30 diciembre 2007

El precio del alma

Imagen tomada de Dimensión desconocida
El diablo vino a tomar el té a la hora señalada. Lo reconocí en seguida; era el mismo hombre con el que firmara el contrato diez años atrás. Su aspecto era impecable, el traje le caía como una segunda piel sobre su cuerpo bien proporcionado. La tez morena, la barba corta, cuidadosamente afeitada, y su mirada pasional, intensa, completaban la estampa de un hombre juvenil tremendamente atractivo.

Le pregunté si había venido a cobrar su deuda. El plazo había expirado, y yo aguardaba, casi deseaba, un desenlace rápido, y el eterno castigo pactado. Desde que contrajera el fatal compromiso, mi alma no había conocido el descanso.

¡Infeliz! - me dijo- Te concedo una prórroga por otros diez años.

¿Diez años? ¿Otros diez años alimentando la esperanza de un feliz desenlace? ¿No es suficiente infierno la incertidumbre de la espera?

Comprendí entonces que la angustia no me abandonaría jamás. Mi temido interlocutor ya se había cobrado su deuda el primer día.


P.D. ¡Feliz Año Nuevo! a todos.

22 diciembre 2007

Por la noche

El aula estaba más llena de lo habitual por aquellas fechas. El profesor agotaba los últimos minutos de la clase, del día, de la semana. Las caras mostraban desgana y cansancio, el incesante giro de las cabezas y el rumor creciente en la sala eran clara demostración de la impaciencia del personal por escapar de la asfixiante custodia de aquellos fríos muros de gotelé blanco.

Don Julián terminó de escribir el corolario en la pizarra, y, tras dejar un tiempo prudencial para copiarlo, comenzó a borrarlo con lentos movimientos mecánicos con el sonido de fondo de papeles recogidos, carpetas cerradas y sillas chirriantes.
Devuelto el verde lienzo a su original aspecto, el profesor, tras girarse, alzó un poco la voz, agitó las manos, y se hizo el silencio.

- No se vayan todavía. Tengo que anunciarles la fecha del próximo examen parcial. Será el día 24 a las 9.

- ¿El 24? Pero si el 24 es Nochebuena. -sonó una voz indignada-

- ¿Nochebuena? Nochebuena es por la noche.

19 diciembre 2007

Entre santas y calvos


Iba a comenzar el texto con una frase tipo "Me gusta comprar lotería en Santa Catalina", pero la verdad es que nunca lo he hecho; así que no sé si realmente me gusta. Tal vez "Me gustaría comprar ..." sería más adecuado, pero no tiene mucho sentido. "En Santa Catalina existe una famosa administración de loterías que..." No, tampoco me convence.

El caso es que hoy quería hablar de Santa Catalina, y de la lotería. A todo esto, no estoy escribiendo sobre mártires ni monjas de clausura. Me refería a la plaza, a la iglesia, y sobre todo a la torre, situadas todas ellas en el centro de Valencia. ¿Qué me atrae de su esbelta belleza? Pues no sabría deciros. Seguramente el hecho de ser la segundona, un bello talento más, eclipsado por la siempre exagerada fama del Micalet, la torre que preside la catedral de la ciudad del Turia.

Siento cierta simpatía por los segundos, esos entrañables personajes condenados a ver menguado su prestigio a costa de los siempre sobrevalorados méritos de los primeros. Los segundos vienen a ser la nobleza de los perdedores; gentes con reconocimiento social, con galones, pero sin derecho a llevar la aureola sobre sus cabezas. La torre de Santa Catalina es un ejemplo más, una hermosa perdedora, una novia despechada por el popular gigante Micalet, que la observa desdeñoso desde la otra punta de la Plaza de la Reina.

Y en la plaza de Santa Catalina, existe una administración de lotería con bastante fama, como si la superstición popular intuyera que, bajo la mirada protectora de la derrotada, aflorará mejor la apreciada rosa de la suerte.

Todos los años me hago el propósito de comprar algún décimo en ese local, y todos termino desistiendo. Este año tampoco va a ser la excepción. Ya no me da tiempo. Además, tenía el propósito de compartir con vosotros el billete comprado, tal y como hizo Carmen el año pasado, iniciativa que me gustó y a la que me sumé con mucho agrado.

Me gusta compartir lotería. Sea de donde sea. Comprar un décimo a medias, o entre varios amigos, parece que me une más a ellos, es como escoger a tus acompañantes en el camino de la fortuna, que viene a ser la isla desierta por la que alguien inevitablemente nos pregunta. ¿A quién te llevarías? Pues a ti, mi amor, no ves que compartimos número.

Por uno de estos vacíos de mi memoria, dígase despiste, tengo en mi poder un décimo cuyo destino era ser compartido, pero que, al final me he tenido que quedar yo solo. Como el futuro del agraciado papelito era tener más de un amo, he decidido compartirlo con vosotros. Utilizaré el mismo sistema que empleó su inventora: todos aquellos que dejen un comentario en esta entrada hasta el viernes 21 de diciembre a las 23:59 h. (hora peninsular española) me acompañarán en la suerte con el décimo, del cual no reproduzco todas sus cifras por motivos de seguridad.

Soy consciente de que queda muy poco tiempo, y os ruego que me disculpéis los que no hayáis leído la entrada antes de que expire el plazo.

Suerte, y Feliz Navidad a todos.




16 diciembre 2007

Angustias

Mención especial en el concurso
Imagen tomada de http://miscelaneademantis.blogspot.com/

Angustias. No pude reprimir la risa al escuchar su nombre, que me repetía a gritos en la pista de una abarrotada discoteca de la capital.

¿Angustias? Angustias, ¡Angustias! Las carcajadas aumentaban con cada repetición, se encallaban en mi estómago, decrecían y volvían a empezar como un disco rallado en un viejo gramófono. No fue un buen comienzo.

¡Angustias!, suspiro, mientras la imagino bajando del vagón que se acerca allá a lo lejos, que se va haciendo grande poco a poco. Mi ilusión crece intentando encontrar su rostro asomado por la ventanilla, adivinando su sonrisa en cada cara que se ve a través del borroso cristal.

Angustias. Lloro. Sus últimas líneas sobre el papel arrugado encima de la mesa, los trazos de su dulce caligrafía infantil anunciando las peores noticias, los temidos presagios cumplidos. No habrá más Angustias para mí; sólo desolación, dolor, ira contenida, impotencia. Angustias se ha ido para siempre.


12 diciembre 2007

La última elección

Imagen tomada de http://www.librodearena.com/tanausu/blog

Cuando volví ya no estaba; inquietud, impaciencia y ansiedad mezcladas en explosivo cóctel movían mis piernas en todas direcciones, y su traje blanco, esquivo, aparecía y desaparecía tras montículos de lápidas y nichos. El juego del escondite terminó junto al eterno lecho del bandolero. Su mirada me buscó ansiosa, todo su cuerpo parecía ofrecerse para que lo tomara allí mismo, sin mayor demora. Mis labios buscaron los suyos, cerrados los ojos, tratando de sentir intensamente el roce de la piel contra la piel.

Por suerte o desgracia, mis párpados se separaron justo antes de que nuestros cuerpos se unieran por primera vez, y lo que vi me sacudió como una descarga eléctrica. Su bello rostro se había convertido en algo monstruoso, un engendro salvaje de mirada sádica, dispuesto a devorarme. El pánico vino de golpe, el ramo se cayó de mis manos, un sudor frío recorrió la columna vertebral de arriba abajo, y, paradójicamente, en vez de salir corriendo para evitar el abrazo de la bestia, mi cuerpo, en un inesperado acto reflejo, quiso terminar el movimiento que había comenzado, estrechando el cuerpo deforme del espectro.

Fue entonces, en el preciso momento en que mis manos tocaban su cintura, cuando la figura de la mujer se desintegró, desapareciendo por completo. Tardé un poco en reaccionar, pero cuando lo hice, me vi a mí mismo enfrente de la tumba de Pernales, con el ramo de flores encima de la lápida, y entonces lo comprendí todo. Los instantes siguientes fueron de una especial clarividencia, como si, de repente, hubiera sido transportado a un estadio de conocimiento superior.

