22 diciembre 2011

Un beso es sólo un beso



Su despedida ha sido igual que las de siempre. El rostro inexpresivo, atrapado en ese maquillaje perfecto. Los labios, apenas rozando los míos, huyendo de ese beso que últimamente siempre me sabe igual. Y sin embargo.

En la radio sonaba Wonderful Tonight, ha debido ser eso. La canción y la fina capa de crema en la cara, los labios enmarcados dentro de la línea roja trazada con maestría. En otros tiempos, solía pinchar esa canción en el tocadiscos. Ajustaba la aguja un poco antes de que empezara y corría a apoyarme en la jamba de la puerta del baño. Ella me miraba desde el interior del espejo, de reojo. Me interrogaba mientras delineaba el contorno de los ojos, se tapaba las ojeras o echaba unas gotas de 212 en el escote. Yo admiraba su trabajo y su cuerpo. Observaba como, poco a poco, su aspecto iba alcanzando la perfección.

Sin embargo, ella dudaba. Siempre lo hacía. Tenía que confirmar lo evidente. Y terminaba preguntando lo que Clapton respondía por mí. Entonces, yo sonreía y le traducía el estribillo: “Estás maravillosa esta noche”. Me acercaba a su cuello y dejaba allí mis labios, recreándome en el perfume que subía lentamente.

Por aquel entonces, no dejaba que la besara justo después de maquillarse. Espera, no seas impaciente, me decía. Y después me pagaba con creces esa espera. Ahora, sólo me permite esos piquitos que saben siempre a poco carmín. Que sabrían siempre igual si no hubiera música en la radio o no notara yo a veces ese olor de siempre.

Aún así, se toma la molestia de sacar del bolso el pintalabios y reponer lo que se quedó en mi boca. Su aspecto sigue alcanzando la perfección, como el primer día, pero ya no me pide opinión. No pregunta, pero se vuelve antes de cerrar la puerta.

Cariño, estás maravillosa esta noche, le digo bajito, no sea que una sonrisa desentierre algunas arrugas debajo de la crema.

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Esta entrada está inspirado en un comentario que dejé en el blog de Aldabra, a raíz del siginificado de los besos. Y la canción venía en una de las últimas entradas de Flower y es cierto que hacía muchos años que no la escuchaba.

Con este texto me despido de vosotros por este año. Empezó con besos y es justo que termine con ellos. Uno muy grande para los que habéis tenido la paciencia de seguirme este 2011, y ¡Feliz Navidad!

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04 diciembre 2011

Largo trayecto con luz decreciente


Entrar en un hospital siempre me produce una sensación de angustia difícil de evitar, incluso cuando yo no soy el paciente. Este edificio, viejo y reformado varias veces, agrava mi malestar, pues me recuerda cuando era una unidad de tuberculosos y tenía que rendir visita a algún pariente desahuciado. Sus paredes tienen el color de aquellos pulmones desgastados.

Las consultas externas de Demencias se encuentran en un primer sótano, al final de un pasillo interminable carente de ventanas. Mi madre hace todo el recorrido en silencio, como sabiendo que ese paseo es el resumen del resto de su vida: un trayecto largo con luz decreciente.

La enfermera nos mira por encima de las gafas, mientras hojea la lista de pacientes. Pronuncia mi nombre, mirándome sin apenas pestañear. Debe ser un error, le digo. Yo sólo he venido a acompañar a mi madre. Ella asiente con una sonrisa cómplice que me tranquiliza.

Durante la espera, llegan más enfermos. Todos vienen con acompañante, por parejas. Se quedan con la mirada ausente mucho tiempo mientras su compañía se entretiene con una revista o manejando el teléfono móvil. A mí me gusta observar esos extraños dibujos que crea la suciedad de las paredes.

Cuando se abre la puerta, la doctora nos recibe muy amable. Nos hace sentar y espera a que estemos bien acomodados. Mi madre permanece muy seria mientras esa señora me hace las típicas preguntas de cortesía: ¿Qué día es hoy? ¿En qué año estamos? ¿Cuántos hijos tienes? y frunce el ceño si mi respuesta no le gusta.

La pared de la consulta no está tan sucia, cuelgan de ella unos títulos muy bonitos y una orla. La doctora extiende las recetas sobre la mesa y otro papel, que debe ser para la próxima visita. Le explica a mi madre la dosis de cada medicina y ella lo guarda todo en su bolso.

Después me lleva a una casa, que debe ser la residencia donde está ella interna, y me hace la comida. Está llena de muebles cómodos, algo desgastados por el uso. Mientras espero con la tele puesta, me da una pastilla. Me quedo mirando las paredes, todas pintadas en color crema, cubiertas de cuadros pintados al óleo. Todos llevan mi nombre.

