20 enero 2006

Un giro brusco


Sonó la última campanada y comenzó el previsto carnaval. Una bruma de confetis y guirnaldas se mezcló con el espeso y blanquecino humo.
El gentío se besaba y abrazaba como si hubiera terminado una guerra. Su círculo de conocidos era corto y estrecho lo que agradeció sobremanera.
Unos saludos de conveniencia y a consultar el móvil. El tráfico incesante de mensajes no iba con él. Se había dejado el teléfono en casa y ahora disfrutaba viendo una amalgama de cabecitas agachándose y dedos pulsando recelosos un montón de teclas a la vez.
Se echó un paso atrás para disfrutar del espectáculo. Nada provocaba mejor su sonrisa que contemplar a los hombres comportándose como ovejas de un mismo rebaño. Como ocurría en los partidos de tenis, cuando la multitud giraba la cabeza de uno a otro lado acompasadamente al ritmo de la pelota.
Pasados diez minutos, la gente fue recuperando lentamente sus posiciones. La orquesta subió el volumen, la pista se empezó a llenar, produciéndose la inevitable división entre los partidarios de agitar sus cuerpos y los empeñados en desplazar únicamente los cubitos de su copa, sólidamente anclados a la barra del bar.
Y por último estaban los especialistas en intentar cambiar las innatas posiciones de cada uno. Los típicos afanados en sacar a bailar a quien no lo desea, con mayor o menor fortuna.
Ramón gozaba observando como los dulces requerimientos se tornaban pronto en impacientes tirones de brazos, provocando los primeros enfados de la noche.
Hubiera disfrutado más si su mirada no estuviera buscando a una persona, que se resistía a aparecer por ningún sitio.
Cuando quiso darse cuenta, tenía junto a él una sonriente cara que le observaba paciente, sin saber como reanudar una conversación que se había interrumpido justo al terminar los postres.
Pero él se lo quiso hacer fácil. Se dejó llevar por su alegría serena, por su naturalidad, su franqueza. Sentía que a esa persona a la que acababa de conocer hacía sólo unas horas, sería capaz de confiarle los secretos más escondidos de su vida, los que más duelen. Se llamaba Marisa.
Ramón y Marisa hablaron, bebieron, rieron, cantaron, y, avanzada la noche, un poco cargaditos ya, salieron a bailar.
La pista empezaba a despoblarse. Había espacio suficiente para moverse sin tropezar demasiado, lo que le hacía sentir más seguro. A ella le costaba al principio seguir un poco sus pasos, algo más acelerados que la música, pero pronto consiguió adaptarse a él, sin intentar corregirle, por si se molestaba.
De repente, en uno de los giros, Ramón vio otra vez a aquella chica morena, impresionante, agarrada en posición algo más que cariñosa a un señor algo entradito en carnes y en años.
La imagen le impactó. Sintió un súbito ataque de celos, como un líquido amargo que sube desde el estómago hasta la garganta. Apenas pudieron terminar el pasodoble, volviendo apresuradamente a su antigua posición en la barra.

- ¿La conoces?, preguntó María.
- No, apenas. Coincidí con ella en un tren. No sé ni su nombre.
- Creía que la conocías más. El hombre que estaba con ella es el embajador del Reino Unido. Mi jefe.
- Jo, vaya casualidad.

Ramón terminó con su copa y con sus recuerdos de aquella noche en sólo dos nerviosos tragos.

Cuando despertó estaba en su cama, sin pijama, tapado con sábana y manta, y María le miraba cara de alivio y ojeras.

- ¿Estás mejor?.
- Que quieres que te diga.

17 enero 2006

La decimotercera uva


Habitualmente las reuniones de amigos promueven otras agradables citas.

Cuando la compañía supera con creces a la gastronomía, las comidas se vuelven inolvidables, las reticencias se duermen, y la voluntad flaquea.

