10 agosto 2015

La velocidad del sonido


Relato escrito para Sanscliché. Basado en esta noticia.

A mi niño le gusta tener las cosas ordenadas. Todo tiene su lugar y si algo lo cambia, por el motivo que sea, debe volver enseguida al sitio que le corresponde. Los libros deben estar colocados, por su orden de lectura, en la estantería. Los cuadros no pueden estar torcidos. La colcha no debe colgar más de un lado que del otro.

Antes de irse al frente, lo ha dejado todo como quiere que se conserve hasta su regreso. No era necesario comentarlo, pues tanto su padre como yo sabemos que le horrorizaría volver y encontrarse algo anormal: la cama deshecha, por ejemplo, o un sable torcido o los libros desparramados por el suelo. Aun así, nos ha explicado que quiere encontrarlo todo igual cuando retorne victorioso de la guerra, aunque tarde quinientos años en hacerlo. Ha dicho esa cifra redonda y nos hemos reído con esa risa nerviosa que puede ocultar, a duras penas, las ganas de llorar. Después, ha mirado por última vez la habitación. Ha dedicado unos segundos a retener cada detalle, a comprobar que está como le gusta, y ha sonreído con la suficiencia del trabajo bien hecho. Nos ha dado dos besos afectuosos, se ha deshecho de mi abrazo con el cariño equidistante entre la brusquedad y el amor. Al salir, se ha colocado la gorra y se ha alejado, marcando los pasos con la marcialidad que se le supone a un militar francés. Nosotros nos hemos quedado en el zaguán, abrazados, hasta que lo ha recogido el furgón. Justo antes de subir, nos ha dedicado una mirada segura, cariñosa, muy parecida a la que me daba antes de ir a la escuela. Yo le he seguido un rato con la mirada. Estaba de espaldas, muy recto, pero movía la cabeza con energía mientras hablaba con su compañero.

Hemos entrado en casa cuando ya hacía un rato que el polvo de la carretera había vuelto a su sitio. Al cerrar, el sonido del portazo ha tardado mucho en desaparecer, como si ahora tuviera mucho más espacio para recorrer, y se entretuviera en chocar contra las paredes, en ocupar los huecos que deja la ausencia. Puede que sea ese el motivo por el que yo he sentido un vacío diferente al de otras ocasiones, por el que he necesitado acercarme a la habitación para mirarla de nuevo, con otros ojos, imitando como mi niño la observaba. He sentido entonces que sus objetos hablaban por él, me miraban orgullosos, tranquilos, seguros del próximo reencuentro. Esta vez he procurado cerrar la puerta despacio, sin hacer ruido, pues me causa desazón desconocer cuál es la velocidad del sonido, cuánto tiempo tarda en recorrer este espacio cerrado, cuántas habitaciones como esta puede recorrer en quinientos años.

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