28 diciembre 2006

Pena de bandoneón


No entendía por qué se hallaba allí, en aquel escenario, delante de tanta gente desconocida, pero ya no podía echarse atrás...




Queridos amigos:

Hace un tiempo creé La tentación de Marta, con intención de escribir un relato largo, al estilo de lo que empecé a escribir el año pasado por estas fechas y me llevó casi hasta Agosto. Era también una forma de probar la nueva versión del blogger para ver si me convenía cambiar.

No pretendía hacerla pública hasta ver si la historia iba hacia adelante en mi cabeza, algo que hasta la fecha no ha sucedido, pero el cambio definitivo de versión de blogger la ha convertido en accesible para cualquiera que acceda a mi perfil.

Así que... ahí está, y que sea lo que Dios quiera, como se dice en estos casos.


Aprovecho la ocasión para desearos FELIZ 2.007 A TODOS. No sé si tendré tiempo para pasarme por vuestras casas a felicitaros personalmente como me gustaría, así que lo hago ahora.

19 diciembre 2006

La oveja negra


El garito era, o más bien es, pues supongo que todavía existe, una casa vieja, típica del barrio de labradores donde se encuentra, y que milagrosamente ha conservado su tipología de edificación: un pequeño pueblo de casas de menos de tres plantas rodeado de altas construcciones por todas partes.

El nombre, "L´ovella negra", tenía un toque de clandestinidad bastante acorde a su propietario y a muchos de sus clientes. Nada más entrar podías apreciarlo tan solo con el olfato, y después, si te fijabas muy bien, leyendo el contenido de algunos de los carteles colgados por las paredes.

No había mucha iluminación, y la música tampoco estaba muy alta. Era un lugar adecuado para empezar la noche con una amable tertulia después de cenar, y si apetecía, con una partida de dados. Después de una hora allí, de no ser muy interesante la conversación, o muy alta la dosis de la especialidad de la casa ingerida, existía un alto riesgo de quedar dormido encima de la silla, por lo que imperaba cambiar de escenario.

Estuvimos yendo allí muchos viernes, sobre todo en la época de estudiantes, hasta que, sin razón alguna dejamos de quedar allí.

Estaba regentado por un tipo, más bien desaliñado, delgado y bajito, con el bigote y los cabellos frecuentemente desordenados, que se rodeaba de un par de camareras invariablemente vestidas de negro.

El local tenía la puerta estrecha para las prisas, por lo que muchas no cabían. Las colas eran, por tanto, largas para pedir la bebida, más aún si solicitabas la especialidad de la casa: el carajillo. Yo solía aposentarme en el lateral estrecho de la barra, y me quedaba abobado mirando como los preparaba él personalmente. Primero quemaba el ron (o el brandy) con azúcar y unos granos de café, dejando que las llamas tintaran de destellos azules la penumbra del mostrador por unos minutos; después añadía el café y lo servía. Era una elaboración perfecta en la que, adivino, ponía toda su alma aquel hombre, que parecía no saber hacerlo en ningún otro campo de la vida.

En aquel lateral de la barra, donde yo pacientemente guardaba mi turno, existía una estantería con algún pequeño objeto de adorno artesanal, y junto a ella un poster, ya muy desgastado, que debió inaugurar el local. Lo descubrí en una de esas esperas, y me llamó poderosamente la atención. Tanto, que de vez en cuando, lo recuerdo y me sigue haciendo pensar. He tratado de encontrarlo en internet pero no lo he visto por ningún sitio, así que intentaré describirlo.

Era un dibujo hecho a mano, tal vez por algún humorista famoso, con un rebaño de ovejas blancas empujándose unas a otras en la misma dirección, y una oveja negra, sólo una, en dirección contraria intentando abrirse paso. Al final de la trayectoria de las ovejas blancas se encontraba el vacío, un precipicio sin fin por el que las primeras ya estaban cayendo, y las siguientes seguían empeñadas en acompañarlas.

Desde entonces me pregunto: ¿no vamos a demasiados sitios indeseados por seguir la indolente masa del rebaño?

Reflexión ésta hecha antes de las comidas de empresa de Navidad, que conste.

10 diciembre 2006

La entrevista

El día había sido agotador, era ya tarde, y recién cenado me disponía a disfrutar del único momento de relajación que me podía reservar la jornada.

Acababa de dejarme caer en el sillón, colocado mis pies encima de su reposadera, las gafas sobre mi nariz, y ya estaba dispuesto a pasear mi vista cansada sobre las hojas del periódico, comprado a primera hora de la mañana, que no había podido siquiera hojear, cuando sonó el timbre de la puerta.

- ¿Quién coño puede ser a estas horas?, pensé con fastidio.

Me levanté con resignación, periódico en mano, zapatillas a medio calzar, dispuesto a terminar pronto con el imprevisto, y reanudar mi momento de tranquilidad sin más contratiempos, pero la imagen que me encontré al abrir la puerta me dejó prácticamente noqueado.

Rubia, ojos azules, 1,75 m. de altura, curvas de escándalo y mini falda de juzgado de guardia. Una voz dulce, melodiosa, pero firme y segura a la vez, formuló la pregunta, que no parecía tener prevista una respuesta negativa:

- ¿Le molestaría que le haga algunas preguntas? Soy de la agencia Memescopia y estoy realizando una encuesta sobre hábitos y costumbres de la gente. Ya sé que no son horas, pero no le llevará mucho tiempo.

- Pase, pase, no se quede ahí, precisamente estaba esperando que alguien me hiciera una encuesta esta noche. Siéntese ahí, en el sofá, y disculpe el desorden. Póngase cómoda, quítese la ropa... Esto... la chaqueta quería decir.

Y ella obedeció, dejando la chaqueta sobre la percha, dejando a la vista un precioso suéter, ¿de qué color?, descubriendo unos hombros perfectos, y un lunar rozando su escote triangular un poco por encima del punto donde divergían las hermosas curvas de su pecho. De eso sí me acuerdo.

Se sentó frente a mí, cruzando sus más que torneadas, esculpidas piernas, envueltas en medias de fina seda semi-transparente, balanceando una de ellas sobre la otra, y sosteniendo el zapato de fino tacón tan sólo con la punta de los dedos, en un equilibrio casi milagroso.

Para entonces yo ya tenía que hacer verdaderos esfuerzos de concentración para evitar que mis palabras se entrecortaran en un torpe tartamudeo; así que puse cara de circunstancias y esperé a que ella diera el siguiente paso. Y lo hizo sin demorarse un instante, tal vez consciente de mi azoramiento, con voz dulce, serena y profesional, siempre acompañada de una sonrisa final que mostraba su perfecta dentadura.

No te importa que te tutee, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

Verás, es un test muy sencillo, que demuestra algo de tu personalidad y de tus gustos musicales. Yo te hago una pregunta y tienes que responderla con el título de alguna canción. No debes repetir grupos musicales ni dar más de una canción como respuesta, pero la verdad es que casi nadie hace caso de estas dos últimas reglas. Así que tú mismo.

Glups... Así de repente... Voy a tener que tomarme algo. Voy a llenar un vaso con algo de whisky. ¿Qué te apetece?

Pues... si eres tan amable un chupito de aceite de oliva vírgen. A mí es que el alcohol no me va.

La entrevistadora se tomó entonces un respiro, echó los hombros hacia atrás, dejando que el olor a aceitunas verdes inundara sus pituitarias, y después de un solo trago apuró el verde líquido, terminando con una sonrisa de plena satisfacción. Esta vez, sin dientes. A mí apenas me había dado tiempo de entrechocar un par de veces los cubitos.

- Empecemos, ¿Eres hombre o mujer?

Child in time de Deep Purple, podría valer, ¿no?

- Demasiadas canas y escaso pelo para ser un chaval, pienso yo, pero si tú lo dices.

Bueno, pues Man on the moon de REM.

- Eso está mejor. Me recuerdas a cierto astronauta que conozco. Ahora descríbete:

Estaba empezando a desabrochar los botones de la camisa, cuando ella, agitando las manos como un molino, repitió:

- No, no, descríbete. No te desnudes. Si los necesitas tengo algunos bastoncillos de algodón para las orejas, me dijo tan suavemente, que casi ni dolió.

Johny el seco - Burning, contesté así, telegráficamente, haciendo honor a la respuesta y breve exposición de mis principios.

- Perfecto. ¿Qué sienten las personas cerca de ti?

Eso casi lo podrías contestar tú: Hielo , de Morcillo el Bellaco y Los Rítmicos, diría yo.

- Tomo nota. ¿Cómo te sientes?


Pues bien, últimamente estoy bastante contento. Me sale casi todo bien, hasta recibo agradables visitas en casa ...

-Con un tema musical, recuerda, interrumpió bruscamente.

Mr. Lucky, de John Lee Hooker, me cuadra.

- Me alegro. Empecemos con la parte rosa. ¿Cómo describirías tu anterior relación sentimental?

Escenas olvidadas, de Golpes Bajos, o Sin solución, de Leño, podrían describirla, en parte.

- Vaya, casi no pregunto más. Pero, Leño, ¿no era un grupo de rock duro?. No puedo imaginar esa cabeza con una larga y abundante cabellera, comenta cambiando de tema, antes de hundirse más en terrenos pantanosos.

Ja, ja, ja. Lo tuve que dejar, me cansaba que me confundieran con una chica. Como ves, el tiempo me ha dado la razón.

- Sí, sí, pero ahora describe tu actual relación con tu novio/a o pretendiente.

Love&Marriage de Frank Sinatra le viene que ni al pelo, porque novia hace ya mucho tiempo que dejé de tener.

- Noto cierto sarcasmo en la respuesta.

¿Sí? Pero es una canción deliciosa, ¿no crees?

- Bueno, da igual. Hablemos de otra cosa. ¿Dónde quisieras estar ahora?

Me gusta donde vivo: en el Mediterráneo , de Joan Manuel Serrat; pero existen un par de lugares que no he visitado, y que no me quisiera perder: Amsterdam, de Jacques Brel, y New York state of mind, de Billy Joel.

-Preciosos lugares, pero dime: ¿Cómo eres respecto al amor?

Colgado de Los Secretos, podría encajar.