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13 noviembre 2011

Lo que no se nombra



Algunas vidas giran sobre un hecho maldito, un suceso misterioso que nadie nombra, pero está ahí pervirtiéndolo todo. Si no estamos al tanto, podemos percibir algún indicio en determinados silencios, en conversaciones en voz baja que, de vez en cuando, descubrimos.

Pocas cosas despiertan más la curiosidad que las típicas “escuchitas”. Y a pocos pasos están las frases no terminadas, esas que se escupen presuponiendo lo que, en realidad, no se sabe. “Ya sabes, lo del ascensor”, podría ser una de ellas. Una sentencia que resume un drama del que somos ajenos, pero consigue que nuestra mente viaje buscando entre las múltiples situaciones que se pueden dar dentro del estrecho cubículo que nos eleva o nos desciende.

Si la vida gira alrededor de estos misterios, la literatura puede conseguir de ellos los mejores engranajes sobre los que hacer rodar las más fascinantes historias. Es lo que logra mi admirado Miguel Baquero con su “Vidas elevadas”. Alrededor de un ascensor, que casi no nombra, discurren las vidas de tres poetas -en diferentes estadios de sus carreras literarias- y una mujer. A partir del hecho perturbador, ya mencionado, el destino de esos cuatro personajes se tuerce o, incluso, en algún caso, se retuerce.

Flotando entre esos entresijos está la misma literatura. La literatura con mayúsculas y con minúsculas. La literatura ensalzada desde la misma negación de la misma, desde la ridiculización de sus entretelas. Porque Miguel consigue, con la mejor técnica narrativa, menoscabar el mundillo literario, desde los inicios titubeantes de su primer poeta hasta el mercantilismo descarado del último, el escritor consagrado atento tan solo a su cartera.

Baquero nos cuenta las fases de la creación literaria, con esa ironía suave a la que nos tiene acostumbrados, ese humor inteligente que despierta la sonrisa desde las primeras frases y la mantiene, con algunos sobresaltos, hasta el punto final.

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01 noviembre 2011

No todos los santos

"El Velatorio", foto tomada por Eugene Smith.

A estas horas de la mañana, todavía no ha llegado nadie al velatorio. No es extraño, sabiendo el día que es, uno de noviembre, y teniendo en cuenta que todavía no se habrá corrido del todo la voz.

El muerto, mi Pepe, ya está preparado, maquillado y con su mejor traje. No le hemos conseguido quitar del todo esa mueca estúpida que le quedó al morir, cuando buscaba en vano algo de aire que llevarse a los pulmones. Pero aún así, se podría decir que está guapo.

Los niños se han puesto sus trajes negros, los que les encargué para lo del abuelo y están sentados en el sofá con la abuela, que maldice al cielo con su cara acartonada, crispando los puños, sin lágrimas en los ojos.

A mí no me ha costado mucho arreglarme, llevo el luto en la cara desde hace dos meses, cuando empezó a llegar borracho a casa y a culparme de todos sus males, o mejor dicho, de su único mal, el que le impedía demostrarse a sí mismo lo hombre que era.

Desde entonces, miedo y sueño. Ojeras y asco de mí misma. Hasta anoche, a la hora de la cena, cuando empezó a llevarse las manos a la garganta y a ponerse rojo. También es casualidad, la noche de difuntos.

La abuela ha terminado con los improperios y ha empezado a llorar al hijo con abundancia de lágrimas e hipidos. Los niños tratan de consolarla, más como obligación que por sentimiento, pero ella los rechaza con grandes aspavientos, como arrepintiéndose de su debilidad.

Aunque sé que pude hacer algo más para salvarle, no estoy arrepentida. Al principio pensé que era justicia divina que se le restara a él el aire que a mí me estaba quitando; pero después me escamó que todo pasara precisamente la noche de ánimas y que se fuera del mundo sin la extremaunción.

Por la calle ya se oye el murmullo de los que van al cementerio. Pasan de largo, pero caminan todos con cierta parsimonia, hablando en voz baja, sin pisar fuerte. Más tarde, a las doce, cantará misa el párroco y después vendrán algunas visitas. Espero que el cura sea de los primeros.

La abuela ha dejado de llorar y ronca apoyada en el respaldo del sofá. Los niños se aburren y me han pedido poner la tele, pero les he dicho que no puede ser. Su padre sigue ahí, con su cara extraña, que parece pedirme cuentas. Me pregunto si se me aparecerá todos los años por estas fechas. Dicen que ocurre eso con los que mueren en esa aciaga noche sin la bendición. Son almas perdidas, condenadas al purgatorio, que vuelven a reclamar un sitio entre los mortales.