Eso es lo que justamente ocurrió aquel día de Navidad, tras terminar la paella y la inacabable sesión de dulces, licores y cava.

Ramón no supo negarse a la invitación que le hizo su amigo a celebrar la Nochevieja con él, acompañándolo a una fiesta privada, a la que le habían convidado.

Era sin duda alguna el plan que menos le apetecía de todos los posibles, incluyendo el de quedarse solo en casa con la tele estridente como única compañía. Una fiesta de etiqueta, repleta de gente importante con la que era obligatorio mantener conversaciones absurdas, era para él como una función de teatro en la que él era el único actor.

Odiaba aparentar. Le molestaba terriblemente ponerse un traje caro, el único que tenía, y cargar con la corbata oprimiéndole el cuello y el ánimo. Se sentía mal y así le costaba mucho mucho más comportarse con naturalidad. Además, pensaba que todo el mundo se daba cuenta de su situación, y se sentía maliciosamente observado y criticado.

Aceptó a regañadientes, a cambio de otra salida nocturna por donde él dijera. Por Huertas, se le estaba ocurriendo. Pero se había arrepentido enseguida. No compensaría el mal trago que iba a pasar. A la fiesta no solamente estaban invitados políticos y diplomáticos, también famosos. Eso quería decir prensa, flashes, lujo, superficialidad. Se imaginaba su imagen en tercer plano en una foto de revista del corazón a la semana siguiente, y se le revolvían las tripas.

Pero llegó el día de autos, y pareció animarse un poco. El nudo de la corbata le había salido a la primera. No tendría que retocarlo en toda la noche. Había adelgazado y el traje le entraba mejor. Hasta le gustaba la imagen que le devolvía el espejo. Se sorprendió a sí mismo sonriendo, mientras bajaba por el ascensor. Aparcado en la puerta, con puntualidad británica, su amigo le esperaba.

Cuando te acompaña un excelente relaciones públicas todo resulta más sencillo. Unos simples canapés parecen convertirse en una poción mágica que convierte a perfectos desconocidos en amigos entrañables, capaces de compartir tanto mesa como secretos inconfesables.

Su amigo le fue presentando, uno por uno, a una larga lista de personas imposible de recordar, todas de alguna relevancia, pero de muy variadas formas de ser y de estar. En la comida tuvo suerte. Le acompañaron dos mujeres algo mayores que él, funcionarias de la embajada del Reino Unido, con una agradable conversación, y un disimulado interés por él, que lo halagaba sin llegar a resultarle incómodo.

La cena terminó, comenzó el baile y la barra libre. Se fueron los cuatro a la segunda. Era pronto para bailar. Se hacía necesario primero desentumecer la timidez y los músculos.

Pidió un whisky con hielo, y se situó de espaldas a la barra, para contemplar mejor la pista de baile, mientras agitaba despacio los cubitos dentro del vaso. Entonces, vio a una mujer conocida, que se le acercaba con una sonrisa en los labios y un ligero brillo en los ojos. Enfundada en un traje precioso , que resaltaba las virtudes de un cuerpo perfecto, la chica del tren estaba allí, justo enfrente de él.

Una carcajada simultánea rompió cualquier posible vergüenza, y la conversación fue fluida e intensa, provocativa, insinuante, eléctrica, apasionante.

De repente, un mensaje por el altavoz anunció que llegaba el ansiado momento de las campanadas. Un brazo, salido de la nada le arrancó a la muchacha para llevársela a otro lado, cambiándola por un cuenco con doce uvas.

Mientras engullía, campanada por campanada, los doce granos de los doce meses, pensaba en que le faltaba uno, que intentaría saborear justo después de que empezara el nuevo año, la decimotercera uva.

14 enero 2006

Trucos de cocina


La Navidad es un tiempo emocionalmente inestable, pensaba Ramón mientras encendía el fuego de la cocina. Incluso para él que era un hombre con muy poco apego hacia su familia y su tierra natal, una especie de apátrida incapaz de echar raíces en ningún sitio.