- Pues descuélgate y baja del árbol antes de la siguiente pregunta. ¿Cómo es tu vida?

Siempre estoy soñando de Fito&Fitipaldis me viene al dedillo para definirla.

- Eso lo debes decir por el sueño que tienes. Te he contado ya cuatro bostezos. ¿Qué pedirías si tuvieras sólo un deseo?

Perdona, pero estoy algo cansado a estas horas. Supongo que desperdiciaría la oportunidad, pero no se me ocurre otra cosa que A kiss to build a dream on como diría Louis Armstrong

- Pues sí, un beso siempre es un buen comienzo. Escribe una cita o frase famosa:

"Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo vayas a decir", decían El Último de la Fila en Cuando el mar te tenga

-Parece una excusa para estar callado. Ahora despídete:

¿Ya te vas? ¿Tan pronto? Pues Good bye blue sky, de Pink Floyd, hace juego con tus ojos.

Y ella sonrió por primera vez con cariño. Terminando de anotar las últimas respuestas, juntó las piernas, alisó la falda, e hizo ademán de levantarse. Intenté ayudarla tendiendo mi mano para incorporarse sin tanto esfuerzo, y la noté helada, de una frialdad metálica, hubiera jurado en ese momento.

Ella pareció turbarse, pero ni un tono anarajado llegó siquiera a teñir sus mejillas.

- ¡Ah, se me olvidaba! ¿Me puedes decir tres amigos a los que visitar?

- Ummm. Creo que los has visitado a casi todos...

Estreché de nuevo su mano y entonces sucedió lo imprevisto: su cuerpo empezó a torcerse y a girar con movimientos imposibles, su voz se volvió entrecortada y seca, cayendo al suelo con un golpe que sonó a metálico.

- ¿Eres un androide?, pregunté espantado.

No hizo falta la respuesta. Empecé a comprender muchas cosas, como lo del chupito de aceite, por ejemplo. Por suerte, esta vez no fue a más la cosa y no me encontré un rabo entre las piernas, como podía haber pasado. Y es que uno, no sé por qué, tiende a pensar que todo el monte es orégano, todos los gatos, pardos, y los androides, paranoides.

La vida te da sorpresas, que diría Rubén Blades, sorpresas te da la vida.

01 diciembre 2006

Ojos Negros (y IV)


La mueca de terror no tardó en mudar a sorpresa, y de ésta a interrogación. La nube de confusión se fue diluyendo poco a poco también en la mente de Ricardo, a medida que iba encajando la situación.

Le costó unos segundos reaccionar, pues la persona que tenía enfrente le resultaba desconcertantemente familiar, a pesar de que dentro del ambiente donde se encontraban sólo podía distinguir aquellos intensos ojos negros, rodeados por la claridad de su rostro, que resaltaba en la oscuridad y sobre el que caían desordenados los largos rizos negros de su espesa cabellera.

Pero ella reaccionó antes, lanzándole una pregunta a bocajarro, empleando toda su capacidad expresiva en sugerir la respuesta afirmativa que ansiaba recibir:

- Ricardo, ¿pero eres tú?

Y él respondió con una sonrisa, con una mirada, sin palabras, acercando sus manos lentamente hacia su cintura, como la última vez, mientras ella dibujaba una amplia sonrisa y se dejaba abrazar, hundiendo la pequeña nariz en su pelo, dejando que su fuerte torso estrechara su pecho, y el brillo de sus ojos negros resaltara en la oscuridad del túnel como dos estrellas perdidas en una fría noche de invierno.

- La última vez que te ví estábamos en esta misma posición, pero ahora en vez de a un niño abrazo a un hombre, le susurró al oído.
- Tú en cambio estás igual, como si no hubiera pasado un día. Y ya va para veinte años ...
- ¡Calla!

Ella buscó su cuello, lo recorrió con sus labios, y pronto los de él acudieron al encuentro. El beso fue largo, tierno al principio, pero fue ganando intensidad y pasión con el tiempo. Al poco salieron del incómodo recinto, cogidos de la mano, sonriendo, como dos adolescentes, como lo que eran cuando se separaron aquella otra noche de verano, y buscaron mejor acomodo para recuperar parte del tiempo perdido.

Existe un estrecho sendero que se desvía de la vía de Ojos Negros hasta el embalse del Regajo. Allí las turbulentas aguas del Palancia se remansan y parecen encontrar un lugar donde descansar definitivamente.

En eso pensaba Ricardo mientras Carmen apoyaba la cabeza en su hombro, observando el reflejo plateado de la luna en las tranquilas aguas. Nunca es tarde para echar raíces, se dijo, y aquellos ojos negros eran tierra abonada que no debía permanecer ni un día más en barbecho.

25 noviembre 2006

Ojos Negros (III)



Un soplo de aire fresco le vino de golpe, azotándole en la cara, e instintivamente se hizo hacia atrás, pegando la espalda a la fría mole de piedra que formaba las paredes del túnel, mientras contenía la respiración.

Por un momento llegó a pensar que el antiguo tren volvía a recorrer su antigua vía, y que pronto vería pasar los mugrientos vagones a escasos centímetros de sus narices. Pero eso era sencillamente imposible, pues faltaban los imprescindibles carriles sobre los que se deslizaba aquel pesado vehículo.

No le dio tiempo a pensar más, pues una furgoneta, la causante de todo aquel revuelo, pasó a toda velocidad, deslumbrándole con sus potentes faros, y arrojando una nube de polvo que le provocó un inesperado arranque de tos.

La confusión creada por las inesperadas luces, el ruido del vehículo y la irrespirable atmósfera tardó un poco en aclararse, y entonces Ricardo buscó con un poco de ansiedad la salida del negro recinto donde se encontraba.

Obsesionado con recobrar pronto los amplios espacios exteriores no reparó en la extraña presencia que debía de continuar dentro del túnel, si no había sido lo suficiente rápida para abandonarlo antes. Ricardo no pensaba en eso entonces, sino en abandonar pronto el inseguro sitio en que se encontraba, y la otra persona debía sentir la misma necesidad.

La suerte quiso que sus caminos se cruzaran esa noche, todavía dentro de la oscura trampa; sus cuerpos chocaron en medio de la penumbra, y un grito de terror atronó la estancia.

En medio del aturdimiento provocado por el golpe, Ricardo pudo distinguir unos ojos negros, del color de la noche sin luna, que protagonizaban una cara contraída en una mueca de pánico.


15 noviembre 2006

Ojos Negros (II)
















El camino discurría rectilíneo, sin apenas alteraciones, con una pendiente muy suave; aunque la monotonía se interrumpía de vez en cuando con la aparición de pequeños túneles que, pese a lo que se anunciaba a la entrada, apagaban la escasa luminosidad que proporcionaban la luna y las estrellas. El sonido, atenuado por las gruesas paredes, se reducía a la mínima expresión, y se notaba también una pequeña disminución de la temperatura. Era como entrar en otro mundo.

Fue en uno de estos donde pasó todo. El túnel tenía una ligera curva a la izquierda, y su longitud permitía en un pequeño tramo disfrutar de una oscuridad total, pues no quedaban al alcance de la vista ni la entrada ni la salida del mismo.

Ricardo estaba de pie, quieto pero relajado, disfrutando de la inmensa paz que le producía la ausencia de luz, de ruido y la fresca humedad que enfriaba su acalorado cuerpo. Dejó que su respiración se serenara, que sus latidos disminuyeran su intensidad y frecuencia hasta hacerse prácticamente imperceptibles. Sus sentidos se agudizaron: comenzó a captar detalles de la mole rocosa que formaba el túnel, pudo distinguir y tocar alguna brizna de musgo que sobrevivía a duras penas, y comenzó a distinguir algunos sonidos.

Le llamó la atención el sonido de la respiración, que le pareció algo más agitada que antes. Era extraño, porque se encontraba muy tranquilo y sereno. Fijó la atención, aguzando el oído aún más, y percibió claras diferencias con su respiración normal; le pareció distinto incluso el ritmo producido por el aire al abandonar de golpe las fosas nasales. Esa no era su forma de respirar. No cabía duda: en el túnel había alguien más.

Las escasas dudas se disiparon cuando escuchó el inconfundible golpe producido por el calzado al comenzar la marcha. Aunque tímidamente, el otro ocupante del recinto había reemprendido el paseo, y se dirigía hacia él.

Pero, de repente, mientras esperaba ansioso encontrar el dibujo de una silueta acercándose hacia él, un intenso temblor le recorrió de los pies a la cabeza, y notó que la adrenalina ponía su corazón a cien.

07 noviembre 2006

Ojos Negros (I)


Parecía ayer, pero habían pasado más de veinte años desde la última vez que pisó aquel camino.

Entonces era bien distinto; en lugar de la llana superficie, parcialmente asfaltada, fácil de transitar, la grava llenaba toda la extensión, salvo la ocupada por las vías del tren, y Ricardo recorría el trayecto encima de la vieja locomotora, ayudando al maquinista, mientras aprendía su oficio.

Tenía apenas 16 años cumplidos, y toda la ilusión del mundo por empaparse de los conocimientos que le transmitía su maestro, un pariente lejano que había aceptado hacerse cargo de él tras la muerte de sus padres, hacía sólo unos meses.

Su vida había cambiado mucho tras aquel trágico suceso, obligándole a abandonar los estudios y ponerse a trabajar en lo que fuera, aunque seguía viviendo en la misma casa, y conservaba los mismos amigos que antes, a pesar de que cada vez los podía ver menos.


La noticia del abandono de la vía de Ojos Negros, el fin de la vieja ruta minera, volvió a dar un vuelco en su vida, y tuvo que abandonar Navajas, su población natal, a sus amigos y a su querido maestro.

Continuó su formación con la misma ilusión de siempre, y como tenía poco que perder y mucho que ganar, fue prosperando en la carrera, y mudando frecuentemente de lugar de residencia, pues sus condiciones particulares le convertían siempre en el mejor candidato para trasladarse a los lugares adonde nadie quería ir.

Esta vida trashumante le impidió crear lazos de amistad sólidos en las poblaciones donde residía, y lo mismo le pasó con el amor. Tras un par de relaciones bastante frustrantes, en las que intentó por todos los medios continuar a pesar de los muchos kilómetros de separación, había llegado a la conclusión de que no valía la pena comprometerse más, pues el olvido era un postre demasiado pesado de digerir tras los suculentos platos ingeridos en los buenos tiempos.