Para distraer a los niños, he sacado el rosario. Igual así consigo espantar el espectro de mi Pepe y se va del todo, para siempre. Mi suegra, que resoplaba hasta hace un segundo, se ha sumado al primer rezo y aprovecha cada pausa para hacerse notar con un gemido, una imprecación o un estornudo. Por la ventana llega el sonido de pasos apresurados de los que vuelven.

La misa debe estar acabando ya. Pronto vendrá el sacerdote. No creo que las plegarias hayan servido para nada. Los niños se han cansado enseguida y la abuela no ha parado de incordiar. Ahora, para mí, empalmo padrenuestros y avemarías sin orden y concierto, mientras Pepe me sigue mirando con su cara hinchada y morada.

El timbre me despierta de mis ensoñaciones. Los niños y la abuela vuelven rápidamente al sofá. Las primeras vecinas me dan un pésame muy sentido y cabecean frente al muerto. Qué desgracia más grande, dicen, con lo buen hombre que era. Un rumor creciente se concentra en la puerta. Las visitas pronuncian las típicas frases hechas, se quedan un rato y se van. Algunos se atreven a preguntar. Otros, no saben qué decir y, simplemente, te abrazan o te besan. El cura parece que no va a llegar nunca.

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17 octubre 2011

El fin de la secuencia

Imagen tomada de El blog de Fernando Botella 

Me acaricio la cicatriz con la mano derecha, mientras con la otra me sujeto a la barra del autobús. La piel me quema en la zona por donde hace unos días se introdujo la navaja que me segó la vida: una estocada certera en medio del corazón.

Los cirujanos del hospital resurrector han realizado un gran trabajo, lo que no deja de tener mérito, pues es la sexta vez que me matan por el mismo sitio. Con una sonrisa y algo de retranca, el médico jefe me ha pedido que vaya con cuidado, que los gatos sólo tienen siete vidas.

Con algo de inquietud me toco la herida y la siento palpitar, como si me estuviera avisando de una amenaza cercana. Observo nervioso a la gente alrededor y hasta  parece que un aire helado  procedente de algunas filas atrás me recorre la nuca. Mis ojos alternan de derecha a izquierda, con la misma inquietud nerviosa de un espectador en un partido de tenis, el cuello se retuerce buscando al fondo el origen de la corriente fría.

Al tercer giro lo veo: es un hombre maduro de mediana estatura, emboscado bajo un abrigo gris de fieltro, con el cuello cubierto por una bufanda, bajo la cual su mano izquierda parece hurgar una pequeña herida. Un aspecto que no me debería llamar demasiado la atención, en esta mañana de invierno, si no fuera por ese cruce de miradas que el desconocido ha hecho todo lo posible por evitar.

Quedan todavía dos para mi parada, pero el hombre de gris ya se ha levantado del asiento y me corta el paso hasta la salida. Ahora su mano izquierda ha abandonado el lugar junto al cuello y sujeta la barra, mientras la derecha se esconde en el bolsillo del abrigo.

Me sitúo frente a la puerta, mirando de reojo a mi enemigo mientras observo las calles transitadas, calculando el tiempo que falta para llegar. Mi mano deja la cicatriz y juega con un largo alfiler, en el bolsillo del abrigo. En mi espíritu reina ahora una gran calma.

El botón que anuncia la parada suena a pistoletazo de salida de un duelo al que el resto de espectadores es ajeno. Doy un par de pasos adelante y me suelto de la barra. Cuando el autobús frena, la propia inercia me lanza contra él, derribándolo sin darle tiempo a sacar la mano del bolsillo.

Bajo deprisa, sin mirar atrás y me pierdo en las calles. En el suelo del autobús yace un hombre excesivamente abrigado, con un hilo de sangre saliendo de la bufanda. Dentro del bolsillo guarda la navaja a medio abrir. 

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La ambulancia parará junto al cadáver. Los enfermeros compartirán una mirada cómplice. Descubrirán la herida, que se verá muy limpia y puede que sonrían: no será difícil recomponer ese cuerpo, aunque sea la sexta vez que lo hacen.

La calle se vaciará a los pocos minutos, algunos bares albergarán unos pocos clientes. Todos ellos tendrán una cicatriz en un punto vital, pero sólo algunos mirarán con desconfianza. Con el tiempo, se han acostumbrado a trivializar la existencia, a no valorar el momento en el que se vive más allá de lo recomendable.

En algunos de estos locales se asegura que no tenemos un número de vidas limitado, que somos como dientes de un engranaje sin fin. Aseguran que han visto hombres con dos cicatrices y gatos con más de siete vidas.