Es frustrante reconocer que has sido seducido por un fantasma, que un ser incorpóreo ha podido desatar los apretados nudos que aprisionan al rebelde prisionero de mis pasiones. Ella, Concha Fernández, ¡cómo no había caído en ello antes!, la amante de Pernales, la que quedó esperando en Valencia a la llegada de su amado para partir a otras tierras, era la autora indirecta de los misteriosos homenajes a la memoria de su hombre. Para ello urdía un ingenioso plan, que consistía en debilitar la resistencia psicológica de sus víctimas, desplegando a continuación todas sus armas seductoras, para lograr finalmente que otros brazos hicieran por ella lo que ya no podía realizar.

Volvieron a mi mente las últimas palabras de Sergio Bertomeu, la advertencia que en su día no supe interpretar. Intenté adivinar como fueron las últimas horas de su vida, y así las he contado al principio del relato. No debieron ser muy diferentes a como las he narrado. Él tuvo peor suerte que yo; su mente no pudo romper ese hilo invisible que separaba la realidad de la imaginación, y sucumbió a los caprichos de esta última. Muchos pensamientos cristalizaron en pocos minutos. No los contaré todos, pues no deseo cansar al lector con mis complejas elucubraciones. Creo que ya he narrado lo esencial.

Terminadas mis reflexiones, volví a encontrarme con la cruda realidad: flores sobre una tumba. Sentía que había roto un hechizo, una tradición mágica. De mí dependía que desapareciera para siempre. Solamente tenía que volver a coger el ramo y desaparecer por la puerta. Me quedé un momento mirando las flores bellas, cálidas, apoyadas sobre el mármol inhóspito, frío. Nunca me han gustado las flores del cementerio, esa especie de mezcla macabra entre ilusión y muerte. Por esa razón estuve tentado de levantar el ramo, y ofrecerlo a la primera persona que me cruzara por la calle. Pero hay razones que se nos escapan, razonamientos que no comprendemos, batallas dialécticas que se libran en el interior de nuestras conciencias, a las que parecemos totalmente ajenos, pero que guían muchas veces nuestros actos. En el armisticio de una de esas guerras debió de quedar escrito dejar las cosas como estaban, para constancia de la postrera victoria de mi bello fantasma.Así que dejé las flores sobre la tumba, recogí las cosas, me despedí del mundo de los espectros, y crucé el umbral de la puerta, como quien atraviesa una barrera invisible entre la realidad y la ficción, entre la muerte y la vida.

Al día siguiente algún rotativo informaría sobre el hecho, ya casi cotidiano, de la aparición de las flores, sin sospechar siquiera el mensaje oculto que escondían éstas, la pasión insatisfecha llevada hasta más allá de la muerte, el amor frustrado, la espera eterna.

FIN

09 diciembre 2007

En el cementerio

Cementerio de La Recoleta (Buenos Aires). Imagen tomada de http://www.qipdesigns.com

Detrás del encalado muro oeste el sol se ponía, tiñendo de tonos anaranjados el azul del cielo, creando uniformes franjas oscuras alargadas sobre el suelo marrón, como rayas verticales en una enorme camisa. De esos tonos se vestía el impaciente lienzo de mi espera. Ya se notaba el acortamiento del día, meditaba; por no pensar en su tardanza; pero era inútil. ¿Cuándo vendrá?, me preguntaba una vez sí y otra también. Mi mirada iba al sereno espectáculo del crepúsculo, volvía a las tristes letras de la lápida, acariciaba la puerta marrón, como si con ello pudiera conseguir que se abriera antes, enmarcando su anhelada silueta.

A mis pies una cesta con la cena, algo de bebida, un termo de café, y una manta. Venía preparado para una larga noche, una velada compuesta de capas de ilusión, excitación, misterio y miedo, como un sandwich de muchos pisos, larga y cuidadosamente preparado, al que nunca vemos la hora de hincarle el diente. Pero para comenzar el banquete faltaba el invitado principal, y yo estaba nervioso. Nervioso y hambriento.

La mortecina luz crepuscular fue reemplazada por la radiante luminosidad de la luna llena, emergiendo por encima de las copas de los cipreses. El espectáculo de su perfecto óvalo blanco me deslumbró al principio, y no pude observar como se abría la puerta para dejar entrar al objeto de mis sueños. Cuando bajé la vista, ella ya estaba cerca, pero la suave luz resaltaba más aún su piel morena sobre el vestido blanco, reflejándose en el negro de su cabello rizado con fugaces brillos. Parecía un ser sobrenatural; una hurí, recién salida del paraíso para satisfacer todos mis deseos.

Nada más llegar cambiamos de sitio; la lápida de Pernales no parecía el lugar más apropiado para sorprender al misterioso visitante. Nos retiramos a una distancia prudencial, ocultos detrás de varios mausoleos, con nuestro objetivo perfectamente localizado. Cómodos y seguros en nuestro escondite, poco a poco fuimos relajando la tensión de la vigilancia.

Ella tenía una sonrisa permanente, un enigmático brillo en los ojos, y su voz me acariciaba por dentro cada vez que susurraba una frase. Las palabras me salían solas, originales piropos brotaban de mis labios a cada cual más original. La cesta estaba intacta, y la manta, tendida sobre el suelo, pedía a gritos un uso bien distinto al de mantel. El muro se estaba resquebrajando.

Inmerso en esa fase de excitación, una ráfaga de viento trajo un perfume de rosas. Ella aspiró su aroma abriendo bien las fosas nasales, dibujando una ligera sonrisa, exhalando un suspiro. Sin mediar palabra, sin esperar pregunta, me dirigí al lugar de donde provenían aquellos efluvios, y vi una mata trepando por el muro norte. Las flores estaban altas; necesitaba algo para poder arrancar algunas, y nunca me he distinguido por mi agilidad precisamente. Por suerte, iba provisto de una navaja y encontré un palo junto a la pared, lo que me permitió, en poco tiempo, conseguir un bello ramo para mi amada.

30 noviembre 2007

Últimos granos del reloj de arena


Las reuniones a última hora de la tarde se fueron haciendo cada vez más frecuentes y extensas. Me perdonaréis si no puedo explicar de qué hablábamos, las líneas de investigación que seguíamos, el proceso deductivo que debía llevarnos a la solución del enigma. No recuerdo esos detalles; aunque podría describir con precisión la ropa que llevaba en cada visita, recuerdo cada mirada, cada sonrisa, cada gesto; y mi ansiedad, el deseo a duras penas reprimido, las ganas de abalanzarme sobre ella, de romper la invisible barrera.

Las visitas eran largas, excitantes, intensas, sí; pero totalmente infructuosas. Un mes después de la primera nos encontrábamos en el mismo punto inicial, sin tener realmente una buena pista que seguir. Habíamos investigado sobre familiares, amigos, personas agradecidas, y otros posibles deudores de Pernales; pero nadie parecía tener suficiente apego al legendario bandolero para tomarse la molestia de dejar un manojo de rosas sobre su tumba cada aniversario. En cualquier caso, mucho temía yo que el verdadero autor gustara de un anonimato similar al del célebre marido con su cantado ramito de violetas.

El tiempo pasaba, Julio terminaba entre calores asfixiantes y pasiones a duras penas ahogadas en cubatas con hielo abundante y duchas frías. Cristinas, Jaimes, Joaquines y Anas habían celebrado ya sus onomásticas, y las Martas estaban ya en vísperas. Los recursos se agotaban, las ideas cerraban las maletas de sus inmediatas vacaciones. Los dos sabíamos que la única forma fiable de averiguar la verdad era verla con nuestros propios ojos; y para ello era necesario estar allí, sentado en la misma tumba, desde el ocaso hasta que los rayos de sol comenzaran a perfilar las primeras sombras.