Poco a poco fue perdiendo la chispa en la mirada, y las ganas de saber cualquier detalle nuevo, por insignificante que fuera. Su antigua tersa piel juvenil, empezó a plegarse un poco, y su negro cabello se fue tiñendo de un gris suave por la sien. La fácil y explosiva carcajada de niño mudó en una sonrisa pacífica y tranquilizadora, que le daba un aspecto maduro, más interesante, a juicio del personal femenino.

Recorriendo a pie llano aquel camino, que siempre vio desde lo alto, bajo un cielo negro punteado por miles de diminutas estrellas, dejando invadir sus fosas nasales por la intensa mezcla de perfumes del bosque mediterráneo, y sintiendo la ligera brisa sobre su rostro, se sentía en casa.

Era paradójico, pues no le encontraba la menor explicación lógica, pero, por primera vez en veinte años, sabía que se encontraba en un lugar al que siempre desearía volver.






31 octubre 2006

Encuentros con las ánimas


La niebla iba cayendo lentamente sobre la ciudad, aumentando la sensación de frío por efecto de la humedad reinante. Era la primera noche fresca de otoño, y había sorprendido un poco a los diversos grupos de personas que poblaban la calle, tras disfrutar de un día tan cálido y soleado como había sido aquel último del mes de octubre.

De hecho, tras la espesa capa superficial, situada a muy baja altura, que formaba la niebla, el cielo estaba totalmente despejado, y los rayos de la luna llena conseguían filtrarse en ocasiones a través de los escasos resquicios dejados por el denso tejido de las nubes.

Ella estaba de pie, muy erguida, casi inmóvil, bajo la luz de la farola, y la difuminada luz artificial resaltaba todavía más la blancura espectral de su rostro. No era muy alta, pero el largo vestido, bien ceñido a su delgado cuerpo, y la interminable cabellera azabache cayendo sobre su desnuda espalda, le hacían parecer más esbelta. Tenía los ojos de un azul muy claro, algo turbio, que parecían ajenos a la persona, perfectamente enmarcados entre los finos arcos de sus cejas y rodeados por una gruesa línea de pintura negra enlazada con la de las pestañas; la cara, formando un óvalo perfecto, diríase que levitaba sobre el largo y fino cuello, en el que destacaba un ancho lunar negro, y del que colgaba un sencillo crucifijo de madera, que caía provocador sobre las sugerentes curvas de su pecho, que el apretado corpiño se encargaba de resaltar. El maquillaje era sencillo, pero impactante; además del estudiado recerco de los ojos, los labios apenas resaltados, las largas uñas de las manos, y las bien recortadas de los pies estaban teñidos de un negro obsceno, que invitaba al pecado. Las manos, muy blancas, se veían surcadas de finas venas moradas, y apenas quedaba un solo dedo que no estuviera ocupado por algún anillo portante de símbolo esotérico. No se sabía si se había vestido para esa noche, o era la noche la que se adornaba para ella.

El anciano estaba sentado en un banco, renegando. Vestía ropas viejas, pero clásicas: una americana gris, un chaleco de lana del mismo color, camisa blanca lisa, y corbata del mismo color con finas rayas negras. Un sombrero de pana tapaba su cabeza, que se presumía ya con poco pelo y muy blanco, como así confirmaba su largo y espeso mostacho. Su cara era de tacto áspero, apergaminada, con múltiples arrugas y manchas de sol distribuidas por su superficie, formando el complejo mapa de su expresión. De la comisura del labio inferior colgaba un puro apagado, y la mueca grotesca provocada por sus aspavientos dejaba ver sus amarillentos dientes deformes, salpicados de manchas de tabaco y café.

A lo lejos se oían los gritos de niños que recorrían las calles, disfrazados, calabaza en mano, abordando a los transehúntes, y los apresurados pasos de la gente que llegaba tarde a sus citas, pues la hora comenzaba a ser avanzada.

¡Truco o trato!, ¡truco o trato!, gruñía el anciano. ¡Esta juventud lo tiene que copiar todo! Cualquier motivo, por serio que sea, es origen de alguna fiesta irreverente. En mis tiempos se tenía más respeto a los muertos; la gente no osaba casi a salir a la calle esta noche, y en los hogares se contaban historias terroríficas sobre las ánimas que salían con el propósito de adueñarse de los cuerpos de los incáutos que osaban retar su eterno descanso.

La joven le miraba, sin cambiar su hierática expresión, tentada de contestar al viejo, meditando si merecía la pena comenzar una polémica que prometía ser agria. Pasó por su cabeza un argumento, que creyó convincente, y finalmente se decidió a expresarlo, con voz lenta y pausada, remarcando cada sílaba, consiguiendo un estudiado acento de misterio:

Si usted tiene tanto miedo de las ánimas ¿cómo es que está ahí sentado? ¿No tiene temor a que se lo lleven? ¿Quién le dice a usted que yo no soy una de esas almas en pena, y le voy a llevar conmigo al infierno?

El hombre se le quedó mirando largo rato, fijamente, con sus vidriosos ojos marrones rebosando de ira, hasta que la joven no pudo resistir su provocadora mirada, y se giró, buscando, un tanto angustiada, alguna presencia protectora. Entonces escuchó la voz del anciano, que sonó más grave y amenazadora que antes:

Yo ya no puedo tener miedo, ya no puedo tener miedo.

La chica se giró de golpe y ya no vio nada; el banco se hallaba vacío, y una ráfaga de aire frío golpeó su cara. De repente, se oyó el frenazo de un coche, que se quedó a escasos centímetros de la muchacha.

¡Oye, que de poco te atropello! Cualquiera diría que has visto un fantasma.

Ella se giró, todavía blanca de espanto, pero aliviada al reconocer al conductor:

Pues, no te lo vas a creer.

27 octubre 2006

La Mustia


El local era pequeño y viejo; apenas una pequeña sala, que, dividida por el mostrador, dejaba apenas un pasillo estrecho para los clientes. Junto a la zona de atención al público, existía un pequeño cuarto, donde se adivinaba el horno, comunicado con la primera por una amplia ventana, que facilitaba el intercambio del producto.

Las paredes tenían un color indefinido, sucio, que un día debió ser blanco, pero yo lo recuerdo siempre gris, con desconchones, contribuyendo a dar al local una sensación de insalubridad, que nada convenía al propósito comercial del mismo.

Y es que entonces poco se sabía de sofisiticadas técnicas comerciales, de vender el producto por los ojos, de enmascarar lo soso y descafeinado bajo un ambiente higiénico y confortable. De hecho, el puesto, casi siempre lleno de gente, daba ganas de abandonarlo nada más entrar; y a ello no sólo contribuía el alto grado de abandono del mismo, sino también la escasa amabilidad de las dependientas.

A la que hacía de jefa de las dos le llamaban "la Mustia", y era un apelativo generoso, e incluso cariñoso para su habitual carácter. Tenía un aspecto descuidado, poco femenino e intemporal; es decir, se conocía su sexo, pero nadie era capaz de asegurar su edad, y pocos parecían mostrar algún interés en alargar la conversación más allá de la pura transacción económica.

Era una panaderí; pero pocas unidades del completo alimento que da nombre a este tipo de establecimiento se exhibían en el sucio mostrador y en las despobladas estanterías. Tampoco recuerdo a nadie solicitando este producto, porque las estrellas del establecimiento eran, sin duda alguna, las rosquilletas.

Solamente despachaban de dos tipos diferentes: con sal, y sin sal; y esa era la única pregunta que hacía La Mustia después de conocer la cantidad exacta que deseabas adquirir. En dos anchos cajones, contínuamente repuestos de nuevas unidades por la ventana que he mencionado antes, se almacenaban unas y otras, y eran escogidas una a una y servidas en el mismo momento, envueltas en un pedazo de papel en forma de cucurucho.

Las rosquilletas de La Mustia eran famosas en todo Castellón, y era prácticamente imposible pasar por su puerta, bastante céntrica por cierto, sin dejar de comprar. Como además se servían por unidades, podías escoger en función de tu apetito o tu disponibilidad económica, siempre escasa en aquellos tiempos, aunque era imposible saciarse de ellas por mucha cantidad que comieras.

Tenían una forma irregular, un poco más anchas por el centro y algo más estrechas por los extremos, un poco más aceitadas de lo normal, e impregnadas con sal muy fina. Crujían con un ruido especial, rotundo, que era el preludio de una explosión de sabor en el paladar inigualable.

No existía nada que se le pareciera en toda la ciudad por aquel tiempo, aunque poco después fueron apareciendo productos más higiénicos, bien envasados en bolsas de plástico de doce unidades, con aspecto más uniforme, aunque de textura parecida; que incluso podían rivalizar en sabor si no se hacía la comparación directa.

Un buen día La Mustia cerró, y no recuerdo si abrieron otro tipo de local en su sitio. Hace mucho tiempo ya de eso. El otro día pasé por allí y vi sus paredes desnudas, vacías, y me pareció todo mucho más viejo. Recordé la frase que alguna vez he oído a mi cuñado Octavio: "Castellón debería hacer un homenaje a La Mustia" Y eso es lo que he querido hacer yo con este texto.

A la persona, en particular, no la he vuelto a ver desde entonces, e imagino que su aspecto no será muy diferente al de entonces, a pesar del tiempo pasado. Es lo que pasa con las personas que no parecen tener una edad determinada. Dicen que se casó, pero yo que queréis que os diga.




23 octubre 2006

Los anti-Nobel


No he podido resistir la tentación de comentar esta noticia. Lo siento, es superior a mis fuerzas.

Era conocedor, hasta ahora,de los premios anti-oscar, o algo así, a los peores actores y películas, esos que los endiosados actores de Hollywood, haciendo gala de su pésimo sentido del humor se niegan a recoger; de galardones a los más feos, los menos elegantes, los más antipáticos, siempre caracterizados por la grotesca caricatura que se hace de los premios reales; pero los premios anti-Nobel se llevan la palma esta vez, e intentaré en ediciones futuras seguirlos atentamente.

