ceder. Las mentes, cargadas y espesas, por los excesos de la noche anterior, no ayudaban a desbloquear la situación.
Fue su primera discusión seria, y aunque Ramón impuso su criterio al final, sabía que no había convencido a su pareja, y le embargaba un sentimiento de culpa que le iba a repetir más que el café con leche acabado de ingerir entre violentos silencios, apenas disimulados por el rugir de las tripas del joven, acuchilladas por el ácido líquido caliente vertido sobre su irritada carne sensible.
Al salir del bar, se dejaron llevar por la multitud en un agobiante recorrido turístico de falla en falla. Las de sección especial, por supuesto. La ganadora, Nou Campanar, quedaba cerca de allí, pero la cantidad de gente que se agolpaba para verla desanimaba a cualquiera. El ambiente era muy diferente a la de la visitada la noche anterior. Allí no faltaba de nada: servicio con camareros para los invitados VIP, limusina en la puerta, caviar, marisco, champagne...; de todo, menos solera, menos historia.
Después del monumento de los excesos visitaron otras clásicas, no tan espectaculares, pero también impresionantes: Na Jordana, La Merced, El Pilar. Y se hizo la hora de comer. Nuevamente se dejaron arrastrar por el gentío hasta los aledaños del Ayuntamiento, para presenciar la "mascletá". A esas horas, ya era imposible acercar el morro a la plaza, puesto que las calles adyacentes empezaban a llenarse con multitud de gente.
En una de esas calles, en ese mismo momento, Ramón pareció darse cuenta, de pronto, que la primavera había aterrizado de golpe, sin avisar, tres días antes de lo anunciado. Un grupito de jóvenes de veintitantos, ceñidas en sus vaqueros, con blusas ajustadas, ombligo al aire, y cabello suelto, saltaban y reían abrazadas, al tiempo que el sonido cada vez más intenso y el olor acre de la pólvora cargaban el ambiente.
Ligeramente cegado por el picor de la nube de humo, y la tentadora visión de las jóvenes pieles que abandonaban sus refugios de invierno, Ramón perdió de vista a Sofía por un instante, y cuando se disipó el humo y el gentío, ella ya no estaba a su lado.