A pesar de ello decidimos apurar las últimas tardes juntos persiguiendo pistas falsas, riendo teorías absurdas, apostando sobre posibles autores; y en mí fue creciendo una inquietud: la certeza de que estaba apurando las últimas horas con Concha; que, después del cementerio, ella me abandonaría junto a su misterio. Yo quería saborear esas horas despacio, intentar retener el tiempo como quien trata de conservar el agua en la concavidad de la palma de una mano; pero se me escurría entre los dedos.

Los granos de arena del inmenso reloj de mi vida se deslizaban veloces por su tarado orificio. Debía detenerlo como fuera, y la única oportunidad se me antojaba oculta entre cipreses durante esa esperada noche de vísperas.

23 noviembre 2007

Un muro invisible

Imagen tomada de http://blog.cuandocalientaelsol.com

No me podía, ni me quería negar. Estaba tan ilusionado en participar, tan contento de como se había desarrollado la conversación que, de repente, una voz me sorprendió:

- ¿Te tomas las copas a pares, chaval?

Levanté la cabeza y vi enfrente de mí la copa intacta de Concha, y lo que es peor, la sonrisa sarcástica de un amigo mío, que se disponía a sentarse en el lugar donde se había sentado ella hacía unos segundos.

- Verás...- intenté improvisar una explicación-. Ha sido una confusión... con el camarero.

- Pues nada, trae. Ya me la bebo yo.

Nuevamente ella había desaparecido sin saber cómo. Cualquier intento de explicar a mi amigo que la mujer de mis sueños estaba sentada enfrente de mi y se había volatilizado me parecía una pérdida de tiempo. Así que decidí cambiar de tema y dejar que el turbio líquido fuera abandonando lentamente su recipiente de vidrio. Después me fui a casa. La noche ya había dado más de lo que se esperaba de ella.

En contra de lo que había anunciado, Concha se presentó a la tarde siguiente en el despacho. Mi secretaria hacía ya un rato que debía estar en su casa, y yo me disponía a terminar de leer un informe cuando escuché el timbre de la puerta. Allí estaba ella de nuevo, imponente, arrebatadora. Tenía algo, no se qué, capaz de anular mi voluntad y de aglutinar mis pensamientos alrededor de ella. No era su escote, ni sus tentadores labios, tampoco su inquietante mirada. Nada físico; algo mágico, sobrenatural, como un aura que la envolvía formando un campo magnético imposible de vencer.

Pronto me di cuenta de que no sólo era inútil resitirse a esa atracción, sino que además era un placer sucumbir a los encantos de aquella misteriosa mujer, sentir su cálida mirada, la complicidad de su sonrisa, la caricia de sus palabras; a pesar de que una invisible muralla me impedía acercarme a ella, sentir siquiera el roce de su piel o la caricia espontánea de su pelo.
Esa barrera infranqueable fue, poco a poco, aumentando mi deseo. Necesitaba besar esos labios, acariciar esa piel, morder ese cuello, perderme detrás de la sombra de su falda. Tenía que encontrar la forma de derribar ese muro que me impedía caer en la ansiada tentación de su cuerpo.

15 noviembre 2007

Tomando una copa


- Hola, señor Resaca -dijo, con una sonrisa deliciosamente irónica- ¿Haciendo méritos para la siguiente? -espetó, mirando mi copa con descaro-
- Bueno... , supongo que el otro día no estuve demasiado correcto.
- ¿Correcto? Correcto, sí, muy correcto. Con un poco de acidez, es cierto, pero eso me encanta. Además, no me extraña demasiado con los brebajes que te tomas. Mañana tampoco te iré a visitar.
- Me temo que no te serví de ninguna ayuda -dije tratando de disculparme-
- No sólo no me serviste de ayuda, sino que además me lo dejaste bien clarito. Y ahora, ¿vas a cambiar de opinión, o me vas a invitar a una copa? -dijo muy seria-
- Las dos cosas. ¿Qué quieres?
- Lo mismo que tú, supongo -sonrió maliciosa, observando el encaje que yo hacía del doble juego de sus palabras-
La última frase había conseguido recuperar algo mi dañada moral, creciendo la esperanza de sacar algo positivo del encuentro. Disimulé como pude mi satisfacción y pedí al camarero otro gin-tonic, como él los preparaba, con su pequeño chorrito de limón, y otro tanto frotando el vaso para fijar unos granos de azúcar, corto de ginebra, con poco hielo pero la tónica muy fría.

Tenía muchas ganas de agradar, una voluntad firme de borrar la mala impresión del primer día, y lo quise conseguir con una mezcla de mentiras y medias verdades. Así, le dije que, después de su visita había investigado, acudiendo a hemerotecas, secretos confidentes, y otros medios poco confesables, averiguando que Sergio había muerto a la mañana siguiente de un infarto de miocardio. Ella pareció muy afectada y la sonrisa cínica se le borró del rostro. Tras un incómodo momento de silencio, tomó la palabra, aunque se le notaba que le costaba mucho esfuerzo hablar, pues estaba conteniendo unas lágrimas que luchaban por aflorar desde sus enrojecidos ojos.

- Pobre, pobre Sergio. No me imaginé que podía ser tan grave la caída.

- No fue de la caída, Concha. Se hubiera muerto allí mismo. Algo debió de impresionarle mucho dentro del cementerio.

- Pues no sé. No vi nada cuando yo volví donde nos encontrábamos. Si él observó algo más, se lo ha llevado a la tumba, así como el secreto de Pernales.

- Yo creo que no llegó a descubrirlo -dije, no muy convencido-

- No sé; pero en ese caso tiene todavía más sentido averiguarlo. ¿Me ayudarás?

Y yo, claro, no me podía negar.

09 noviembre 2007

Ella toma las riendas


Durante este tiempo, sin que yo fuera capaz de apreciarlo, los cimientos de la habitual seguridad en mí mismo se habían ido deteriorando sin remedio, y ahora era mi propia personalidad la que estaba amenazada de ruina. Sin saber siquiera si la persona a la que amaba existía realmente, y negándome a mí mismo la autenticidad de mis sentimientos, estaba viviendo en un mundo irreal, que era muy posible que se viniera abajo al primer contratiempo.

Despertaba todos los días con la ansiedad que me producía la posibilidad de verla, y, al mismo tiempo, quería envolverme con una capa de indiferencia que demostrara -no sé muy bien a quien- lo poco que me importaba el objeto de mis deseos. Algo verdaderamente absurdo, si te paras a analizarlo un segundo, pero yo no deseaba analizar nada. Sólo quería verla y mostrarme ante ella como un auténtico tipo duro de película de cine negro americano, un Humphrey Bogart sin sombrero ni gabardina.

Concha tenía otros planes para mí, perseguía objetivos tan claros como abyectos, y mi ceguera le venía muy bien para llevarlos a cabo, o quizá había seleccionado ese momento de enajenación para culminar su estudiada estrategia. A veces pienso que todo ese estado de confusión fue la consecuencia de una magistral trampa tendida por ella, consistente en debilitar mi fuerza de voluntad para conseguir que saciara todos sus deseos sin resistencia.

Me sentía pues, como el sodado sitiado, tras un largo asedio, que asiste impotente al largo despliegue de tropas enemigas, muy superiores en número, conocedor de que su suerte está echada y su vida depende, ya no de su valor, sino de la clemencia de su enemigo. En resumen, se había rendido antes de luchar.

Si a esto se le puede llamar armas, Concha se presentó con una falda larga, un top ajustado, con generoso escote, y el pelo suelto cayendo sobre su bronceada espalda desnuda. Su sonrisa, de color fresa, realzaba la textura carnosa de los labios, y la línea oscura en el párpado daba profundidad a su mirada. No tenía escapatoria; encontraba una tentación distinta en cada poro de piel donde se detenían mis ojos, y sentía vértigo; ese vértigo especial que se siente justo antes de caer en el insondable abismo del deseo.

No podía pensar en ese momento que no iba a ser tan fácil dejarme vencer, saltar al precipicio de la pasión, abandonarme a la derrota de su deseo. Concha tenía otros planes para mí: sostenerme de un hilo en la fina línea de separación entre el duro terreno de mi seguridad, y la sima de mis deseos. Ella había tomado las riendas.

