Hace mucho tiempo, en un lugar de la galaxia...
De vez en cuando, me tropiezo con
Nuria. Parecen encuentros casuales, aunque es posible que obedezcan a
alguna desconocida ley de la estadística, encargada de reunir a los
solitarios crónicos cada vez que la vida nos altera los largos
periodos de estabilidad anodina. Es decir, por algún misterioso
motivo aparece Nuria algo después de que a mí me haya pasado algo o
de que a ella se le haya torcido algún paso.
A menudo, antes de vernos, los dos ya
sabemos las novedades del otro. Así que la conversación gira
alrededor de temas intrascendentes, hasta que se produce el silencio
incómodo en el que ambos nos planteamos si deberíamos contarnos lo
que ya sabemos por otros.
Es un pequeño instante que suele
terminar con una carcajada común. A veces, es ella la que empieza.
Otras, soy yo. Antes de dar el paso incómodo de comunicar las malas
noticias, los dos preferimos refugiarnos en un tiempo pasado, en el
interior de una pequeña tienda de comestibles del Pirineo francés.
Viajar hacia las estanterías repletas de productos de nombres
extraños, rememorar las ganas de probarlo todo, de aceptar de buen
grado sabores nuevos. Volver a situarnos frente a ese pequeño plato,
junto a la puerta, con unos extraños cachitos de color marrón en
forma de luna menguante. Nuestras miradas que se cruzan fugazmente y
los dedos de uno -no recuerdo quién- que se lanzan hacia uno de esos
manjares. Los del otro, que siguen sin pensar ese primer impulso.
En ocasiones, mientras recuerdo la
escena, me ha dado por contar el tiempo que transcurrió entre la
primera mirada curiosa, nada más observar el plato, y las de asco y
vergüenza, tras comprobar que lo que nos acabábamos de llevar a la
boca eran los restos de algún queso exquisito degustado por otros
comensales, a juzgar de los pocos restos que habían quedado en las
cortezas. Uno, dos, tres, cuatro segundos. Más o menos lo mismo que
duran los silencios cómplices.
-.-