Estos premios son otorgados por una revista científica de humor, que se dedica, por lo visto, a reunir los mayores disparates generados a la sombra de la diosa Ciencia, con el fin de dejar al profesor Bacterio en el digno lugar que le corresponde. Veremos después que algunos de los inventos que se describen ni se le hubieran pasado por la cabeza del genial Ibáñez.

Singularmente, el galardón de Química ha recaído este año en un equipo de la universidad donde yo estudié, la Politécnica de Valencia, por lo que no es de extrañar que algunos salgamos como hemos salido, tras estudiar algunos años allí. Pues bien, la brillante idea del singular equipo de investigación es analizar el efecto de la temperatura sobre las velocidades ultrasónicas del queso Cheddar (sí, yo tampoco he entendido nada); imagino que porque las próximas generaciones de naves espaciales se van a construir íntegramente con ese material, e interesa saber si resistirá bien los cambios de temperatura, o por el contrario servirá sólo para untarla con pan tras abandonar la atmósfera. Las generaciones futuras agradecerán, sin duda, el día que nuestro equipo de próceres descubrió que el queso calentito corre que se las pela, y frío no es más que un triste pedazo de materia inerte condenado a permanecer inmóvil en el limitado recinto de la quesera hasta caer presa de algún voraz comensal.

Pero el resto de premios tampoco tiene desperdicio. Veamos:

- Medicina - Método para parar eficazmente el hipo a base de masajes rectales con un dedo (con dos supongo que no funciona). Sin comentarios. Si había que investigar para eso, apaga y vámonos. Estos israelitas, para más señas, el año que viene descubren que para terminar con el hambre en el mundo haría falta un número suficiente de bocadillos de jamón.

- Física - Explicación de las razones por las que un espagueti crudo se suele romper en más de dos trozos, a cargo de investigadores franceses. ¿Porque es frágil? (Cállate, Juanjo, que no tienes ni idea)

Lo que más gracia me hace de todo es que estoy absolutamente convencido de que estos grupos de investigadores han realizado estos estudios totalmente en serio, convencidos de que su trabajo supone una auténtica innovación en el campo de la ciencia, de que no pretenden tomarnos el pelo, y de que, además, han recibido una cuantiosa subvención por parte de algún organismo del Estado.

En fin. Después de visto lo visto, todavía hay gente que se me cabrea porque tengo unas cariñosas palabras con Plutón.

19 octubre 2006

La dama de hierro (y VI)




















COMENTARIOS DEL AUTOR

Como sabéis, este relato está basado en la historia de Erzsebet Bathory, la condesa sangrienta, que vivió en la Rumanía de finales del siglo XVI y principios del XVII.

Me basé en principio en el libro "Locos de la historia", escrito por Alejandra Vallejo Nájera, que leí el pasado verano. Después he ido leyendo más textos sobre la condesa en diferentes páginas de la red, encontrando divergencias en algunos puntos, por lo cual es complicado saber cual es la verdadera versión de los hechos.

En mi relato, me he tomado la libertad de inventar algunos hechos, personas y situaciones, que quiero aclarar, no vaya a ser que alguien se tome los mismos al pie de la letra. En primer lugar, el nombre de la protagonista, totalmente inventado.

Alejandra Vallejo Nájera contaba en su libro que los soldados que descubrieron las mazmorras del castillo, encontraron una dama de hierro averiada, que ya no se utilizaba desde hacía tiempo. Por lo tanto, los libertadores no llegaron en ese preciso instante, como por otra parte hubiera sido mucha casualidad; aunque es seguro que encontraron a varias muchachas moribundas y algunas presas, por lo que alguna vida sí que salvaron en ese momento.

Algunos textos no mencionan a la dama de hierro, sino que hablan de un instrumento similar, consistente en una jaula con pinchos, colgada del techo, en la que la prisionera terminaba por ensartarse involuntariamente, derramando su sangre sobre otra muchacha vírgen y desnuda.

Tampoco coinciden las fuentes en la presencia de la condesa el día de las detenciones. Hay quien afirma que estaba en el sitio, y que fue detenida in fraganti; otros dicen que se encontraba en el castillo, pero la orgía de sangre y sexo se había producido la noche anterior; y por último algunos autores sostienen que estaba de viaje.

No he encontrado contradicciones en el juicio y sus castigos: la quema en la hoguera de sus dos ayudantes, y los tres largos años de cautiverio de la condesa entre cuatro paredes. También es probable que se encontrara el diario donde anotaba todas las características de sus víctimas, aunque, al parecer, quedó en poder del conde Thurzo, su captor, y no se ha podido nunca consultar el original.

Yo no creo probable que la mujer conservara su belleza dentro de los cuatro muros de su celda, sino que más bien había pocas mujeres en el castillo, y cualquier rudo soldado de guardia en un castillo semi-abandonado puede alucinar con una fregona, si le pones falda y tacones. Algo parecido pasa a partir de las 6 de la mañana en muchas discotecas, y nadie pone el grito en el cielo.

Con estas tiernas palabras doy por concluída la serie de "La dama de hierro". Sinceramente creo que no he cargado demasiado las tintas, y que la realidad fue bastante peor que mi relato, pero espero que este último os haya gustado.

18 octubre 2006

La dama de hierro (V)



Diez años después, mientras recorría de nuevo los lugares del horror, Anna Dimitrescu recordaba cada uno de los detalles de aquellos momentos dramáticos como si los estuviera viviendo en ese mismo instante, y se arrepentía de haber aceptado la invitación de visitar el castillo que le habían ofrecido sus nuevos moradores.

Algo le invitaba a abandonar cuanto antes aquel recinto, a pesar de ser perfectamente consciente de que el peligro real ya no existía, pues las viejas hechiceras fueron quemadas en la hoguera poco tiempo después, y la señora, la condesa Bathory, fue condenada a vivir el resto de sus días entre cuatro paredes sin ventanas, con sólo un pequeño hueco por el que introducir la comida necesaria para su supervivencia, hasta que la muerte se la llevó tres años después de comenzar su encierro.

El juicio también fue terrible; volver a recordar todas las escenas de sufrimiento, delante de la mirada amenazante de la señora, que jamás dió la sensación de estar vencida, y reiteró tercamente, hasta la saciedad, estar en su derecho, como noble que era, de sacrificar las vidas necesarias para preservar su belleza.
La prueba clave fue un cuaderno, hallado en el registro del castillo, donde estaban anotados los nombres y características de las 610 muchachas sacrificadas para lograr ese oscuro objetivo. No tuvo el juez valor suficiente para condenar a la condesa a suerte igual que sus sicarias, como hubiera merecido, aunque quizá fue más cruel dejar que su bello rostro se marchitara lentamente, y la juventud que quiso conservar eternamente se le fuera marchando, poco a poco, pero sin ningún remedio.

No obstante dicen que la belleza le acompañó largo tiempo, y era objeto de admiración por parte de sus guardianes, que la espiaban a través del pequeño agujero abierto en la pared. A su muerte, fue enterrada en el mismo castillo, pero al poco tiempo su tumba fue violada, y los campesinos mantienen que su alma poseyó la de un vampiro, que sigue cobrándose sus deudas de sangre entre las muchachas de la comarca.

Quizá fuera eso lo que intimidaba a Anna, y a pesar del buen trato recibido por los anfitriones, decidió abandonar el castillo antes de que el sol dejará de calentar las frías almenas, prometiéndose a sí misma no volver a poner el pie entre sus muros en lo que le quedara de vida, pues ya había sido demasiado vivir aquella pesadilla como para desear revivirla.

12 octubre 2006

La dama de hierro (IV)



La expectación domina el semblante de las tres únicas ocupantes de la sala mientras las sombras avanzan; las espadas preceden, desafiantes, a las personas que las blanden, mientras se introducen con mucha cautela en la ratonera.

Por fin puedo ver sus rostros, y suspiro de alivio al comprobar que no son los de mis anteriores verdugos. Al instante reconozco la divisa adherida a su armadura: son soldados del rey.

Lágrimas de felicidad brotan de mis mejillas cuando, con voz alta y clara ordenan: "Daos presas, en nombre del Rey", mientras se dirigen, sin bajar la guardia, hacia las dos viejas. Las brujas no oponen resistencia, ni siquiera osan desafiar con la mirada las órdenes de los soldados; pronto se ven con sendos grilletes sujetando sus muñecas por detrás de la espalda, caminando con desgana hacia la puerta de salida.

A mí me desatan, me cubren con un manto y abandono junto a ellos la estancia, con las escasas fuerzas que conservo, casi a punto de desmayarme, caminando paso a paso, lo más erguida posible, intentando enjugar las últimas lágrimas y reprimir las siguientes. Siento vergüenza de mí misma, humillación y vergüenza, pero la libertad está cerca, y todavía no me hago a la idea de lo que puede suponer eso.

Saliendo de las mazmorras observo con terror a mis antiguos torturadores: uno ya ha muerto, y el otro yace en el suelo, moribundo. Me impacta la expresión de sorpresa del primero, los ojos muy abiertos, incrédulos, y la herida en su costado izquierdo todavía manando sangre, oscura y espesa, que va coagulando lentamente. El segundo tiene una herida en el estómago, y su agonía es lenta; está perdiendo mucha sangre, y sus lamentos van acorde con sus fuerzas, prácticamente ya inexistentes, convertidos en susurros inaudibles.

En el patio de armas, los soldados del rey vigilan a los restos de la guarnición del castillo, y al personal del mismo, que permanece retenido mientras se realiza el registro minucioso de cada una de las estancias. Las dos viejas pasan a engrosar el grupo de los soldados vencidos, y el personal de cocinas vuelve a sus puestos, escoltado por un par de guardias, para preparar el avituallamiento de los numerosos ocupantes del lugar.

Parece que no ha habido demasiados muertos, pero el enterrador del castillo mira cabizbajo el trabajo que se le viene encima; aunque eso será después del interrogatorio al que le van a someter las autoridades, que ya le llaman para comparecer ante ellas.

Un pequeño hospital es improvisado juntando algunas habitaciones, y allí me envían junto a mis compañeras de cautiverio, para reponernos de nuestras heridas físicas. Las otras, tardarán más en cicatrizar.