05 noviembre 2007

Ligera alucinación


El caso es que Concha, como es habitual en ella, había desaparecido, y me fue imposible demostrarles que una mujer espectacular había pasado delante de sus narices dos veces seguidas sin que ellos la vieran.

Esta escena se repitió varias veces. Ella aparecía y desaparecía como en un sueño, y solamente yo era capaz de verla. A mi obsesión por hablar con ella se unía ahora la sensación de estar metido en una ligera alucinación.

Quise resolverlo hablando con mi secretaria. Ella debía de haberla atendido el día que vino a verme a la oficina. Era una mujer no demasiado mayor, pero muy formal. Desde que trabajaba conmigo, hacía ya cinco años, no había conseguido que me tuteara, como si haciéndolo restara calidad a su trabajo, que era digno de toda mi confianza.

- Ya sé que no debería hacerle esta pregunta, pero... ¿usted toma nota del nombre de todas las visitas?

- Por supuesto, señor Quevedo. Puedo comprobarlo cuando quiera...- Sí, ya lo sé. Es que me gustaría comprobar el de una mujer que vino hará cosa de un mes, hace cuatro viernes exactamente.

- Hace cuatro viernes... -carraspeó- hace cuatro viernes no tuvo usted ninguna visita. Lo recuerdo perfectamente. Fue el único día de todo el mes que no vino nadie por la mañana, y usted a mediodía me dijo que no volvería por la tarde, y que me la podía coger libre.

- Seguro que no se equivoca de día. Sería otro viernes. Yo ese día tuve una visita. Lo recuerdo perfectamente. ¿Me permite comprobarlo?

Y, efectivamente, en la agenda estaban todas las visitas anotadas a mano, con excelente caligrafía, excepto las de aquel viernes, cuya página estaba totalmente en blanco. Busqué en el resto de semanas, en otros días incluso, para ver si encontraba a una Concha Fernández, cuyo nombre no aparecía en ninguna de las notas de los dos últimos meses.

31 octubre 2007

Deliberada ausencia



El desplante de la chica me dejó tocado, algo que a la larga traería amargas consecuencias. No sé como fui tan estúpido, con lo listo que me creo. Después de mi larga demostración de lo poco sensible que podía yo ser ante unos ojos acuosos y una historia lacrimógena, a ella le bastó sólo una frase y un gesto para introducir una cuña en mi falsa seguridad de "chico de vuelta de todo".
Esa cuña se fue hundiendo un poco más tras dos semanas de ausencia por los lugares donde antes solíamos coincidir, tiempo que intenté aprovechar para averiguar algo más de Sergio Bertomeu; aunque de sobra sabía de su paradero. ¿Reuniría el valor suficiente para comunicarle a la mujer su fallecimiento cuando la encontrara? De hacerlo, probablemente terminaría el contacto con ella, algo que, aunque me negaba a reconocer, empezaba a desear cada vez con más ganas.

Tras dos semanas, ella se volvió a hacer visible, pero... no para todos. Sucedió algo muy extraño. Yo había quedado con unos amigos, y estábamos en una divertida discusión. El fútbol, ya se sabe. Las frases mortificantes se respondían con otras del mismo estilo, apoyadas siempre con radiantes sonrisas. El tono subía, pero todos sabíamos que no iba a llegar la sangre al río, pues este tipo de tertulias eran muy habituales entre nosotros. Al final, lo que parecían odios encarnizados se disolvían ante el paso de una rubia, o delante de unos dardos, unos naipes o un cubilete. Esta vez fue ella quien pasó, con sus tacones y su vestido largo ceñido, a dos palmos de mí, arqueando las cejas como todo saludo. Yo debí quedarme blanco, pues, de repente, todos se me quedaron mirando unos segundos, y después prorrumpieron en carcajadas. Yo traté de disimular todo lo posible, evitando que los colores me subieran a la cara, y solté una frase para quitar el hierro:

-¿De qué os reís, mamones? No me digáis que veis a tías así todos los días.

Entonces, fueron ellos los que se callaron de golpe, y empezaron a girar sus cuellos, buscando por toda la sala.

- ¿Tías? ¿Qué tías? ¿Se nos ha escapado algo?

- Joder. No me digáis que no la habéis visto. Pero si ha pasado a un centímetro de vuestras caras.

- Chaval, no intentes quedarte con nosotros. Dinos que le has echado al gin-tonic, ¿limón jamaicano?

El caso es que Concha, como es habitual en ella, había desaparecido, y me fue imposible demostrarles que una mujer espectacular había pasado delante de sus narices dos veces seguidas sin que ellos la vieran.

25 octubre 2007

Decepcionante entrevista


No sé si se me notó el gesto de sorpresa, a pesar de que hice todo lo posible por disimularlo, pero ella pareció no darse cuenta. Prosiguió su narración sin más interrupciones de las que yo le producía para preguntar algunos detalles:

- Lo conocía hace unos meses en un pub y nos caímos bien. Daba la casualidad que él era de fuera, como yo, y estaba realizando un trabajo de investigación, me dijo, algo sobre la muerte del bandolero Pernales, que está enterrado en el cementerio de la ciudad....

- Eso lo sé -interrumpí- no olvides que soy de aquí.

- Claro, lo había olvidado. Pues bien, Sergio era periodista e investigaba la aparición de las flores en la tumba de Pernales en el aniversario de su muerte. Creía que había algo misterioso en ese hecho, una especie de enigma oculto detrás de un simple homenaje de algún familiar o simpatizante. ¿Qué exagerado no?

- Bueno, yo nunca he tenido ninguna curiosidad por el tema -dije- aunque no era del todo cierto.

- Pues él sí, y a medida que profundizaba en el tema y no encontraba respuestas convincentes, se fue obsesionando más y más.

- ¿Y?

- Y yo iba sintiendo cada vez más atracción por él; su aspecto agotado, desvalido, derrotado me encogía el corazón. Quería ayudarlo, pero no sabía muy bien cómo. Su conversación era escasa, y no tardaba mucho tiempo en llegar al tema que lo consumía por dentro. A pesar de todo, tenía una especie de extraña luz en la mirada, un brillo que parecía salir desde dentro de su interior, que expresaba una invencible determinación en la consecución de sus objetivos. Si un día lo veías fracasado, a punto de abandonarlo todo, al día siguiente volvía con ánimos renovados, con una sonrisa especial, resplandeciente. Esos días estaba irresistible.

- Imagino que no habrá venido a contarme lo guapo que era -interrumpí cansado de tantos rodeos-.

- Sin embargo lo era -dijo ella con retintín, disimulando su irritación por mi respuesta-.

- Ya me figuro. Pero ve al grano, si no te importa, -dije más amablemente-. Todos tenemos cosas que hacer.

- Vale, vale. Te ahorraré algunos detalles. Para intentar llamar su atención disimulé interés por lo que estaba haciendo. Decidía ayudarle en la búsqueda; era la única manera de entrar en su vida.

- ¿Y tuviste éxito?

- La verdad es que no. No conseguimos averiguar la verdad. Al final, desesperados por nuestros fracasos, no se nos ocurrió otra cosa que ir al cementerio la noche en la que se suponía ocurría el hecho misterioso.

- Muy romántico. ¿Y qué pasó?

- Pues aunque no lo creas, sí, fue así, muy romántico. Esa noche estaba diferente. Yo creo que se había convencido de que iba a resolver el enigma; se le veía radiante, lleno de optimismo. Aunque parezca mentira, el tema que le obsesionaba, parecía ya superado. Estuvimos mucho rato esperando, a la luz de la luna llena, y hablamos de todo. Me contó muchas cosas suyas, de su vida, y yo de la mía. Me confesó su atracción por mí, después su deseo. ¡Dijo cosas tan bonitas esa noche! Palabras que hacía mucho tiempo que nadie me decía. De repente, movido por un impulso, se levantó y me pidió que le esperara. Me iba a dar una sorpresa.

- Iría a la farmacia, supongo -dije, soportando su mirada de ira-

- No, fue a buscar flores. Pero tuvo un accidente. Vino tambaleándose, ensangrentado y polvoriento. Yo quise recompensar a mi héroe como se merecía, pero cuando iba a besarle... ¡se desmayó! Entonces fui yo quien fue a la farmacia.