La vida le había llevado por esos derroteros desde bien pequeño. No recordaba una estancia duradera en ningún sitio. Su padre era militar de carrera, y la familia le había seguido en cada traslado. Justo cuando empezaba a encontrarse a gusto en una ciudad, se tenían que marchar. Este trajín de personas y localidades le había dejado buenos contactos, pero pocos amigos íntimos. Uno de estos últimos venía hoy a comer con él, un 25 de Diciembre.

Mientras preparaba el sofrito con pollo y conejo, cortaba la verdura mecánicamente en pequeños trozos, y su cabeza no paraba de pensar. Sentía cierta nostalgia y un poco de sabor amargo en la boca que no conseguía borrar con ningún tipo de bebida ni dulce.

Las diferencias con sus padres se habían convertido en insalvables hacía ya demasiado tiempo, años incluso, pero el olor especial que despedía el aceite de oliva al freír la carne, le recordaba los tiempos pasados en que se reunían todos alrededor de una misma mesa, y olvidaban las rencillas.

Sabía que esa paella no le iba a salir igual que las que cocinaba su padre en aquellos tiempos, a pesar de que los ingredientes habían sido seleccionados con especial cariño. La carne se la reservaban en una pequeña carnicería del barrio, donde le conocían, y le guardaban uno de esos pollos de corral, cebados con grano, algo más grandes y viejos de lo normal, que proporcionaban mayor sustancia al caldo, y un punto más de grasa al arroz.
La verdura era fresca, del mercado, pero aunque las judías verdes tenían buena pinta, no había conseguido encontrar tomates maduros, por lo que iba a necesitar añadir algo de azúcar para restarle acidez.
El aceite lo traía del pueblo cada vez que volvía por las fiestas. Tenía un color verde oscuro característico, y desprendía un olor a aceituna verde recién partida inconfundible cuando comenzaba a calentarse en el fuego.
Hasta el azafrán era natural. No le gustaba emplear colorante para la paella. Pensaba que aquellas ramitas mágicas le daban un pequeño toque especial al arroz, que sólo algunos paladares exquisitos como el suyo eran capaces de detectar.

Pero algo no terminaba de ir bien aquel día. Le echaba las culpas al agua de Madrid, tan blanda, tan diferente, tan difícil. Pero esta vez, siendo sincero consigo mismo, la única razón era su atasco mental, que le había dejado bloqueado demasiado tiempo.

Cuando sonó el timbre, se despertó de golpe, dándose cuenta de que faltaban muchas tareas por realizar. No había preparado la mesa, estaba toda la vajilla por fregar y el comedor por recoger.
Ofreció una cerveza a su amigo, que le ayudó a realizar estas faenas, y pronto la agradable conversación hizo que olvidara el sabor amargo de su boca, y lo que tenía al fuego.

Se percató de que estaba a punto de quedarse sin agua, y puso el fuego al mínimo, apurando los últimos minutos, pero al arroz le faltaba todavía un poco para estar en su punto. Así que recurrió al viejo truco de colocar una hoja de periódico encima de la paella para que el vapor que emanaba de la misma ayudara a terminar la cocción.

Buscó un periódico, y encontró, encima del mueble del comedor, el ejemplar que le había acompañado en su último viaje en tren. Separó un par de hojas al azar y las dejó caer encima de la paella. Esta vez tocaba la página de sucesos.

El papel pronto empezó a mancharse de aceite y humedad, pero antes de que se volviera ilegible, Ramón vio entre textos impresos ya borrosos el rostro de aquella mujer rubia, la presunta asesina del dirigente ruso, que sin embargo ahora, días después, le resultaba inusualmente familiar.