Castillo de Csejthe
Enero de 1.611

La dama de hierro (III)



Un rápido y sonoro chasquido sigue a la liberación del resorte, y no puedo evitar cerrar los ojos y gritar lo más fuerte posible, esperando que mil cuchillas atraviesen y desgarren mi cuerpo. Pienso que el final será rápido, pero temo al dolor físico que me producirán los afilados puñales de la dama.

Su torso se abre en dos de golpe, produciendo una corriente de aire fresca que me golpea el rostro. Noto que algo se mueve, se acerca hacia mí lenta e inexorablemente, más despacio de lo que me gustaría. Deseo que todo termine en un instante, pero la máquina ha decidido prolongar la espera unos segundos más. Los pinchos están cada vez más cerca, casi los puedo tocar, van a introducirse lentamente, desgarrándome, provocándome una muerte dolorosa y una larga agonía.

Pero de repente, ¡Click!, otro chasquido ... La dama se ha parado, dejando sus mortíferos apéndices a pocos centímetros de mi piel. Escucho las maldiciones de la bruja, y los golpes de los soldados contra el artefacto. No lo puedo creer: todavía estoy viva. De momento.

Me atrevo tímidamente a abrir los ojos, y observo aterrada los afilados aceros esperando ahí delante, tan cerca, el fin de su cometido. Intento librarme de las ligaduras, pero es inútil, mi vida durará lo que tarden los hombres en solucionar el atasco que impide el avance del artilugio.

De repente se escuchan ruidos afuera, gritos, golpes. Algo sucede. Los soldados abandonan sus trabajos, echan mano al cinto, desenvainan sus espadas y las muestran delante de ellos en posición vigilante, abandonan la sala circular, y desaparecen por la puerta. Las viejas brujas cuchichean entre ellas, indecisas, si continuar con la tortura o esperar el devenir de los acontecimientos. Yo respiro, algo más tranquila.

Durante unos minutos, que se me hacen larguísimos, solamente escucho las maldiciones exclamadas por los contendientes, los golpes y el entrechocar de los aceros, los gritos al ser alcanzados por las espadas. Dentro de la sala, nadie osa decir nada, parece que las tres estemos reteniendo la respiración todo el tiempo, aunque un pequeño rayo de esperanza penetra poco a poco en mi espíritu.

Un par de gritos ahogados preceden un silencio más profundo, más intenso, más dramático, mientras dos sombras penetran por la puerta de la sala circular.

06 octubre 2006

La dama de hierro (II)



Flanqueadas por dos guardias, armados con puntiagudas lanzas, puedo adivinar a las dos brujas; sus figuras encorvadas y grotescas contrastan con las erguidas y altivas siluetas de los soldados. La señora no está, pero no sé si eso mejorará mi situación.

Toma la iniciativa la mayor, la veterana, la más vieja de las dos; por todo saludo me dirige un insulto, y una bofetada que me gira la cara del revés. Su mirada es una mezcla de sadismo y lujuria: sus pequeños ojos negros de rata brillan con malignidad, y sus arrugados labios se pliegan aún más en una mueca repugnante, en una sonrisa obscena, de humillación y de desprecio.

El recibimiento me indigna, me subleva, y reúno mis escasas fuerzas para escupirle en la cara, pero al instante siento el dolor intenso en el estómago, producido por un rodillazo, y el del acero abriendo mis mejillas: la sangre empieza a brotar abundantemente, y se mezcla con las lágrimas que manan de mis ojos en silencio. En silencio, sí, porque no pienso gritar ni gemir; no les voy a dar el placer de verme suplicar.
La bruja increpa al soldado: "Todavía no, imbécil, necesitamos su sangre, toda su sangre. No podemos desperdiciar una sangre tan noble: la señora la necesita"

Comprendo que voy a morir, que estoy viviendo mis últimos momentos, y postrada de rodillas con la cabeza envuelta por mis brazos, espero el siguiente golpe, que no tarda en llegar. Pero yo insisto en mi posición fetal, resistiendo los bastonazos que me propinan sin levantarme, sin apenas moverme, hasta que unas manos enérgicas tiran de mi pelo, arrastrándome por el asqueroso suelo durante un interminable recorrido.

El trayecto termina en una sala desconocida para mí hasta ahora: la planta circular, sin esquinas, el techo bajo y oscuro, agobiante; las paredes desnudas, sin ventanas ni claraboyas y tan sólo algunas argollas clavadas a media altura; el mobiliario escaso, apenas un sillón, una mesa y un banco para los espectadores; pero abundan los artilugios de tortura: un potro, látigos con las puntas de hueso, mazas, alicates, lanzas, torniquetes ... y al fondo una hermosa estátua, una réplica de la señora, con la mano derecha tendida, luciendo un anillo de oro rematado con un diamante, cuyo brillo atrae la atención de cualquier mirada.

El aire hiede, el suelo está impregnado de una negra y espesa capa mugrienta, y las paredes, apenas iluminadas por dos gastadas antorchas, se ven salpicadas por sospechosas manchas, que la oscurecen aún más.

La señora sonríe con su hierática sonrisa, y el brillo del diamante se mete en mis pupilas, dañando mi retina. Intento bajar los ojos, pero la punta de una daga me obliga a levantar la cara, a no perder de vista el resplandor. Los dos soldados me sujetan ahora, y me alzan, llevándome a rastras hasta la estatua.

Intento resistirme, echarme hacia atrás, pero una lanza me recuerda que no puedo retroceder, que seguiré avanzando hasta completar el mortal abrazo con la oscura dama. Puedo sentir el tacto frío del metal sobre mi desnuda piel, la lanza me empuja más y más hasta que mi cuerpo ya no se puede separar ni un milímetro de la piel de acero.
Mi cuerpo tiembla de frío y de miedo, y la voz de la bruja retumba en la sala:

- ¡Humíllate ante la señora, ingrata. Besa su anillo, estúpida!

Intento resistirme, pero la lanza me aprieta, desgarra mi piel, araña mi carne. Lentamente, temblando, me arrodillo, la luz brillante se incrusta en mi ojo, me aturde, y las lágrimas distorsionan aún más su reflejo.

Mi corazón se acelera, como si quisiera apurar sus últimos latidos, su sonido retumba en mis oídos, atormentándome aún más. Esta ahí, a tan sólo unos pocos centímetros, el final, mi final, pero mi cuerpo no quiere dar ese paso.

De repente, la mano huesuda de la bruja aprieta mi cráneo y lo empuja hacia la mano de hierro, obligándome a tocarla, desplazándola hacia atrás como movida por un resorte. Entonces escucho el golpe seco de un mecanismo al liberarse:

¡Click!

La dama de hierro (I)



Oigo rechinar las bisagras oxidadas de las puertas de hierro que me encierran.
Ya están otra vez aquí, ya llegan, y tiemblo de pensar que vienen a por mí.
En realidad, no tiemblo sólo de eso, también de frío, de vergüenza, de dolor. Jamás en mi vida he sido tan humillada como lo estoy siendo estos días. ¡Y pensar que mis padres, nobles de alta alcurnia, me enviaban aquí para completar mi educación, y adquirir la refinada cultura de las más prestigiosas cortes europeas!
Desde que entré solamente he soportado vejaciones; me han tratado como a una esclava, obligándome a realizar las tareas más duras del castillo; como a una fulana, haciéndome posar desnuda, en estancias frías, para luego azotar con duras vergas las partes más sensibles de mis carnes, hasta hacerlas sangrar, hasta verter esas gotas de líquido rojo oscuro, denso, que hacen enloquecer a la señora, y provocan las sádicas carcajadas de las viejas brujas de sus ayudantes.
Llevo tres días encerrada en esta húmeda y fría celda donde solamente me sacan para torturarme. Me obligan a comer, y después me desnudan, me golpean, y cuando mi piel adquiere un color sonrosado, clavan finas agujas para extraerme sangre; mi cuerpo es ahora un rosario de arañazos y heridas, que no terminan de cicatrizar, y mi piel se cubre, poco a poco, de sangre reseca. No me dejan dormir, y tampoco retiran mis heces, por lo que el ambiente es nauseabundo e irrespirable. Me siento débil, ¡tan débil e indefensa!
Sé que hay más compañeras; escucho sus lamentos y gemidos de dolor, y las oraciones a un Dios que no nos atiende, en forma de susurros siniestros, de ansiosas súplicas, de cánticos desesperados. Oigo sus gritos de terror cuando laceran sus carnes, y tiemblo de pensar que la siguiente puedo ser yo.
Estoy resignada, mis fuerzas ya me abandonan; deseo que este trance termine ya, abandonar el mundo de los vivos, acabar con el dolor, el frío y la humillación, pero me aterra el último trámite.
Oigo más cerca los pasos, han cerrado la última puerta. Todo está oscuro. Se han parado, oigo de nuevo el ruido de las llaves al chocar entre ellas, al introducirse en la cerradura...

¡Dios mío!

03 octubre 2006

Pesadilla real



"Intentaba tranquilizarse, ralentizar la respiración agitada, templar los nervios, dejar de escuchar los latidos de su propio corazón, pero era en vano; el terror se había apoderado de ella, y cualquier pequeño ruido del bosque aceleraba aún más su ajetreada circulación. Las nubes tapaban de vez en cuando la luna, creando nuevas formas, figuras diabólicas que parecían estar agazapadas, intentando abalanzarse sobre su presa; el rugoso tronco de las sabinas semejaba la áspera piel de ancianos dementes, ansiosos por arañar la suave piel de la princesa con sus manos de lija; los ojos de las lechuzas recordaban miradas de brujos perversos, observando el sigiloso movimiento de las bestias de la noche.

Las sombras se acercaban cada vez más hasta el claro en donde dormía, alargando las ramas del tejo hasta casi rozar las piernas de la muchacha. Entonces, la respiración se le cortaba, el ritmo cardiaco se contenía, y los segundos de espera se hacían eternos, hasta que finalmente una racha de viento ululante acercaba fatalmente las sombras hasta la cintura de la muchacha, agarrándola firmemente y apretando sus carnes.
"

En ese momento ella despertaba siempre; con una brusca convulsión expulsaba el aire retenido tanto tiempo, el corazón parecía estallarle de golpe, su respiración se aceleraba, y el sudor brotaba a mares por todos los poros de su piel.