Cada vez somos menos los que tratamos de romper la secuencia, intentando algún hecho que cambie fatalmente nuestro destino. Buscamos cualquier posibilidad de salir de esa rueda, de elegir nuestro destino. Y tal vez sólo consigamos acumular cicatrices en los sitios donde estaba previsto que se formaran.


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05 octubre 2011

Rodríguez



Son las doce horas, un minuto y quince segundos. Demasiado tarde. Me he dado cuenta de la hora justo cuando el pitido del microondas avisaba que tenía listo mi café recalentado. ¿Y si llamo? Es verano y seguro que se van más tarde a dormir.

Mañana tengo que entregar un informe y no lo tengo ni empezado. La pila del lavabo almacena un plato por día de la semana, siete pares de cubiertos, siete cucharillas, tres tazones de leche, un vaso y dos ceniceros. Las sartenes, que no caben, esperan en el banco repletas de grasa. ¿Estarán despiertos?

Un pitido suena en el portátil. Mierda, ya me he vuelto a dejar el chat encendido. No recuerdo si al café le he echado azúcar. El cesto de la ropa sucia rebosa de camisas sudadas y pantalones de lino. Ahora que pienso, seguro que están dormidos. Mañana vuelven.

En menos de doce horas estará aquí Laura con los niños. No puede ver la casa así. El portátil sigue pitando. Quien sea, no se resigna a mi silencio. Marco los nueve números del móvil de Concha.

- ¿Don Juan? ¿Pasa algo?
- Nada, Concha, no pasa nada. Sólo quería hacerle una pregunta: ¿trabaja por las noches?
- No suelo hacerlo y, además, estoy de vacaciones, le recuerdo.
- Por favor, Concha, se lo ruego.
- ¿Qué? Mañana viene la señorita y está todo por barrer, ¿no?
- Qué lista eres, Concha.
- Esto le va a costar una pasta, jefe.

En media hora vendrá Concha. Parece que no hay tantos platos en la pila. El ordenador ya no suena. Comienzo a redactar: introducción, objeto del documento...

Va a ser una noche larga. Y el café ya está frío.

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21 septiembre 2011

El calor que necesito


“Tú y yo podremos caminar juntos bajo ese manto estrellado”, me susurraba desde su descapotable rojo, aparcado en la penumbra del paseo marítimo.

“Cuando vivamos solos, lejos de esta mierda,  seremos libres”, sentenciaba con enojo. Señalaba entonces el techo que cubría la cama de sus padres, donde yacíamos exhaustos, como si fuera algo más que una divisoria de hormigón y escayola, que nos separaba de su cielo liberador.

No ha perdido del todo ese discurso exaltado y cursi, a pesar de los años y las circunstancias. Pero el cielo de París en Enero no abriga tanto como los malditos cartones, esos que llama “braseros de libertad”, cuando tiene una jarra de vino rancio que llevarse a la tripa y se cree algo más digno que un clochard de los de Cortázar.

“Pasa el tintorro y arrima la cebolleta”, le digo entonces, tiritando. Y deja la literatura, me callo, con ese silencio cómplice de mis desventuras por las cloacas del Sena. Entonces se frota con desgana sobre mi culo frío, como pagando así las cuentas de lo que me debe, hasta que consigue excitarse y moverse como lo ha hecho siempre, tan lejos de la libertad y la poesía.

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08 septiembre 2011

Ojos tristes


Adrián se acaba de quedar dormido, abrazado a su osito, como hace todas las noches. Yo lo miro con unos ojos, que todavía deben ser dulces, y reprimo mis ganas de besarlo y abrazarlo. Enciendo la lamparita para que no le asuste la oscuridad. El plafón perforado arroja una pequeña constelación de estrellas sobre el cielo raso del cuarto y la sombra de algunos peluches crece, como si de vigilantes emboscados se tratara. El sonido del chupete, al principio intenso y ansioso, se ralentiza poco a poco y, de repente, torna en la respiración tranquila y dulce que confirma la calma. Ya puedo salir de la habitación.

En la cocina me espera la sopa fría y la ausencia. Un triste trozo de queso con muy poco pan, no sea que mañana me grite la báscula y, de postre, una serie ya comenzada que terminaré de ver al día siguiente por internet. Lo justo para engañarme con migajas de una vida propia que hace ya mucho tiempo desapareció. Como también lo hizo el padre de la criatura, con aquella rubia gordita que parecía avergonzarse cuando tropezaba conmigo en el súper. No sé qué le daría esa furcia.

Las noches que me miro con cariño, todavía veo una mujer hermosa en el espejo. Un cuerpo deseable y un rostro atractivo, apenas surcado por esas arrugas de expresión, que hablan tanto de mi vida y de mi tiempo. Pero están esos ojos tan tristes, a los que torno cuando salgo de la habitación de Adrián. ¿Quién va a atreverse a cargar con tanta pena?