- Ja,ja,ja. Eso sí que tiene gracia. ¿No sería algo serio?

- Pues la verdad es que no lo sé. Cuando llegué con el médico, él ya no estaba. Por eso estoy yo aquí. No sé nada de él desde entonces y estoy preocupada.

- Y yo, sigo sin saber en qué te puedo ayudar.

- ¡Vaya! Veo que no eres el hombre que estoy buscando -dijo ella despectiva-

Se levantó, me tendió la mano, giró sobre sus tacones, y salió lentamente del despacho, dejando que mi mirada se recreara en el balanceo de sus caderas, mientras mi cabeza se dolía de los excesos nocturnos, y mi orgullo del golpe encajado.

22 octubre 2007

El enemigo en casa


Era un viernes por la mañana. Yo había salido la noche anterior: una cena improvisada con viejos amigos, compañeros de la Facultad, con los que periódicamente me veía. Algunos de ellos, casados y con hijos, se habían tomado el evento con ganas, y aprovechando la oportunidad que se les brindaba decidieron alargarla lo más posible, arrastrando a la mayoría del personal, entre ellos, por supuesto, a mí, que para eso me apunto a cualquier bombardeo. Dado que mis obligaciones no me permiten demorar la hora de entrada en el trabajo, estaba yo recostado en mi sillón, dejando que mi cabeza, ligeramente ladeada, se apoyara de forma que era prácticamente imposible la caída hacia adelante por su propio peso en caso de que el sueño finalmente me venciera, algo que probablemente hubiera ocurrido de no tener el insoportable dolor de cabeza que me torturaba, haciéndome recordar uno por uno los gin-tonics ingeridos.

En ese momento de lastimero letargo debió entrar ella, tras ser anunciada, hechos ambos que no recuerdo, sin que ello suponga prueba ninguna de que no hayan sucedido.El caso es que, en el momento que entreabría los ojos, tras un par de cabezadas a duras penas reprimidas, allí la vi, sentada en el sillón de enfrente, con los ojos verdes bien abiertos, bajo ese excitante abanico que formaban sus largas pestañas bajo el fino arco de sus cejas. Sus labios, vigorosamente pintados de rojo carmín, se cerraban en ese momento tras, lo que deduje, eran unas palabras de saludo, al que yo respondí con un formal en el lenguaje, pero descuidado en la expresión:
- Buenos días. ¿Qué le trae por aquí?
- Verá. Estoy buscando un hombre. Un amigo mío, que desapareció en misteriosas circunstancias, y del que no he vuelto a saber.
- No sé si le podré ayudar -le dije algo intrigado-, yo soy abogado, no investigador privado.
- Bueno, investigar forma parte de su trabajo, ¿no?
- No exactamente, pero bueno, es igual, dígame de que se trate y veré lo que puedo hacer, señorita...
- Concha, Concha Fernández. Y por favor, tutéame.
- De acuerdo, dime. ¿De quién se trata?
- Su nombre es Sergio Bertomeu. Lo conocí hace unos meses en un pub...

16 octubre 2007

Agonía


Tuve la mala suerte de encontrármelo al salir de casa. Sí, así fue como conocí a Sergio Bertomeu. Yo fui quien lo llevó al hospital, aunque poco pude hacer para salvar su vida. Sufría un agudo ataque al corazón, y pese a que consiguieron reanimarlo en un primer momento, no pudo resistir el segundo envite. Permanecí en todo momento con él, asistiendo a su cruel agonía, observando su frente contrita, sus ojos desorbitados y labios temblorosos en los momentos en que permanecía consciente. A ratos deliraba, balbuceaba frases inconexas, palabras sin sentido, nombres desconocidos. Sólo pude entender algo sobre una mujer, pues esa frase fue la última que pronunció antes de caer retorciéndose del dolor de sus últimos espasmos:

- Ella, ella... Ella no es lo que parece. No confíes, no...

Era el primer día después de las vacaciones, mi primer día de trabajo, y no pude incorporarme hasta el mediodía, una vez concluidos los dolorosos trámites, dejando al finado con un familiar, localizado a duras penas. Como es fácil imaginar, pasé la tarde mirando el papel que tenía encima de la mesa sin verlo: el suceso me había conmocionado profundamente. Así fueron pasando días, semanas, meses... El recuerdo terrible de los últimos momentos de Sergio Bertomeu me iba abandonando, se difuminaba; aunque volvía con la suficiente nitidez cada cierto tiempo, la frecuencia era cada vez menor.

Otra aparición fue reemplazando a la imagen agónica del periodista. Era una mujer, una misteriosa mujer. Os ahorraré las descripciones. Creo que ya imagináis de quien se trata. Era ella, sí, pero yo entonces no lo sabía. Y creédme, no fue su singular belleza, que no negaré, la que me atrajo. Fue realmente la curiosidad, la certeza de que había un misterio que descubrir detrás de esa extraña combinación de miradas intensas y huidizas, de apariciones y desapariciones, de tiras y aflojas. Por supuesto, era perfectamente consciente de la red de seducción que ella intentaba lanzar a mis pies para que me enredara poco a poco sin darme cuenta, pero era una especie de reto que deseaba aceptar, un guante blanco lanzado, que pedía ser recogido y devuelto en el campo de batalla del deseo y la pasión.

Yo no soy tan impresionable como Sergio. Como he dicho, la exótica belleza de la muchacha no bastaba para hacerme perder el control de la partida, y sus escenificadas maniobras de atención conseguían divertirme más que otra cosa. Hubiera sido más eficaz un ataque directo, inesperado, seguido de una noche de intensa lujuria. Eso me hubiera convencido antes; pero ella tenía decidido emplear su audacia de otra forma, menos excitante, pero no por ello menos sorprendente: vino a verme a mi despacho.

15 octubre 2007

Las lágrimas de Sant Miquel



- ¿Te acuerdas?
- Sí claro, como me voy a olvidar. No me olvidaré mientras viva.

Los dos amigos, recién separados de su abrazo, se miran ahora con la sonrisa en los labios. El tiempo los ha reunido en el km. 0 del famoso camino, el sendero de la Luna LLena.

- ¿Qué mal lo pasamos, verdad? Nunca pensé que lo conseguiríamos.
- Pero lo hicimos. ¿Quién se acuerda ahora de todo aquel sufrimiento?
- Pues yo, claro. Y apuesto a que tú también. La satisfacción de la llegada a meta no me quita el recuerdo del dolor: el dolor del camino y el de los días siguientes. Me costó un mes recuperarme.
- Y a mí también, pero he borrado eso de mi memoria. Solamente veo el premio de la llegada: esa montaña casi sagrada, alfombrada de verde, como un prado suizo, en pleno mes de Mayo. Y las voces de la gente dándonos ánimos, a pesar de que apenas podíamos caminar, y de que llegábamos casi fuera de control. Recuerdo el paso de la meta, y la ermita de Sant Joan de Penyagolosa esperándonos.
- ¿Y no te acuerdas de Sant Miquel? Yo me acuerdo perfectamente de tu cara cuando llegamos allí: la cara de la desolación, del desánimo, de la derrota. Yo debía tener la misma.
- Sí que me acuerdo, lo reconozco. Recuerdo hasta el sudor de tu cara, y juraría que en ese momento se juntaba con lágrimas de impotencia en tu cara quemada por el sol. Sant Miquel de les Torrocelles. 40 km. de camino. 20 para la meta, y la vista de la larga y empinada cuesta restante, toda aquella pinada inmensa enfrente. Creo que fue ella la que nos convenció de que siguiéramos. ¿Sabes? Sólo por eso merecería la pena volver a ir.
- Me temo que no, Pedro. Se quemó todo este verano. Ahora sólo queda el monte desnudo, calcinado.

Y a Pedro se le borró la sonrisa, se le nublaron los ojos. Esta vez las lágrimas no se mezclaron con el sudor. Saben que nunca volverán, que lucharán para que esas imágenes vivan en su recuerdo, pero no caerán en la tentación de que la realidad se las mate, o quizá debería decir se las queme.