Habían pasado muchos años, pero la pesadilla se repetía una y otra vez; y el rey la veía sufrir impotente, día tras día, a pesar de sus muchos intentos por solucionar el problema, de los múltiples tratamientos que había recibido por prescripción de los médicos más prestigiosos de ése y otros reinos.

Su rostro era todavía hermoso, aunque estaba surcado de finas arrugas, que reflejaban sufrimiento y salud precaria, haciendo más que nunca honor a su nombre: Blanca de las Nieves. Y eso que lo tenía todo: era reina de un apacible país que lo adoraba, al igual que su esposo, el Rey, y una corte de siete pequeños bufones, que algún personaje políticamente incorrecto bautizó como enanos, válidos para alegrar su espíritu tanto como para instruir a su numerosa prole en las diferentes artes y ciencias, que ellos dominaban.

Pero el veneno suministrado por su envidiosa madrastra le había dejado secuelas permanentes; no sólo las pesadillas del bosque, también algunas arritmias, taquicardias, y un tic en el ojo izquierdo que había puesto en apuros a más de un embajador extranjero.

La vida presente suele ser consecuencia de la pasada, y los sinsabores y penurias acaban pasando factura con el tiempo, que termina arruinando los momentos de gloria más perdurables. Parece más elegante y sano quedarse sólo con los buenos tiempos. No obstante, "Fueron felices y comieron perdices" me parece resumir demasiado en este cuento.

28 septiembre 2006

El Monte del Olvido (y VI)

CONFESIONES DEL PROTAGONISTA DESDE EL MÁS ALLÁ

A menudo me pregunto si merecieron la pena los últimos años de mi vida, si realmente sirvió para algo el esfuerzo físico y mental de poner orden a los acontecimientos y sentimientos vividos.
Algunos recuerdos quedaron calcinados en el incendio, otros se mojaron en el trayecto fluvial, o quizá se desvanecieron en el fondo del mar. Tal vez la barca se salvó, y alguien podrá leer algún día una parte de una historia corriente, tan normal y tan diferente como lo son todas las de las vidas cotidianas.
Ya nada importa; si alguien me recuerda o no ya no tiene importancia para mí, y si escribí aquellas páginas tampoco fue para perdurar en el recuerdo de nadie, sino para revivir mi propia vida.
¡Qué sin sentido parece renunciar a media existencia para recordar la otra media!, pero lo tiene, y tras meditarlo profundamente, no me arrepiento de haberlo hecho. En el fondo yo quise terminar con el mundo, habitar mi particular Monte del Olvido, aislarme, refugiarme de la gente, enterrarme vivo. Sin apreciarlo, lo había estado buscando en vida, en mis momentos de soledad escogida, en mis estudiados silencios, en mis lacónicos comentarios, en mis faltas de sensibilidad y aprecio por los demás.
Poco a poco, el mundo me fue devolviendo moneda a moneda mis usureros préstamos, fue pagando con el olvido todos y cada uno mis desprecios; y yo respondí al principio con arrogancia, con más desprecio, y después, cuando ya era tarde, con lágrimas y arrepentimiento.
Cuando aquella triste y desesperada noche visité por primera vez el Monte, decidí, arrepentido, hacer las paces con el mundo; pero mi orgullo me impedía pedir perdón, así que reconocí sólo para mí mismo las culpas, olvidando el trago amargo de las disculpas: recordé todo y a todos, sin pedir ya nada a cambio, sin reproches, sin más deudas afectivas.
Dudo que alguien me tenga en su recuerdo después de tanto tiempo; las personas que afirmaron alguna vez que les había dejado huella hacía ya mucho que no recordaban qué suela fue la que dejó aquella impronta.
No me siento triste por haber muerto a solas. No tuve en vida la suficiente humildad para pedirle a nadie que me acompañara hasta el final del camino, porque siempre temí las respuestas negativas. Algunos me acompañaron largos trechos, desviando su ruta cuando mi compañía dejó de ser grata; pero hicieron la travesía más llevadera, y se lo agradezco de corazón. En el fondo siempre supe que la meta debía cruzarla en solitario, sin testigos, y con el transcurso del tiempo deseé que fuera así.
Mi alma descansa en paz ahora, sola, con sus recuerdos, como siempre quiso estar. Nada la atormenta. Ya no existe el Monte del Olvido.

20 septiembre 2006

El Monte del Olvido (V)


Acomodé como pude los papeles en la barca, procurando que se mojaran lo mínimo posible, labor que me parecía prácticamente imposible al principio; pero me desprendí de la ropa de abrigo y envolví mi preciado tesoro con ella, albergando la esperanza de ralentizar al máximo su destrucción.

Mientras tanto, el silencioso barquero se afanaba en cruzar el caudaloso y turbulento río, con unas fuerzas que parecían provenir de otro mundo; luchaba contra un río salvaje, furiosamente empeñado en que no cruzáramos sus aguas, en conducirnos hasta el fondo de su profundo cauce por la vía más rápida.

Caronte bogaba con fuerza contra la corriente, e intentaba vadear las olas como si de altas montañas se tratara, pero cuando parecía alcanzar la cumbre la cresta de la ola rompía, arrojándonos hacia el mismo hueco del que procedíamos.

Aún así la barca avanzaba lentamente, pero paralela a las orillas, en lugar de transversal a las mismas, como era el deseo de mi transportista. Tras horas de agotadora lucha, en las que cada instante parecía el último de nuestras existencias, la corriente pareció ceder, el río perdió brío y bravura, se amansó como si la desigual lucha hubiera hecho mella en él, como si se hubiera rendido, renunciando a su siniestro objetivo, y, en le fondo, quizá fuera así.

No obstante, el río seguía su curso rápido, pero sereno. Enfrente, una masa uniforme, de un azul intenso, se perdía en el horizonte: habíamos llegado al mar. Aunque no podía ver la cara de Caronte, creí adivinar algo parecido a una sonrisa, si cabía tal en el semblante de aquel espectro; aunque no habíamos podido cruzar el río, tampoco reposábamos en el fondo de sus aguas: la partida había terminado en tablas, era un empate que sabía a victoria.

Más relajado, me disponía a comprobar el estado de los papeles, cuando de repente un golpe seco me desequilibró y caí de la embarcación, con tan mala suerte que golpeé mi cabeza contra una roca, quedando inconsciente.

Cuando recuperé la conciencia, me encontraba tendido en la arena, y los cálidos rayos del sol calentaban mi aterido y agotado cuerpo. Estaba rodeado de gente, desconocida para mí, y que hablaban lenguas extrañas. Veía cómo se acercaban, curiosos al principio, me señalaban, y murmuraban con semblante serio.

Pronto la multitud empezó a restarme el calor del sol necesario, o era mi cuerpo el que iba perdiendo su calor natural; también las fuerzas me abandonaban, era incapaz de levantarme, casi no podía mover mis extremidades, y hasta los párpados empezaban a pesar demasiado, enturbiando las hasta entonces nítidas imágenes.

Los perfiles de las personas y las cosas empezaron a deformarse, a medida que la rendija de mis ojos se iba estrechando; y los contornos se fueron oscureciendo, llenándose de sombras. Los sonidos eran cada vez menos audibles; solamente quedaba el murmullo del mar golpeando suavemente mis oídos, atenuando su impacto progresivamente hasta la nada.

Se hizo la oscuridad y el silencio, y me encontré en paz. Por primera vez en mi vida, en paz. Ya no sentía nada, ni dolor, ni tristeza, ni siquiera cansancio; podía moverme sin esfuerzo, y veía todo con claridad, con una nitidez desconocida hasta entonces.

Bajé la vista y vi apartarse a todos los que se agolpaban alrededor de mi cuerpo, mientras uno de ellos recitaba de memoria una oración, al tiempo que marcaba con su dedo el símbolo de la cruz sobre mi frente.

13 septiembre 2006

El Monte del Olvido (IV)



Baje las escaleras corriendo y me dirigí a mi escritorio; allí se encontraban cuidadosamente almacenados todos mis recuerdos, agrupados en varios bloques compactos de aproximadamente el mismo tamaño. Todo el trabajo de mis últimos años se veía amenazado; sería pasto de las llamas si no hacía algo para evitarlo.

No quedaba tiempo para la reacción; tras un infructuoso intento de abarcar toda la información, decidí coger lo que pudiera y salir corriendo, pues las llamas estaban invadiendo ya la planta baja, un espeso humo negro empezaba a extenderse por todas partes, y el calor empezaba a ser insoportable.

Salí poco antes de que el edificio diera síntomas de su agotamiento, en forma de sonoros crujidos, que parecían lúgubres lamentos de reos desesperados a las puertas una muerte segura. Me detuve a contemplar el grandioso espectáculo de las llamas saliendo por todas las aberturas de la fachada, devorando poco a poco cada rincón de la casa, destruyendo su estructura hasta doblegar su estabilidad, como un gigante abatido por múltiples y minúsculas flechas.

Sin embargo, tampoco afuera estaba a salvo; el incendio se extendía por el jardín, formando una barrera infranqueable que cerraba el paso a mis espaldas, y avanzaba peligrosamente hacia el lugar donde me encontraba.

Busqué un camino para escapar, pero el tiempo se había encargado de borrar definitivamente aquellos que antiguamente exploré; tan sólo quedaba aquel que tan bien conocía, el sendero amplio y llano que conducía al Monte del Olvido. Me encontraba, pues, ante un dilema: escoger entre las llamas rápidas y purificadoras, o la larga agonía en un lugar hostil e impreciso.

El dolor físico me aterraba; así que me dispuse de nuevo a recorrer la conocida senda, cargado con todo lo que mis manos podían sostener, y con la resignación del que sabe inútiles sus últimos pasos.

Sin embargo, esta vez el ancho camino parecía no quere estrecharse; mantenía su limpio trazado en toda la extensión que la vista abarcaba, y ni siquiera se adivinaban las cumbres del conocido monte a lo lejos. El sonido del incendio, el estruendo de las ramas de los árboles cayendo y el rugido de la maleza en llamas se iba atenuando lentamente, viéndose sustituido por un sordo murmullo que crecía y crecía.

