27 junio 2010

Sangre de líder

La imagen la tomé de aquí


Todos le esperaban. 

Alejandro era un hombre que se hacía de rogar, y yo siempre me he preguntado por qué a los demás no les importaba esperarle el tiempo que hiciera falta, mientras que a otros se nos recriminaba cada minuto de tardanza.

Nunca he llegado a comprender de qué carne están hechos los héroes y qué RH circula por las venas de los líderes, pero no fue esa curiosidad la que me incitó a matarlo. Tú lo llamarás celos o envidia, lo sé, pero se trata de un sentimiento más complejo.

A su entierro acudió una multitud de gente desolada, amigos derrotados, admiradoras deshechas. Hasta a mí se me escaparon un buen puñado de lágrimas.

Sí. Pensándolo bien, posiblemente yo también lo amaba. 

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23 junio 2010

Noche de San Juan


Es noche de sacar
el látigo
y domar hogueras
dejando a los leones
sueltos.

Es hora de lavar
penas
con agua
que no quema,
de escribir deseos
en la arena
y que el mar los lleve
donde quiera.

Es tiempo de buscar
tesoros
en oscuras cavernas,
o en ojos tristes,
o en las rojas cerezas.

Noche de San Juan

Velada de magia
cubata de estrellas
espora de amores
ramo de promesas.

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09 junio 2010

La jaula (y II)


Por la mañana, el secuestrador pasa revista. Observa lo que queda en la bandeja y le palpa las nalgas y la barriga de forma grosera. Al principio lanzaba una imprecación o la insultaba. Se notaba su impaciencia. Pero últimamente se le escapa algún gruñido, que parece de satisfacción, y a ella le crece la angustia. Nuevamente se promete que no va a comer.

Las reservas de fiambre dentro del establo se van terminando. A este ritmo no tardarán más de un mes en agotarse. Eso es, como mucho, lo que le resta de vida, piensa la prisionera, si nadie hace nada por remediarlo. Y se empeña en agitar los barrotes y dar gritos de socorro a un opresivo silencio.
 

Últimamente el carnicero carga de calorías el menú. Se le nota, además, algo nervioso en la forma de depositar los alimentos por la rendija. Algunas mañanas, la chica se despierta con la figura del hombre observándola fijamente y le ha parecido descubrir, en su costado, el brillo gris del acero. 

Tentando el suelo de la jaula, encuentra una pequeña vara. En su extremo, treinta y cuatro muescas. Si no le fallan las cuentas, lleva allí una regla completa y cinco días. Sólo una jornada menos de lo anotado en la madera. Al apreciar este hecho, el terror le paraliza las piernas. 


Tarda mucho en reaccionar. Cuando lo hace, termina tumbándose en el suelo, estirándose lo que puede, como si quisiera abarcar todo el ancho de su prisión. Esa noche no atiende la voracidad de su estómago, sólo espera la llegada de su verdugo.

Poco antes del amanecer, éste se presenta y observa en silencio. Ella finge estar dormida y aguarda. Tras unos minutos, eternos, el hombre abre la puerta y se sitúa junto a su víctima. Saca el cuchillo del costado y lo eleva, recreándose en la suerte. Su dentadura brilla.


La puerta de la jaula se ha quedado abierta. Es la única oportunidad de huir. Así que, con las fuerzas que le quedan, la chica se escurre por la abertura y busca la salida exterior, que permanece cerrada. Sabe que necesita esos pocos segundos que lleva de ventaja para abrir la pesada hoja de madera. Pero antes de llegar, la puerta se abre por sí sola y su cuerpo choca contra un cuerpo duro de color azul.
 

Poco recordará de los instantes que suceden después, imágenes borrosas teñidas de añil, el olor ácido de su propio vómito, el sonido de su cuerpo al desplomarse, los gritos ajenos disolviéndose en los últimos estertores de la resistencia violenta.


Qué contraste con el despertar dulce, luminoso, en una cama de hospital, rodeada de blanco e higiene por todos los costados, si exceptuamos el flanco cubierto por los ojos marrones, cálidos, amistosos, de una enfermera mostrando una bandeja de comida, en la que el fiambre brilla por su ausencia.


FIN
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03 junio 2010

La jaula (I)


Desde la calle no se puede ver la jaula. Se encuentra en la parte trasera, dentro de un local destartalado que en otros tiempos hizo de cobertizo.

Allí, en una esquina, semioculta en la penumbra, su estructura metálica de hierro oxidado encierra una superficie de poco más de cuatro metros cuadrados, por dos de alto. En su interior, una joven de pelo lacio se recoge, temblando de frío, en su posición fetal. A su lado, una bandeja, repleta de comida, todavía humea.
 

Ella se muere de hambre pero no quiere probar bocado. Sabe que esos alimentos, que la llaman con su sugerente olor, son lo más parecido a una condena de muerte. Como en el cuento de Hansel y Gretel, su carcelero espera que aumente de peso para sacrificarla.
 

Se tienta las carnes y observa que, pese a todo, está engordando. Todos los días trata de resistir la tentación, pero le puede la gula, el pecado capital que, al fin y a la postre, le ha llevado a aquel cuartucho, al que llegó siguiendo los pasos de su carnicero, con la promesa de mostrarle desconocidos manjares. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, consiguió distinguir dos cecinas y varias ristras de diversos embutidos. También restos de piel y cabellos. El carnicero elaboraba sus manjares con carne humana.
 

Llega la noche, se recrudece el frío, y el hambre le impide dormir. Su voluntad flaquea, minuto a minuto. Al final, ella lo sabe, caerá sobre la bandeja y devorará los alimentos grasientos. Entonces se sentirá culpable y llorará hasta que el cansancio le venza. 

Así es todos los días.

(continuará)

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