09 octubre 2007

Carrera desesperada


No necesitaba presentación. Sergio ya sabía quien era antes incluso de verlo de car: tenía su imagen firmemente grabada en el cerebro, como si el hombre que estaba viendo hubiera sido creado a partir de sus pensamientos. Era bajo de estatura, más bien flaco, lucía escaso pelo, de un rubio sucio tirando a marrón; su cara, oscurecida por la incipiente barba, tenía un aspecto amenazador, acentuado por la mirada intensa y cruel de sus pequeños ojos negros. Solamente llevaba una camisa blanca sobre unos simples calzones oscuros muy viejos; las botas tenían ya el cuero muy desgastado, y los cordones deshilachados.

Nuestro hombre palideció ante su espectro, como tantos otros hombres habían hecho ante su presencia en tiempos pasados; retrocedió unos pasos temblando sin perderle la vista, y cuando creyó que la distancia era adecuada echó a correr sin mirar atrás. Durante su loca carrera, el corazón parecía que le iba a estallar, pero él no quería atenderlo. Cruzó el umbral de la puerta del cementerio, atravesó la calle y un descampado que tenía enfrente, llegando a calles pavimentadas e iluminadas, desde las que ya no se veía el camposanto.

Creyéndose seguro detuvo la marcha de golpe; ya no podía más. Su corazón latía cada vez más fuerte, con un ritmo descompasado, arrítmico; sus latidos no sólo se oían: se le metían dentro del oído atormentándolo a cada golpe. Se llevó la mano instintivamente al lado izquierdo del pecho, sujetándolo, como queriendo evitar que su vital órgano escapara de su alojamiento. Le dolía.

Encorvado por el sufrimiento, apretando cada vez más el puño sobre el corazón, buscó apoyo en un coche aparcado, y quiso pedir ayuda, pero no salían palabras de su boca sino gemidos agonizantes. Levantó su rostro buscando una cara que le pudiera auxiliar, pero fue peor: lo que se encontró enfrente fue el rostro del temido fantasma que pensaba haber dejado atrás. Le miraba con una cara de odio intenso, de cólera macerada durante largos años. Sergio cayó de bruces, extendió sus brazos suplicantes en busca de misericordia, y el dolor se convirtió en un agudo pinchazo, que se prolongó durante varios segundos, dejándolo inconsciente.

05 octubre 2007

Apariciones


Entonces, las flores no eran para Pernales. Entonces, puede que nadie realmente se había presentado a rendir homenaje al bandolero. Entonces, había esperanza. El caso seguía abierto. Nadie, salvo él y la misteriosa mujer había acudido todavía a dejar su periódico presente. Pero, ¿y ella? ¿dónde estaba? ¿se había cansado de esperar? ¿por qué no era capaz de recordarlo?

Trató de forzar la mente una vez más, pero algo le decía que no debía averiguar la verdad; una especie de extraño resorte le devolvía al punto inicial, la caída del muro, cada vez que intentaba enfocar los turbios fotogramas que se sucedían de forma confusa. Llegó a vislumbrarla inclinada sobre él, a punto de besarle o algo parecido, y sintió un escalofrío: una corriente fría le recorrió la espalda desde la nuca hasta la cintura. Lejos de experimentar una sensación placentera, la última visión de la muchacha lo había dejado helado, paralizado de terror.

Quiso desterrar esos pensamientos pero ya no pudo. La cara de la mujer aparecía deformada en un gesto sádico mientras se inclinaba sobre él, como si se tratara de una fiera salvaje tratando de devorarlo allí mismo. El pánico se estaba apoderando de él. Ahora creía oír ruidos de pisadas, de hojas secas crujiendo, aplastadas por el peso de personas o alimañas; las sombras cambiaban a su alrededor formando diferentes formas que iban perfilándose como siluetas humanas. Sergio estaba paralizado; temía que el movimiento de cualquier músculo lo delatara, pero necesitaba saber lo que estaba sucediendo a sus espaldas, y comenzó a girar su cabeza muy despacio. Cuando su cuello alcanzó el máximo giro posible sin tornear la espalda sus ojos consiguieron captar la inconfundible presencia de una persona que se acercaba lentamente.

Aterrado, viró bruscamente la cabeza hasta volver a mirar de frente, y se quedó temblando sin atreverse a mirar, hasta reunir el valor para volver a hacerlo. Para entonces, el hombre se encontraba a escasos pasos de él.

02 octubre 2007

Imágenes surgiendo del limbo de los sueños

Imagen tomada de www.linkmesh.com
Se puede decir que Sergio se encontraba ahora en un lugar impreciso, en una especie de limbo, con una conciencia de la realidad del momento pero sin distinguir si los acontecimientos pasados habían sucedido en realidad, o pertenecían al mundo de los sueños. No quedaba rastro de la muchacha, y sin embargo estaba convencido de que había acudido a la cita. Algunas imágenes y palabras se confundían en su embotado cerebro. Trataba de ponerlas en orden, de recobrar la secuencia lógica de las mismas, pero le costaba mucho esfuerzo. La escasa luz no ayudaba a encontrar el escenario adecuado de los hechos, a construir un marco donde encuadrar a los personajes del retablo de la pasada noche.

Buscó la petaca en el bolsillo izquierdo de su chaqueta. Un trago podía ayudarle a estimular su imaginación, a dejar que los recuerdos borraran la sensación de fracaso que le atenazaba. Al mover las manos un ligero escozor le sorprendió. Las acercó a su cara, y las vio manchadas de sangre reseca: sangre que había brotado de sus palmas por diferentes puntos, y tras un corto recorrido había coagulado, dejando sinuosos regueros rojos que rompían bruscamente la blancura de su piel. Eran heridas aparatosas, pero no graves. Tras eliminar los restos de sangre, observó que tan solo tenía unos pocos pinchazos nada profundos, y algunos rasguños. No tardó en comprobar su orígen: se había pinchado con las rosas.


Algo no cuadraba: las heridas no eran profundas, pero un simple pinchazo al coger el ramo no parecía suficiente para provocar ese volumen de sangre. Tenía que haberlas agarrado con fuerza. ¿Para qué? ¿Alguien se las quería arrebatar? ¿Y qué más daba si el ramo realmente no era suyo?

Las preguntas se sucedían, y las respuestas tardaban en aparecer demasiado, pero el alcohol iba haciendo su efecto, eliminando el frío y produciendo una ligera sensación de alegría. Las imágenes parecían aclararse como ajustadas por un objetivo fotográfico, pidiendo paso a las obsesivas reflexiones, a las incongruentes explicaciones. Ahora podía ver a la chica enfrente de él, como seguramente había estado, con sus enigmáticos ojos enmarcados en el cobre de su piel , brillando en la noche; su largo pelo rizado cayendo sobre su espalda desnuda ondeándose como si lo moviera una brisa ligera; las piernas cruzadas en posición de yoga, sus pies desnudos, con las uñas pintadas de negro, sobresaliendo apenas de su larga falda; y su sonrisa: los hoyuelos en las mejillas apenas marcados. Sentía hasta su voz: clara, pausada, elegante, con un poco de acento de la tierra, suave como un susurro, como una melodía misteriosa que consigue anular la más firme voluntad.

De repente se veía a sí mismo, levantándose, corriendo, trepando por la tapia encalada, asiendo el matojo de rosas con una mano, mientras con la otra se sujetaba a un resquicio de la pared, con ambos pies en precario equilibrio sobre otros tantos resaltes. Por fin el resbalón, la rápida caída de espaldas con el ramo, eso sí, bien agarrado. Ya empezaba a cuadrar todo.

27 septiembre 2007

El bandolero





Permitidme que haga un inciso para narrar algo sobre el personaje objeto de tan misterioso culto.