Pronto comprendí la razón; al final del trayecto se encontraba de nuevo el barquero, con su embarcación varada en las orillas del río turbulento. El Monte había desaparecido, a medida que mis olvidos habían sido reconvertidos a recuerdos, y plasmados en un papel; o quizá la mansión y el sendero eran en realidad el recinto del olvido, del que no existía escapatoria posible.

Caronte aguardaba en la misma postura que lo vi la primera vez: en silencio, con la capucha cubriendo sus ojos, el cuerpo encorvado sobre la barca, y la mano extendida solicitando el pago obligatorio por sus servicios.

Hurgué en mis bolsillos, y tan sólo encontré un duro, que entregué con desconfianza al barquero, pensando que sería pago insuficiente para sus esfuerzos; pero sorprendentemente, con un brusco ademán, me indicó que podía subir al vehículo de mi último viaje.

07 septiembre 2006

El Monte del Olvido (III)

Al día siguiente del accidentado paseo decidí escribir mis memorias; y lo hice con la pasión del neófito; con la ansiedad de retener cada recuerdo, cada sensación, cada sentimiento; sin olvidar datos, sin esconder detalles, sin abreviar descripciones. Cada hoja en blanco me parecía un sacrilegio, un grave pecado que solamente podía expiar llenándolo con mis experiencias.

Así pasaron muchos años. Escribir era mi único objetivo, mi única meta. Me levantaba por las mañanas con ese propósito, que no abandonaba más que para satisfacer mis necesidades fisiológicas. Un pequeño huerto me abastecía sobradamente de frutas y verduras durante la temporada, y el resto del año lo iba pasando con las conservas que elaboraba a final de la misma. Lo mismo ocurría con el pescado que me procuraba por mis propios medios en la bahía: salazones y escabeches se acumulaban mi despensa esperando ser consumidos, lo que cada vez hacía con menos frecuencia, pues el apetito iba decreciendo con el tiempo.

El resultado de esa autarquía buscada fue un aislamiento casi total del exterior. Iba aplazando las visitas a la ciudad, aprovisionándome cada vez con mayor abundancia para dilatar en el tiempo las obligatorias salidas.

Aunque conservaba intacta la pasión del primer día, las fuerzas ya no eran las mismas; los años y la pobre alimentación se hacían notar en mi aspecto, que ya era el de un anciano decrépito. Las hojas se iban terminando, y el relato de mi vida se acercaba a su fin. Era evidente que no podría terminarlo, pero tenía la ingénua ilusión de ser capaz de plasmar en letras las últimas sensaciones de mi vida, arrastrando en la N del fin mi último estertor.

En esos pensamientos divagaba, cuando se desató una descomunal tormenta, que pronto dejó a oscuras la casa donde vivía; como, por otra parte, era habitual en aquellos tiempos y en esas circunstancias. Encendí algunos candelabros que tenía preparados para la ocasión, y me entretuve contemplando el fascinante espectáculo de los relámpagos iluminando el mar, y alterando las misteriosas sombras que poblaban la estancia. El ritmo de los truenos se acercaba cada vez más a la aparición de los destellos, aumentando también la potencia sonora de la descarga: la tormenta estaba en su punto álgido; cuando de repente, una luz me deslumbró durante unos segundos y el siguiente estruendo me dejó momentáneamente sordo: el rayo había caído muy cerca, en el mismo jardín de la casa.

Pude ver como un árbol en llamas caía sobre el techo de la casa. Al poco, escuché el crepitar de las llamas, y percibí el inconfundible olor de la madera quemada de las viguetas que sostenían el techado. Mi casa ardía.

Subí las escaleras, abrí la puerta de la buhardilla, e intenté apagar el fuego con los escasos medios de que disponía: tan sólo un par de cubos de agua y mis menguadas fuerzas; pero fue todo en vano: las llamas avanzaban imparables, y a menos que el agua caída del cielo fuera capaz de vencerlas, era cuestión de tiempo que arrasaran la mansión hasta los mismos cimientos.

30 agosto 2006

La Liga de las Estrellas



Gracias a la colaboración de Raquel he conocido el desenlace de las largas deliberaciones mantenidas por 2.500 científicos sobre planetas, enanos y princesas guerreras. El final es de todos conocido: Plutón ha sido degradado, excluído, vejado, expulsado de la Liga de las Estrellas.

Cada siglo, más o menos, se producen cambios en la lista de planetas. En el siglo XIX cayó Ceres, y en el XX ascendió Plutón, el mismo que ahora es defenestrado. Dentro de 100 años, veremos qué pasa, pero parece claro que el próximo planeta que se porte mal será expulsado. Las reglas de la competición son cada vez más estrictas. Así es la vida.

Comentaba Carlos en la anterior entrada que Plutón era un planeta pequeño y con órbita caótica, aceptado entre los grandes sólo para contentar a los norteamericanos que querían un planeta suyo en la lista. Vamos, algo así como el Oscar a la película extranjera, pero al revés.

Así, el planeta diminuto, lejano y simpático se había convertido con el tiempo en ridículo y antipático, con esa manía de meterse en las órbitas de los demás, y no mantener limpia la suya. Nos había salido un Plutón verbenero, en pocas palabras.

Lejos de aceptar estos argumentos, me uno a los que abogan por aceptar la diferencia y enriquecerse con los matices, con aquellos que pancarta en mano y camiseta protesta ceñida al cuerpo gritan: "Plutón somos todos" Pues yo añado: "Plutón también existe" y propongo alguna subvención para estudiar mejor este polémico astro.

Porque si echamos la cuenta atrás, Plutón y su extraña familia de lunas (alguna casi de su tamaño) llegó a nuestro Sistema Solar allá por los años 30 como una familia de emigrantes: sin recursos, sin avales, sin contrato de trabajo, sin papeles. Eran todos pequeñitos y similares, como esas familias de personas bajitas, que siempre te encuentras en las colas de los parques temáticos, y vistas de espalda no sabes muy bien quién es el padre, la madre y los hijos mayores; pero no parecían peligrosos, ni siquiera molestos.

Ya lo bautizamos con un nombre despectivo, el de un antiguo dios del inframundo; y aunque fue aceptado, nunca lo fue del todo. Nació primero el recelo del que viene de fuera, afloró después la discriminación, y ahora triunfa la xenofobia.

Es cierto que no es como nosotros; que puede que hoy esté aquí y mañana se largue hacia otros sistemas, para comprobar cómo se las gastan en Orión, por ejemplo; que no limpia bien su casita y se mete en la de los demás a la hora de la siesta, pero yo le he cogido cariño y lo considero como uno más de casa.

Por eso quiero que sepas, querido Plutón, que te deseo lo mejor allá afuera, y espero que vuelvas pronto a la primera división. Por favor, no nos guardes rencor; observa la lagrimilla que surca mis mejillas mientras te busco por el firmamento y no te encuentro.

Aunque no te vea, sé que estás ahí y sonrío. Vuelve, Plutón, vuelve.

23 agosto 2006

El Monte del Olvido (II)


Pronto se hizo de noche; observé como lentamente las montañas dibujaban su contorno sobre el cielo azul, cada vez más oscuro, para después perderse dentre de él. No había luna, y las estrellas que empezaban a salir proporcionaban escasa visibilidad, la justa e imprescindible para dar cuenta de las escasas viandas que poseía y abrigarme con el chubasquero que llevaba siempre conmigo.

Improvisé un lecho, despejando a mano las numerosas piedras que llenaban el suelo, colocando algunas hierbas encima, a modo de colchón, y rellenando el zurrón con otras tantas para utilizarlo de almohada.

Me quedé dormido en posición fetal, buscando calor dentro de mi propio cuerpo, minimizando el contacto con el duro y frío suelo, pero no sirvió de mucho: una racha de viento helado se introdujo en el refugio, obligándome a acurrucarme más, comprimiendo mis carnes contra mis huesos en un intento vano por recuperar el calor que se iba. Todo fuen en vano; tras una larga lucha por conciliar mi sueño con el gélido ambiente decidí abrir los ojos, y me levanté poco a poco, tiritando.

El paisaje parecía algo cambiado, despejado de matas y arbustos, y con más claridad que al principio de la noche. El viento ululante parecía sonar con sentido, como una extraña melodía, simple, repetitiva, monótona, pero dulce. Afiné el oído: era una nana.

Salí del refugio con algo de miedo, caminando despacio contra el viento que parecía remitir, pero aún así tropecé con varios objetos: un viejo sonajero, un chupete, una caja de música, un pequeño diente de leche, atado todavía a un hilo blanco manchado con una gota de sangre ...

Ascendí por el Monte del Olvido extasiado; sobre el suelo, diseminados, se hallaban todos esos objetos que me habían pertenecido, y hacía mucho tiempo que había perdido la pista. ¡Cómo podía haber olvidado mi viejo osito de peluche con su único ojo!, o el balón de fútbol extraviado, que nunca conseguí encontrar, o aquel albúm de cromos incompleto que se quedó en el cajón ...

A medida que subía, el viento traía otras canciones, primero infantiles, y después no tanto. Lloré al escuchar de nuevo "Ne me quite pas", de Jacques Brel, y reí al recordar "La tormenta", en su versión traducida de La Mandrágora. Nunca fueron entonces tan apropiadas las estrofas de "Escenas olvidadas", de Golpes Bajos:

Era bello aquel momento
Y el rodar era cariño
Y dispuse en atrapar los momentos mas antiguos
El primero de mi vida hasta la primera palabra
Tus largos fuegos pueriles, mi corta noche romantica
De hecho los objetos se volvían más complejos y menos materiales a medida que se alcanzaba la cima. Se mezclaban las cartas que no entregué con las que debí escribir, los besos escatimados, las palabras gratuitas, las promesas incumplidas, los enfados pueriles...
Mi sonrisa inicial se iba borrando con la ascensión, pues iba encontrando más de lo que había querido olvidar y menos de lo que se me había olvidado.
Esperaba llegar al final y encontrar las famosas dos cruces, y sentí cierto alivio al comprobar que no había nada de eso. Nunca se olvidan los amores, recordé entonces. En vez de mi calvario particular, sembrado de maderos, encontré unas escaleras que bajaban, al tiempo que el viento, en plan de sorna, dejaba oir los acordes de la famosa canción de Led Zeppelin. ¿Llevaban acaso al cielo?
Las bajé de prisa y me hallé frente a un río caudaloso, de aguas turbulentas. Un barquero, cuyo rostro estaba cubierto por una capucha se giró, sin mirar, y extendió su mano, pidiendo el obligado precio del trayecto.
- Gracias, le dije. Todavía no ha llegado mi hora.
Rodeé el río y al cabo de un tiempo me encontré en el ancho camino que conducía a mi casa. Nada más llegar, sin apenas despojarme de mis escasas ropas de abrigo, me puse a escribir, a pensar, a reir. Sobran cosas en mi monte del olvido, pensé.