Antes de acostarme, vuelvo a entrar despacio en el cuarto. El niño sigue abarazado al peluche y el chupete se seca junto a su mano izquierda. Los vigilantes siguen en guardia, sin alterar las posiciones, bajo el falso firmamento. Todo está en orden.

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28 agosto 2011

El ritual y la danza


Siempre he pensado que mi lugar está ahí, en la barra, con el codo izquierdo bien apoyado y el derecho sosteniendo una copa que mengua despacio. La música, que juzgo intrascendente con la boca pequeña, mientras mi pie derecho me desdice; y la escena excesiva del baile, los cuerpos moviéndose furiosos, en una rivalidad que me parece absurda. Salvo pocas excepciones, más que sentido del ritmo y armonía, contemplo demasiado exhibicionismo, mucha danza ritual con objetivos bien conocidos. No puedo decir que me desagrada. Al contrario. Disfruto con ese juego de seducción tan pobremente elaborado, si se ve de lejos, con ese codo apoyado en la barra y la vista que comienza a nublarse. Es la copa de la que un día hemos bebido todos.

No me divierte tanto, en cambio, cuando detecto que el objetivo de alguien es Maribel. Maribel, ajena al mundo, bailando, como una gata, con una armonía tal que parece ejecutar todos sus movimientos sin ningún esfuerzo. Después de cada paso, compruebas que ése era el adecuado, tal vez el único posible. Nunca va más despacio ni más rápido de lo que marcan las notas y los obstáculos parecen apartarse cuando ella se acerca.

Salvo algunos que se empeñan en alterar esa armonía. A esos los veo de lejos, marcando presa desde la distancia, acercándose poco a poco, dejándose ver entre las tres amigas que siempre la escoltan: Ana, Eva y Gloria. Cuando se sitúan a tiro, o quizá un poco antes, mi pie derecho se para, aprieto con más fuerza la copa en mi mano y se borra esa sonrisa complaciente que exhibo delante de mis amigos.

Entonces ensayo dos pasos, me acerco a Maribel y le beso un poco en los labios. Después, termino bailando con ella la pieza y me quedo un rato más, lo que duran los cubitos en el agua turbia en que se ha convertido el cubata. Entonces me siento llamado a una nueva misión: reponer el hielo en el vaso, intentar en vano que el licor lo sobrepase, rellenar de refresco hasta arriba, anclarme a la barra mediante el procedimiento antes descrito, exhibir una sonrisa beatífica, desaprobar la calidad de la orquesta.

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05 agosto 2011

Durante el viaje


Durante el viaje es necesario luchar contra la hostilidad de las nuevas costumbres, el trato diferente de las gentes, la inseguridad de lo desconocido y nuestra propia ignorancia.

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31 julio 2011

El reino de la sombra


El paseo marítimo tiene farolas cada cuarenta metros, una iluminación irregular e insuficiente que crea amplias zonas de íntima penumbra. En una de ellas, queda una caseta de baño, instalada provisionalmente en la arena, perteneciente a la muestra de arte temporal que todos los años viene con el FIB.

Más que sus colores, disueltos en la sombra, nos llama la atención un movimiento sigiloso a su alrededor. Advertida mi chica, no dudamos en acercarnos para ver qué ocurre y nos da tiempo a comprobar cómo una pareja desaparece tras la puerta.

Entre asombrados y divertidos nos acercamos a la caseta, y cuando llegamos a tan sólo unos metros, sentimos la necesidad de quedarnos quietos frente a la entrada, cogidos de la mano, como si un rayo de hielo nos hubiera congelado en ese mismo instante.

Al poco, vemos llegar más parejas y oímos cómo se colocan detrás de nosotros, formando una fila cada vez más larga, una secuencia silenciosa que conduce al mar. Una vez situados, todos los miembros de aquella extraña hilera permanecen en un silencio tal, que se oye con toda claridad los gemidos de la pareja que continúa adentro.

Las muestras de placer de los amantes son cada vez más frecuentes y efusivas, pero nadie dentro de la fila osa realizar ningún comentario. Todo el mundo sigue en su sitio, amarrado a un muelle imaginario. Cuando, de repente cesan los gritos de la pareja, mi chica me estrecha la mano con fuerza, mostrando de esa forma silenciosa la impaciencia que, sin duda, siente.

A pesar de la oscuridad y el encogimiento de los ocupantes de la caseta, nada más abrirse la puerta, acierto a ver un rubor en sus rostros más acorde con la pasión que con la vergüenza y pronto sabré por qué: puertas adentro no existe nada del lúgubre aspecto de la fila paciente. Es justo lo contrario, un espacio que invita al movimiento sensual, al juego erótico de susurros y caricias, de salivas y mordiscos que incitan a los gritos.