Francisco de Paula Ríos González, famoso bandolero, alias “el Pernales”, había nacido en Estepa (Sevilla) el 23 de Julio de 1879, y cruzaba los montes de la Sierra de Segura y Alcaraz en busca del puerto de Valencia, por itinerarios conocidos, aquel 31 de Agosto de 1907. Pretendía dejar tan arriesgada vida y comenzar una nueva al otro lado del océano; una mujer tenía la culpa.
No era la primera: la legítima, María de las Nieves, con quien había tenido dos hijas, le había abandonado a causa de los malos tratos que sufría, tanto ella como sus hijas. Porque Pernales era cruel y sanguinario en ocasiones, y en otras sabía ser generoso, especialmente con los menos pudientes. Así, para unos, era un cruel delincuente, sin compasión siquiera con los suyos; y para otros un justiciero, un moderno Robin Hood que reponía a los humildes lo que los orgullosos terratenientes les sustraían a diario.

Trato de componer una imagen de él, y lo imagino más bien bajito pero muy ancho de espadas; atlético pero no demasiado flaco; de facciones duras, agresivas, aunque algo matizadas por el rubio de su pelo y algunas pecas diseminadas por sus mejillas; vestido con ropas sencillas: pantalones y chaqueta cortas, camisa blanca, el inevitable chaleco; calzado con botas altas, casi hasta la rodilla; y tocado con un sombrero de ala ancha gris.

Quiero detenerme ahora en sus últimos minutos, en sus últimos instantes, ponerme dentro de su pellejo, adivinar sus pensamientos, sus deseos, sus temores. Iba en compañía de otro de su cuadrilla, apodado “el niño de Arahal”, cerca de Villaverde de Guadalimar, en el paraje conocido como el arroyo del Tejo. Habían parado a comer: estaban descansando. No creo que estuvieran confiados; los veo más bien tensos, escuchando cada ruido, cada sonido inusual; pero deseosos de alcanzar su última meta, tal vez comiendo deprisa, ansiosos por retomar el camino, por avanzar unos kilómetros más, por acortar la duración del largo trayecto.

Su paso por aquellos lugares no había pasado desapercibido: eran seguidos de cerca, más de lo que suponían, por guardias civiles experimentados, superiores en número y munición. Los imagino apostados, esperando el mejor momento para atacar, sus cuerpos sudorosos por el calor y el miedo, temiendo el combate final que podría acabar con los días de cualquiera; y también inquietos por una posible fuga, por si presa tan valorada pudiera zafarse a última hora del abrazo mortal que le deparaban.

El desenlace se me antoja rápido y violento; de una tensión cortante, sobrecogedora: las voces de alto: autoritarias, firmes; la respuesta rápida de los bandoleros, buscando sus armas con urgencia, escogiendo el objetivo, disparando sin apenas apuntar, rompiendo el silencio de la sierra con el sonido agudo de las balas; y la respuesta implacable, instantánea, quizá anticipada a los primeros fuegos de los proscritos.

Al final, su caída, alcanzado por dos balas ardientes, cortando sus carnes, quemando sus músculos, seccionando sus venas; y la sangre negra, viscosa, saliendo implacable, sin pausa, de su cuerpo; sus manos manchadas, intentando detener la hemorragia, cada vez con menos fuerza, con menos vida. Debió pasar sus últimos minutos luchando, sin esperanzas, por aferrarse a la vida, contra los que se la quitaban; pero con pena y dolor hacia los que dejaba aquí: sus compañeros, su amada, sus hijas; alternando dolor, odio y desesperación.

Tras la exposición de sus cuerpos, la ronda de identificación, el reconocimiento de los cadáveres, el Pernales fue enterrado en Alcaraz, y desde entonces nunca faltaron flores en su tumba al cumplirse cada aniversario de su fallecimiento. Hubo algún vecino que aseguró que el cuerpo enterrado no era el del bandolero, y años después corrió la voz de que finalmente había conseguido llegar a América, empezado una vida nueva con su nueva mujer, y terminado sus días de una manera tan común como poco novelesca: una vulgar pulmonía.

El enigma de las flores sobre la tumba del Pernales se mantuvo durante casi un siglo: ¿eran depositadas por una única persona que había transmitido de manera oral esa tradición en una especie de rito, o si se trataba de un grupo de personas agradecidas que, de forma separada e inconexa habían decidido honrar al bandido por antiguos favores realizados a sus ascendientes?
Sergio Bertomeu quiso averiguar la verdad, pero la suerte no le acompañó demasiado. ¿Tenía la misteriosa mujer la clave del enigma? ¿Debería esperar otro año para averiguar la identidad de los que homenajeaban la memoria del bandolero?

21 septiembre 2007

Ella


Una mujer iba a ser el último cebo que mantendría la ilusión en la recta final de sus pesquisas, abatido como estaba tras sus múltiples fiascos. Una muchacha de piel morena y rostro felino, largas piernas, cintura estrecha, y tetas firmes aunque algo pequeñas. Una mujer de esas que pueden hervir tu sangre con una mirada, y congelarla con la siguiente.

La vio por primera vez cuando volvía al hotel una noche que había salido a despejar sus nubarrones con whisky, y regresaba con otro tipo de brumas. Ella parecía ir con prisa, y casi chocan de frente; por lo que ambos detuvieron sus pasos el tiempo justo para susurrar unas disculpas. Al reanudar la marcha, Sergio no pudo evitar seguir sus pasos hasta la siguiente esquina. Nada más desaparecer, se quedó con la impresión de haberse cruzado con un personaje sacado de un cuento de Washington Irving, pero con indumentaria al uso actual: tejanos ceñidos, top ajustado, piercing en el ombligo y pequeño tatuaje en su hombro izquierdo. Una enigmática mujer con una apasionante historia sobre sus cobrizos hombros.

La siguió viendo las noches siguientes. Eran siempre apariciones fugaces, pero inesperadas: un encuentro de miradas que duraba algo más de lo razonable, el roce de su falda en su pierna mientras abandonaba el bar, o su precipitada entrada mientras él se iba.

Cada vez su presencia se iba haciendo más frecuente: coincidían más tiempo y en más sitios, pero sin cruzar palabra. A la semana ya la añoraba cuando no estaba cerca, imaginaba su silueta donde deseaba verla, sentada de lado, ligeramente inclinada hacia adelante, ladeando la cabeza hacia él con aire de misterio.

Finalmente reunió el valor necesario para hablarle, con miedo a romper la magia de su silencio, pero la calidez de su voz fue todavía más seductora.A pesar de que intuía el peligro al que se enfrentaba, quería caer en él. Era un cebo que apetecía morder, a pesar de que veía el anzuelo y el sedal; pero ella cuidaba de alejarlo un poco cada vez que se disponía a engullirlo, dominadora del juego de la seducción. Lo acercaba con el suave balanceo de sus caderas al andar, con el perfume de su pelo, con un susurro cerca de su oreja, con un simple pestañeo; y después, simplemente, desaparecía, se desvanecía como un espectro en la noche, dejándole siempre con el anhelo del roce de su piel.

La penúltima noche le dijo muy cerca del oído:

-Sé para qué has venido aquí. Si quieres saber la verdad, te espero mañana por la noche en el cementerio, junto a la tumba de ya sabes quien. No irás a tener miedo.


Y se escabulló de nuevo, sin darle tiempo siquiera a retenerla para pedirle una explicación; aunque bien mirado, ni falta que hacía, pues deseaba conocer la verdad, sabía de sobra que nombre llevaba grabado el mármol de su punto de encuentro, y seguro que tendría miedo pero no por eso iba a dejar de acudir. Iría cargado de cadenas, atormentado por los más nefastos temores si hubiera una mínima posibilidad de rozar esos labios que se habían despedido de él con esa última palabra: miedo.

15 septiembre 2007

Flores sobre una tumba


El mármol de la lápida estaba frío, su mejilla derecha, la que se había apoyado sobre él, tenía un color amoratado. Se había quedado dormido. No sabía durante cuanto tiempo: horas, minutos, quizá tan sólo unos pocos segundos. No podía ser mucho, porque todavía era de noche, pero era lo justo para que todo el esfuerzo de un año de trabajo se fuera al carajo. Frente a él, a tan solo unos pocos centímetros de donde había dejado reposar su cabeza, se encontraba un gran ramo de rosas rojas, cuya intensa fragancia le recordaba aún más su fracaso. La larga espera nocturna le había vencido finalmente.