11 enero 2006

Caramelos de colores


Llevamos ya 10 días de Enero y la ley anti-tabaco empieza a hacer sus efectos. De una ley absurda es complicado que se deriven situaciones normales.
Entre los innumerables beneficios que nos prometían los padres de la mencionada ley, no se mencionaba la cantidad de situaciones absurdas que podía generar.
¡Lástima!. La hubiera visto con mejores ojos.
Una de ellas le ha sucedido a un compañero mío de trabajo. Había solicitado audiencia a un funcionario de turno, para revisar un expediente antiguo, de hará unos 4 años.
Después de tanto tiempo y algunas batallas existe ya cierta confianza entre las personas que tratan esos temas.
Mi amigo se presenta esta mañana ante la mesa del técnico de Industria, y observa sobre la mesa un gran frasco repleto de caramelos.

- ¿Qué José Luis?. No te dejan fumar.
- Brr. Estoy negro. Cuando me pongo un poco nervioso, como caramelos de color verde. Si los nervios aumentan, amarillos, y cuando estoy histérico tomo de los rojos.

Dicho ésto, de un manotazo, se coloca tres caramelos rojos en la boca. Imagino a mi amigo pensando que no era el mejor día para tratar su problema.

Pero al parecer los caramelos hacen su efecto. ¿El expediente?. Vamos a buscarlo.
En los pasillos del PROP se amontonan los carpetones. José Luis propone ordenarlos, y Fernando, claro, accede. Allí se ven dos señores mayores, tan talluditos, de rodillas en el pasillo, fumándose encima, cantando cifras y años.
Tres cuartos de hora más tarde el documento aparece, pero para lo que queda merece la pena terminar la clasificación. Tres cuartos de hora más.

"Es que yo he venido a hablar de mi libro. Y aquí, pasa el tiempo, se acaba el tiempo, y no se habla de mi libro", piensa Fernando cada vez más negro. ¡Si por lo menos pudiera sacar la pipa!.

Ya son casi las dos. Repaso de expediente.

- ¡Espera, espera, Fernando!. Que yo después de tanto tiempo, no lo tengo claro. ¿Está ya terminada la instalación?.
- Claro, José Luis. Hace dos años. Por cierto, ¿te sobraban algunos caramelos rojos?

08 enero 2006

Extraños hábitos

"5 extraños hábitos tuyos"

Noelia me ha invitado a participar en un juego. Creo que el título lo dice todo, y además está el reglamento para ver exactamente en qué consiste.
Soy bastante curioso y me encanta conocer estos pequeños detalles de las personas. Así que es justo que vosotros también conozcáis algunas mías.
Sólo puedo invitar a 5 personas, aunque me gustaría a más. Espero que nadie se sienta discriminado, y que tampoco nadie se sienta molesto por ser invitado. A todo el mundo no le gustan este tipo de juegos, y es una postura tan respetable como las demás. Con decir "No" es suficiente.

REGLAMENTO:

El primer jugador del juego, inicia su mensaje con el título "5 extraños hábitos tuyos", y las personas que son invitadas a escribir un mensaje en su respectivo blog a propósito de sus extraños hábitos, deben tambien indicar claramente este reglamento.
Al final, debéis escoger 5 nuevas personas a indicar y añadir el link de su blog o diario web.No olvidéis dejar un comentario en su blog o diario web diciendo "Has sido elegido" (si aceptan comentarios) y decidles que lean el vuestro.

ALGUNAS RAREZAS (sólo me dejan 5)
1.- Orden desordenado
Soy un auténtico desastre aparente. En mi mesa de trabajo no cabe un papel más, pero todo está en su sitio aunque no lo parezca. Si alguien ordenara la mesa no sería capaz de encontrar nada. Me pasa lo mismo con el coche. Suelo aparcarlo siempre por los mismos sitios. Si, por falta de espacio, tengo que cambiar, lo más probable es que pase horas buscándolo.

2.- Coger cosas con los dedos
Suelo sujetar los pequeños objetos, como el pan, entre el dedo pulgar y el índice.