Nos dejamos llevar por esa pasión ajena a lo que sucede afuera, a esa sucesión de la nada expectante, como si nos encontráramos dentro de una cabina opaca e insonorizada. Cuando terminamos, la observo a ella. Tiene la cara enrojecida y los ojos brillantes. A mí también me arden las mejillas.

Nos vestimos despacio. Al salir, cabizbajo, observo como la chica de la siguiente pareja aprieta con fuerza la mano de su chico. Desaparecen por la puerta y la fila, inapreciablemente, se mueve unos centímetros hacia adelante. Para entonces, las olas empiezan a lamer los talones de los últimos de la hilera. Salimos al paseo y, poco a poco, entramos en el dominio luminoso de la siguiente farola. Desde allí, no es posible ver nada de lo que está ocurriendo en el reino de la sombra.

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24 julio 2011

Esa suciedad que no se va con nada



Anoche tuve un sueño. La vieja granja de cerdos, situada al otro lado de la autopista, estaba en obras. Pregunté y me dijeron que la iban a convertir en un hotel rústico. El edificio ya fue en su día una construcción con pretensiones, excesiva en adornos para mi gusto, como si quisiera negar lo que albergaba dentro o evocar un pasado de más noble naturaleza que nunca existió; pero el mal olor ya se encargaba de desmentir la grandeza del establecimiento mucho antes de llegar y, cuando alcanzabas su puerta, la suciedad enterraba los restos del engaño.

Recuerdo que me preguntaba en el sueño cómo conseguirían quitar toda aquella mugre y ese olor penetrante tan desagradable. Me parecía tan imposible como eliminar la grasa de las manos de Lorenzo, el mecánico, que tiene las uñas cercadas por una costra negra de años y los surcos de su piel agrietada, rellenos de una maraña de hilos grisáceos imposible de desenredar.

Esos mismos dedos gordezuelos y resecos, dañados por esa suciedad que no se va con nada, son los que acarician a Marisa, la siempre bella y frágil Marisa, desde hace más de veinte años, y me consta que ella se estremece cada vez que lo hace con esa ternura, inimaginable entre tanta rudeza.

Cuando la observo, dichosa entre esa suciedad invisible a sus ojos, me pregunto qué clase de encantos harían atractiva la vieja granja ante sus nuevos huéspedes, qué pasión secreta conseguiría anular la vista y el olfato hasta el punto de olvidar que existen. Mientras pienso ésto, los albañiles han conseguido desguarnecer un paño, y ahora aparece desnudo, en piedra viva, con un aspecto granítico inusual en estas zonas. Nada que ver con la pared mugrienta de hace unos minutos.

Por la ventana se cuela el aire fresco y salado del mar. A mi lado, todavía duerme Susana. El sueño ha terminado. Como todos los días, siento la necesidad de ir corriendo al cuarto de baño, vaciar la vejiga, eliminar de mi cara esa fina capa de grasa acumulada y las molestas legañas. Oler a jabón de pastilla. Quizá esta mañana frote con más ganas y llegue a rincones menos frecuentados por el agua y el gel, aunque sé que es inútil: yo también tengo esa suciedad que no se va con nada, el hedor, inodoro para mí, que otros, por suerte, soportan.

Al silbido de la cafetera se levanta Susana. Se acerca, todavía soñolienta, y me da un beso en los labios. Hueles a limpio, me dice, mientras mira salir el café.

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17 julio 2011

El día que maté a Libélula Millán


Una capa de humo espeso difuminaba la luz de los potentes focos que enmarcaban el cuadrilátero, como el escenario de un teatro flotante y gigantesco. Alrededor, en la grada, se cruzaban rápidas las apuestas, los culos se removían inquietos dispuestos a saltar ante cualquier lance, las bocas interrumpían la salivación provocada por los habanos para proferir los peores insultos, y yo me encontraba en el centro de todas las miradas tratando de encontrar con mis puños el rostro de Libélula Millán.

El púgil seguía haciendo su juego, al que se debía su nombre, una especie de baile desconcertante que le situaba de pronto frente a mí y en cualquier otro punto lejano cuando me decidía a golpear su cuerpo aniñado y femenino. Él, por su parte, apenas conseguía alcanzarme con sus puñetazos, mal dirigidos y sin fuerza, que no lograban hacerme daño y apenas conseguían irritarme.

No era la frustración de errar el camino de su carne, ni tampoco la molestia de recibir sus inútiles picotazos, lo que desencadenó la cólera que llevaba dentro. Lo que me llevó al estado de locura posterior fue la belleza de sus movimientos, la armonía de su cuerpo deslizándose como el insecto que le daba nombre, frágil pero inalcanzable, ubicuo pero inasible, la hermosura femenina deslumbrando sobre el mundo turbio de lo masculino.