22 agosto 2006

El Monte del Olvido (I)


Escuché una vez hablar a alguien sobre este lugar, pero no sabía a ciencia cierta donde se encontraba; su paradero parecía rodeado del mismo halo de misterio que el de su nombre, igual que las enigmáticas palabras con las que el hombre terminó su relato:

No lo busquen. En la vida del hombre siempre hay un momento en que sus pasos se adentran en él. No todos consiguen salir

Atraído por el tema, busqué por bibliotecas, hemerotecas, e incluso llegué a frecuentar algún club esotérico donde se trataban estos temas misteriosos, pero solamente encontré respuestas imprecisas a mis preguntas.

Con el tiempo fui abandonando la posibilidad de encontrar el lugar exacto donde se encuentra el célebre montículo, y fue el mismo tiempo el que alejó de mí al resto de los mortales. Sin demasiado apego por los bienes terrenales, y ajeno al aprecio de mis paisanos decidí vender mis posesiones, echar cerrojo a la vida antigua, tirar la llave a un precipicio, y comenzar una nueva andadura en otro lugar lejano.

Compré una casa cercana al mar, en un lugar abrupto, de difícil acceso; los escasos caminos que la rodeaban eran estrechos y empinados; en sus orillas crecían la aliaga y el tomillo, que amenazaban con invadirlos y sepultarlos bajo el manto de sus secas ramas. Pronto quise conocer cada uno de ellos, averiguar adonde conducían, explorar sus recodos, observar los agrestes paisajes desde las cumbres que atravesaban, e invertí mucho de mi tiempo en esa importante labor.

Casi todos estaban en estado de creciente abandono; las tareas que antiguamente se realizaban en ellos se iban abandonando, los escasos cultivos de secano ya no eran rentables; la madera y el rastrojo ya no se empleaban para alimentar los hornos; y como vías de comunicación hacía tiempo que ya se habían reemplazado por vías anchas y asfaltadas.

Nada parecía presagiar que aquel único ancho camino que me disponía a recorrer me iba a conducir al lugar que tantos años había anhelado encontrar, porque el firme era llano y bien compactado; las orillas, bien delimitadas, conservaban todavía restos del paso de las últimas lluvias en sus puntos bajos; los matorrales habían sido arrancados, y dos largas filas de pinos se perdía en la lejanía, perfilando de forma clara sus contornos.

Pero la amable vía que encontré al principio se fue convirtiendo casi imperceptiblemente en uno de tantos angustiosos senderos frecuentados en días anteriores, en permanente lucha con el avance de la naturaleza; hasta que por fin debajo de mis pies solamente encontré piedras, y mis brazos únicamente servían para separar los matorrales que cerraban mi paso. Seguí ascendiendo un poco más pero no veía el final de la cumbre; después quise retroceder pero no era capaz de encontrar el antiguo camino.

Estaba perdido y se hacía tarde; el cielo empezaba a teñirse con tonos anaranjados, y la brisa era todavía cálida, pero la temperatura empezaba a bajar. No cabía temer por mi vida en aquella época del año, pero la expectativa de pasar la noche al raso no me hacía la menor ilusión. Encontré refugio bajo el saliente de una roca, y rebusqué en mi zurrón: quedaba algo de agua, pan, fiambre y algo de fruta. Por lo menos no pasaría hambre.

17 agosto 2006

Planetas

Nos quieren ampliar el número de planetas a 12. Me desayuné ayer con la noticia mientras iba a trabajar, y después del corto teletipo radiofónico decidí ampliar conocimientos. El artículo no tiene desperdicio.

"El problema es que hasta hoy no había una definición científica de planeta", dice el experto Watanabe. Es decir, existían los planetas pero no sabíamos muy bien cómo ni por qué. Eran 9, pero porque eran los más simpáticos, los de siempre, los de toda la vida, los listos de la clase.

Ahora quieren que sean 12, y esto me suena cada vez más a ampliación de la Unión Europea: cuantos más, mejor, que es aburrido que siempre sean los mismos. Demasiados años viendo las mismas caras, recitando de memoria los mismos nombres, y eso ya no está de moda. Todo es efímero, y lo que no ya buscaremos la manera de que lo sea.

Pero para que el tema cuadre, y sean 12, sólo 12 y nada más que 12 (de momento) ponen dos condiciones:

- Que tenga masa suficiente para su gravedad autóctona, con un equilibrio hidrostático.
- Que tenga una órbita alrededor de una estrella.

Y además: la forma debe tener más de 800 kilómetros de diámetro, pero...
también puede ser menor, siempre y cuando contenga la masa suficiente de cinco veces 10 elevado a 20 kilogramos.

Pues yo añadiría alguna más: que el nombre sea bonito. Porque de las tres nuevas adquisiciones, dos tienen nombre razonables: Ceres y Caronte; pero el tercero ... ¡ay! se llama 2003-UBS313. Vamos que parece una nueva versión de sistema operativo. Su descubridor, un tal Mike Brown ahora le quiere cambiar el nombre y ponerle el de Xena, la televisiva princesa guerrera que le ponía cuando era pequeñito. Me parece mejor, sin duda, aunque puestos en harina lo suyo es realizar una votación popular, un gigantesco meme científico donde puedan aparecer algún ángel de Charlie, el Santo, Mr. Spock o el Superagente 86.

Gracias a la impactante noticia nos hemos enterado de una flagrante violación de los derechos de los planetas, que, profanos en la materia como yo desconocíamos: Plutón tenía un hermano gemelo. Y un hermano discriminado, olvidado, vejado, y bautizado con un nombre claramente peyorativo: Caronte; el tacaño barquero que transportaba a las almas al otro lado del río, pero sólo si pagaban. Todo eso por ser un poco más pequeño, por estar algo descentrado, por ser la oveja negra de la familia.

Sinceramente, todo esto me huele a chamusquina, parece todo muy pensadito para que sean éstos y no otros los planetas escogidos. ¿Quienes son los propietarios? ¿Hay algún negocio inmobiliario por medio?, me pregunto. ¿Un pisito en un planeta "decente" valdrá más pasta?
Pues sí, Mari, me he comprado una parcela en Ceres, un planeta como Dios manda, y no esa mierda de astro de tres al cuarto donde lo tiene mi cuñada, pronto dirán las arpías de turno.

Me veo al Principito regando los baobabs a ver si le llega la masa crítica y reconvierte el asteroide, que dos o tres adosaditos creo yo que le caben muy bien.

Solución de continuidad

Tras muchos meses contando las fatigas de Sofía, Marisa y Ramón, en la entrada anterior daba por finalizada esa historia.

Cuando en el mes de Enero escribí "Traición" no pensaba ir más allá; era un relato corto sin más pretensiones que las de intentar describir lo que se puede sentir en un asesinato pasional, algo por otra parte totalmente ajeno a mí (al asesinato me refiero)

La segunda entrada "En la vieja estación" pretendía ser otra situación independiente, inconexa de la anterior, pero mientras la escribía se me ocurrió relacionarla con aquel primer texto. Por aquel entonces no tenía ni idea de que el relato iba a ser tan largo, pensaba que duraría poco, y de hecho alternaba algunos textos del mismo con otros temas que nada tenían que ver.

Poco a poco fui centrándome en la historia, me tracé una línea argumental sobre la que escribirla, que fue cambiando a medida que iba madurando, muchas veces a raíz de comentarios vuestros, otras por simples cambios de opinión míos.

Al final fui dejando de escribir entradas sobre temas triviales, y dediqué todo el tiempo a escribir sobre las aventuras de nuestros protagonistas. No quería que nadie se perdiera, y por eso decidí aplazar los escritos sobre otras materias. Era lo que me pedía el cuerpo.

Reconozco que he disfrutado escribiendo este relato, al que todavía estoy por bautizar, y me ha gustado contar con vuestras visitas y comentarios. Ha sido sorprendente y reconfortante comprobar que existen personas al otro lado de la pantalla, dispuestas a tragarse las largas entradas de que consta la historia, después de o durante una dura jornada de trabajo o estudio. Admito mi devoción hacia los textos cortos por internet; no suelo detenerme mucho en las entradas de los blogs con demasiadas letras, si no sé de antemano que va a merecer la pena; lo hago en escasas ocasiones y en blogs muy seleccionados. Por eso, cuando terminaba cada entrada y pensaba: ¿Y quién coño se va a leer ésto? me asombraba comprobar que siempre había alguien, con la santísima paciencia de leerla y hasta de vivirla.

A todos los que habéis pasado por aquí os agradezco de corazón vuestras visitas y vuestros ánimos. La historia ha terminado. Ramón continuará escribiendo en su blog con permiso de MSN Spaces o como quiera que se llame ahora. Tal vez en el futuro, o en el pasado exista algo que contar. No lo sé. El tiempo lo dirá.

Pero yo, Juanjo, que es mi nombre real; o Reno-de-Roja-Nariz, que es uno de mis múltiples apodos, voy a continuar escribiendo, aunque no sepa muy bien de qué. Hablaré de lo que se me ocurra, supongo, o de lo que me apetezca, que siempre son dos buenos temas, muy socorridos, y quizá algún día me enrede en otro lío como el que ha terminado. Mientras tanto continuaré visitando vuestros sitios, y dejando mis telegráficos comentarios, lo que por otra parte me supone un gran placer (el visitaros)

Sirva esta absurda entrada para cerrar un ciclo y entrar en otro.

Gracias a todos, y espero seguir viendoos.