3.- Entrar en el coche
Para introducirme en el coche en el asiento del conductor apoyo siempre primero la pierna izquierda.

4.- Dormirme de pie
En situaciones de mucho sueño soy capaz de dormirme en cualquier posición y en cualquier sitio. He llegado a dormirme de pie al lado de un altavoz en una discoteca.

5.- Mirar al vacío
Me quedo muchas veces mirando al vacío, pensando en mis cosas, sin atender la conversación.

LOS INVITADOS
Aby
http://spaces.msn.com/members/abymofli/
Gema
http://spaces.msn.com/members/srtapepis/
Lau
http://spaces.msn.com/members/Taormyna/
Silencio
http://spaces.msn.com/members/oscuramentemia/
Violeta
http://spaces.msn.com/members/violetique/

03 enero 2006

Vuelta a casa


Un frenazo del tren al pasar por una estación, despertó de su sueño al tercer ocupante del vagón, terminando de forma brusca el punto de intimidad que estaba adquiriendo la conversación entre los dos desconocidos.
La tercera en discordia pronto quiso tomar protagonismo en la charla, que se tornó mucho más trivial e intrascendente. El, apenas podía disimular su decepción y disgusto, mientras que ella no dejaba traslucir en su rostro ninguna muestra de ello, aparentando interés en todo lo que comentaba su interlocutora.
Ese detalle todavía le molestó más a nuestro amigo, que pronto desvió su pensamiento hacia los sucesos todavía recientes de su separación.
Las cercanías de Madrid le volvieron a rescatar de su lapsus mental, y el trajín de gente preparando la próxima llegada, levantándose y moviendo equipajes le sumieron en esa imperceptible inquietud que se siente al finalizar una etapa del camino.
El tren frenó suavemente al llegar a la estación de Atocha. Aguardó en su asiento a que se vaciara el pasillo, abarrotado como estaba de gente impaciente por salir. No le gustaba permanecer más tiempo del estrictamente necesario de pie, agobiado por el resto de pasajeros que le empujaban con sus maletas y sus cuerpos.
Al bajar al andén se sumó a la procesión de gentes a los que nadie esperaba, y deseaban abandonar aquel lugar lo antes posible, precisamente para olvidar que en otros tiempos sus seres queridos, con la ilusión en los ojos, esperaban impacientes fundirse con ellos en un abrazo.
Cuando se quiso dar cuenta, la chica ya había desaparecido. Pegó un vistazo rápido entre la gente que circulaba por la estación pero no estaba.
Decidió tomar un café antes de abandonar el recinto. Quizá ella había tenido la misma idea. No se perdonaba la absurda manera con que la había dejado escapar. Tenía que existir otra oportunidad. Algo le decía que no la podía dejar marcharse.
Pero fue en vano. El café, que en otras ocasiones le ayudaba a relajarse, rodeado de la exhuberante vegetación y el ambiente cálido y húmedo de la zona ajardinada del local, esta vez le había producido una sensación de inquietud agobiante, al comprobar que no aparecía el objeto de su búsqueda.
Estaba decepcionado y confuso, así que decidió ir paseando hasta su casa, cerca del Paseo de los Melancólicos. Había un trecho, y tenía la esperanza de que el ambiente fresco de la noche le ayudaría a despejar sus ideas, pero no sirvió de nada.
Al pasar por la boca del metro de Pirámides vio a un padre y a un hijo, con bufandas de colores rojo, blanco y azul bajar cabizbajos por las escaleras. Tristes y decepcionados como él, pensó.
Tras cruzar el umbral de su puerta, realizó de forma mecánica los movimientos que siempre hacía. Soltó la bolsa de viaje, dejó las llaves en la cómoda, encendió la radio, entró en la cocina, abrió la nevera, cogió una cerveza y se tumbó en el sofá.
El día ya no daba más de sí.