Cada vuelo de Libélula reducía mis pasos a una torpe secuencia de movimientos simples y estúpidos, acrecentando mi ira hasta límites desconocidos para mí. Alcanzado ese punto, lo vi todo claro. Sólo tenía que esperar un error o anticiparme a ese movimiento previsible que produciría el cansancio. Mientras tanto, simular que seguía en el juego, lanzando mis puños al aire grotescamente como un toro que embiste obstinado el mismo telón rojo de la muleta, expuesto con metódica reiteración, sin alcanzar nunca el traje de luces del torero.

Fue así como aplasté al insecto. De repente, lancé mi derecha con todas mis fuerzas sobre ese hueco, en el que terminó apareciendo la frágil sien de Millán, que se quebró como el ala de la libélula. Antes de caer, ya me abalanzaba sobre él para destruir lo que quedaba de esa belleza, más femenina si cabe, del cuerpo inerte sobre la lona, pero los jueces lo impidieron, separándome del mito que acababa de crear.

Y yo alcé los brazos, todavía furioso, sobre el cielo espeso, sin remordimientos, sabiendo que aquel era mi último triunfo en el ring, el cumplimiento de una misión secreta que nunca tendría más recompensa que la de conservar unos años más mi viejo mundo viril dentro del formol del viejo palacio de deportes, donde la presencia de tacones quedaba reservada a los asientos mudos, nunca al espacio encerrado entre las dieciséis cuerdas.
 
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09 julio 2011

Esa muerte algo más dulce


Al alzar la vista hacia los balcones estaba allí, la jaula cerrada y vacía.

- ¿Qué significa eso?- me preguntaste, sin disimular la desazón que sentías.

Hubiera bastado una puerta abierta para tener una hermosa metáfora de la libertad, pero en aquella pequeña cárcel no existían más resquicios que las separaciones entre barrotes, un espacio que se sabía batido por el viento frío de la noche, el mismo que debía haber conducido el alma del último morador por la empinada calle primero, y después por toda la Hoya de Huesca, hasta perderse por las primeras estribaciones de la Sierra de Guara.

El hecho de la muerte mecida por las corrientes de aire, esa libertad torpemente alcanzada por el simple devenir del tiempo, edulcoraba algo la triste realidad de las vidas robadas, de las ilusiones reprimidas a un lado de la verja, atormentadas por el trino lejano de los pájaros libres. Parece más dulce esa ausencia visible al borde del balcón, que la enterrada bajo aquel montículo de tierra por el que pasamos tan de vez en cuando, sobre el que improvisamos una cruz con dos ramitas cruzadas, que no tardó nada en llevarse el viento, ese mismo del que hablaba antes y que lucha impotente por liberar lo que quedará oculto para siempre.

La angustia que veo en tu cara demuestra que comprendes lo que la jaula significa y, aún así esperas, al mismo tiempo que temes, la confirmación desde mis labios.

- Ahí debió vivir un pájaro- me limito a decir.

Está bien entrada la noche, pero todavía muchas personas recorren la calle, cuesta arriba o cuesta abajo, como mecidos por ese viento caprichoso que nos bendice en vida, fuera de otras prisiones que las de nuestras propias carencias. Existencias inversas a la del ave prisionera, que dejaremos extinguirse lentamente, para terminar bajo una losa de mármol, a salvo del azar de la ventisca.

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03 julio 2011

Relatos y cuentos


A ti hace tiempo que no te escriben un relato corto y yo quisiera que me cuentes tu vida despacio, pero la noche no nos va a dejar tanto aire para gastar en conversaciones pausadas. Los acordes viajan a distinta velocidad por tu cuerpo y por el mío, a causa de ese ritmo interno que nos separa, esa distancia de siempre. Si cierras los ojos y te dejas llevar, igual te parece que bailamos como si dictáramos las notas conforme a nuestros movimientos y no al contrario.

Pero volvamos a los relatos que hace tiempo que no te escribo y a los muchos cuentos que te llevo contando. Historias que no crees, aunque digas que sí con la mirada y que me servirán, como mucho, para robarte un beso, el máximo premio que tu noche me concede.

Y después está la estética cruel del deseo. Cuerpos buscando un paraíso que creen no merecer, el edén entre dos grandes tetas o un culo glorioso, detalles de cuerpos perfectos, analgésicos sin receta para una realidad dolorosa y asimétrica. Almas que, para purgar una falta no cometida, se saben destinadas a un limbo vicioso, condenadas por el jurado de sus propias conciencias a una pena que es, en sí, el propio pecado.

A la mañana siguiente se escribirán esos cortos. Esos y muchos más. Con finales felices, incluso. Llenando folios y folios de realidades paralelas en universos superpuestos. ¿Qué es verdad y qué es mentira? Nadie realmente lo sabe, por lo que huelga preguntarse incluso por la veracidad de lo que aquí cuento.

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16 marzo 2011

Leche agria









La casa huele a leche agria cuando abro la puerta al llegar del trabajo. Son los restos del desayuno que esperan, mudos, en el fregadero.

También aguardan sobre el sofá dos mandos a distancia y una manta sin plegar. El libro que estoy leyendo y un periódico de hace dos días, en el suelo, al alcance de la mano. Un abrigo sobre una silla, dos pares de zapatos cerca de la puerta, cartas del banco por abrir. Sólo la planta de plástico se muestra digna, ajena al desorden existente, en una esquina de la estancia.

Este caos, que llena todos los espacios de este piso tan pequeño, aumenta todavía más la angustia que siento, al comprobar el declive inexorable de mi vida. Dejo caer el maletín con fuerza, como queriendo darme ánimos, pero el intento dura lo que tarda en caer la manivela de la puerta, averiada desde hace un par de meses.

Recién aterrizado en el sofá, suena el teléfono. Una vendedora, con acento sudamericano, me propone que cambie de operadora telefónica. Es la quinta vez esta semana. La despacho con mal humor y peor educación. Una vez levantado, me vuelve el tufo de la leche agria y comienzo a recoger las cosas. Me pongo a fregar los platos con la ventana de la cocina abierta. Estornudo tres veces, como negando alguna verdad evidente. El aire viene frío, es cierto, pero es de una frigidez distinta, matizada de polen de pino y de ciprés, una corriente de renovación, que como todas, es agresiva y destructora; pero totalmente necesaria.

La mayoría de los alimentos de la nevera están caducados. Llevo tiempo evitando tirarlos a la basura con diferentes excusas, pero hoy no escucharé esas voces conformistas. Bajaré a la calle y me desharé de esos restos, que llevan demasiado tiempo envenenando el aire.

Me vendrá bien otra ración más de aire fresco y estornudos para terminar de limpiar lo que llevo dentro.  Afuera, el suelo tendrá la acostumbrada capa amarilla de principios de marzo y puede que encuentre a alguien colocando carteles del Corte Inglés. Al entrar en casa de nuevo, ya no me sorprenderá ningún olor extraño y seguirá en su sitio la planta de plástico, ajena al orden recién estrenado.

Volverá a caer la manivela, porque ni siquiera una revolución puede terminar con determinadas cosas.

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21 febrero 2011

En estos días



Cuando llegan estos días del mes, Sara cambia de comportamiento. A pesar de estar prevenido, no me acostumbro al trato áspero, a los continuos reproches y esa especie de odio, a duras penas reprimido, que le inspiro.

Esta mañana, por ejemplo, le ha molestado que la taza estaba demasiado caliente y ha vertido parte de la leche sobre el platillo al tocarla. Al tratar de disculparme, me ha lanzado una mirada de esas que duelen y después, ha girado la cara.

Yo me he sentido culpable, claro. No del error comprensible de haber añadido algunos segundos de más a la rueda del microondas. Culpable, tal vez, de haber fracasado en esa misión grabada a fuego en mi código genético, que consiste en fecundar un óvulo, puntualmente preparado al ritmo de unas hormonas frenéticas y tornadizas.

Sus ojos se dulcifican ahora por la turbidez de una lágrima que no tardará en salir. Ella alarga la mano buscando la mía, firmando una tregua que más parece un indulto, amagando una disculpa que no suena a sincera.

- Perdona, no sé qué me pasa estos días.

Yo la abrazo con fuerza mientras anoto mentalmente la fecha. Tercera semana de mes. Y cuatro más por delante para el próximo juicio.

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14 febrero 2011

Telas o flores



Quince de febrero. Ocho de la mañana. Mi habitación. Sus ropas están cuidadosamente ordenadas sobre la silla. Las rosas, esparcidas por el suelo.

Hay que cuidar mejor lo que tiene que durar más tiempo, me dijo, mientras se desnudaba y plegaba, una por una, cada prenda. No me dejó tocarla mientras tanto.

Quítate los calcetines, ordenó a la vez que entraba en la cama y se ponía de lado, observándome con una mirada que todavía ahora no sabría descifrar.

- Yo qué soy para ti, ¿una flor o un vestido?, pregunté.

- ¡Calla, tonto!, susurró con una leve sonrisa entre sus labios.

Y comenzó a acariciarme lentamente.

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