Un año entero de investigación se iba al traste por menos de quince minutos, comprobaba ahora Sergio Bertomeu, tras consultar su reloj. Un año de largas sesiones de hemeroteca, de indagaciones, entrevistas, noches de inquieta vela detrás de hipótesis que terminaban siendo desechadas. Un año desde que leyera, por pura casualidad, en las páginas interiores de un diario local, una corta reseña sobre un hecho desconcertante y misterioso: en Alcaraz, sobre la tumba de Pernales, el último gran bandolero, se descubría todos los años, coincidiendo con el aniversario de su muerte, un ramo de flores.

Nadie sabía el origen de esta tradición: algunos atribuían la autoría de lo hechos a miembros de su propia familia, otros afirmaban que eran descendientes de personas favorecidas por el delincuente, y había quien aseguraba que los autores eran los sucesivos alcaldes de la población, deseosos de alimentar la leyenda.


Lo cierto era que, fuese quien fuese, había conseguido excitar la curiosidad de Sergio, algo no demasiado difícil, tratándose de un periodista especializado en sucesos. Sin embargo este caso tenía algo diferente del resto, ese detalle que, intuía el profesional, podía convertir un simple suceso en una noticia de alcance nacional, quizá en una portada en algún importante rotativo.Tal vez se había dejado llevar por la vanidad de creerse a las puertas de una gloria largamente buscada; o era realmente la complejidad del misterio la que había seguido alimentando su curiosidad inicial, que se habría disuelto normalmente ante la insistente ausencia de resultados, pero el caso, como una inmensa araña, lo había ido enganchando poco a poco, pero irremediablemente. Cada vez que encontraba una posible pista, volcaba todo su esfuerzo en averiguar adonde llevaba. Algo aparecía siempre, sin embargo, que le obligaba a rechazar cada alternativa. Y justo después de abandonar la última, aparecía la siguiente, como por arte de magia, sin concederle tregua, sin darle un respiro, el descanso que quizá le hubiera concedido la cordura necesaria para abandonar la investigación.

Así había llegado a la última semana, la decisiva antes de que se cumpliera un año más de la muerte del temido bandolero: agotado, escuálido, desastrado; pero con una intensidad en la mirada, similar a la de un loco visionario. Su elevada estatura, la delgadez de sus músculos, su aspecto triste y desaliñado no había pasado desapercibido en Alcaraz; pero nadie conocía los verdaderos motivos de su estancia en la localidad. O, por lo menos, eso creía él.


04 septiembre 2007

Vigilia

Obra de Norat Salom

A la vuelta de vacaciones, sigo con el juego de las canciones, recordando que la solución es lo de menos. Esto es sólo una excusa para contar otro tipo de historias, y viene muy bien cuando uno no tiene nada terminado y tiene ganas de publicar, como es el caso.

Así que no os estrujéis mucho los sesos buscando la canción. Esta vez no pongo plazo. Cuando alguien la acierte, perfecto; y si no, pues publicaré la solución cuando me apetezca.

Ahí va:


Suena el teléfono, un pitido corto, casi inaudible. Me acerco. El símbolo del sobre destaca sobre el fondo negro. Es un mensaje, un SMS. Mis dedos tropiezan con las teclas con temor, con nerviosismo, presagiando malas noticias. A estas horas y sin venir. ¿Qué ha podido pasar?

El mensaje es breve, telegráfico:

No m esperes p cenar. Bss.

Son tan fríos sus mensajes, tan escuetos. No te quiero explicar donde, no te quiero explicar con quien, no te quiero explicar por qué, no te quiero ...

Pero yo quiero saber, quiero las respuestas a todas esas preguntas, y mis dedos juguetean nerviosos, marcan las nueve cifras de su número, pero una y otra vez se detienen antes de marcar. No. No voy a llamarla. Esperaré más tarde sus torpes excusas. Quizá mañana, no sé.

Alejo de mí el teléfono, y busco en la nevera. Hay ensalada, algo de queso, un par de huevos, y cerveza. Por suerte hay cerveza, me gusta tomarla en estos casos, es como una pequeña venganza. Tú te vas, pero no me voy a quedar parado, lamentándome. Estoy aquí, pegándome un homenaje con mi cerveza, tumbado en el sofá.

La cerveza se acaba, la película se acaba, y el sofá parece desear expulsarme. Se acabó la dulce comunión de soledades. Voy a cambiar de pareja. Me voy a la cama, con un libro. Quizá así pueda dormir, tal vez se deslice Morfeo entre las borrosas líneas para llevarme con él.

Al principio es así, pero el sueño es inquieto, negros personajes me devuelven al mundo de la vigilia. Son las tres de la mañana, y yo sin poder dormir, doy mil vueltas en la cama. Sólo pienso en ti.

Tu lado está helado, como la tierra en la aurora, como una despedida para siempre. Amenaza invadir también mi espacio. Yo me revuelvo, defiendo mi territorio de la intrusión, cubriendo con mi calor las zonas limítrofes. No quiero que el frío se apodere de mi alma.

Es inútil, todo esfuerzo es vano. Enchufo la radio, cambio de sintonía, busco algún programa que me entretenga, que me haga olvidar. No lo consigo: tu ausencia me invade, me hace enmudecer. El edificio parece vacío. Es como si todo el mundo se hubiera ido con ella. ¿Por qué? ¡Qué se yo, si estoy tan solo! No puedo hablar con nadie. Necesito tu amor.

Gentes desesperadas invaden las ondas: historias truculentas; mensajes de amor amargos, envueltos en capas de soledad y olvido; baladas tristes con fondo degaita; agrios desamores a ritmo de bandoneón; voces desgarradoras quebradas por las cuerdas de una guitarra; soledad, la inevitable soledad del sonido del saxofón.

Dan las seis. Sintonizo a los Stones. Recuerdos de pelo largo. Viejos blues...

Angie. ¿Con quién cantaba yo Angie entonces? ¿En quién pensaba? ¿Qué fue de ella? ¿Pensará alguna vez en mí?
¿Y mis ideas? ¿Qué pasó con mis ideas? ¿Se fueron con las últimas mechas de mi pelo, esas que un día sacrifiqué para siempre?
¿Por qué nadie me dijo que las mariposas se convierten en gusanos? ¿Por qué esos bichejos recorren ahora mi estómago, muerden sus pliegues, y me producen esta insoportable acidez en el alma?

Un sonido muy lejano llega hasta mis oídos. Es el ruido de un cerrojo que abre una dulce llave. ¡Qué se yo, si estoy tan solo! No puedo hablar con nadie.¡Qué se yo, si estoy tan solo! Necesito tu amor.

Ya estoy aquí, mi amor, dice.

Su pelo huele a humo, sus labios saben a ginebra, su voz a viejo blues.

- Ahora no cariño. Estoy cansada. Mañana, te lo prometo. ¡Buenas noches!, susurra, mientras una línea anaranjada empieza a romper el horizonte.

09 agosto 2007

Una terapia particular


Me he apuntado a una terapia un poco particular. Hoy en día hay terapias para todo, y si no te inscribes en ninguna parece que estás fuera de onda. Ya no se lleva el hombre perfecto, seguro de sí mismo, que siempre sabe qué hacer en cualquier situación. Ahora lo correcto es tener algún defecto, o alguna virtud, y contarlo. Lo importante es esto último: si tienes algo, sea bueno o malo, hay que proclamarlo a los cuatro vientos y que todo el mundo se entere. ¡Abajo los armarios!

Esto es un gran problema para mí, pues, aparte de no tener grandes virtudes ni defectos reseñables, soy bastante tímido e introvertido. Es decir: si tuviera algo que contar, lo guardaría en el cajón más profundo de mi memoria, cerrado con siete llaves.

En un desesperado intento de ponerme a la moda me he apuntado a uno de estos cursos: una terapia un poco particular, como he dicho: una terapia de choque. De haberlo sabido, hubiera preferido un tortazo en plena cara a lo que me han obligado a hacer en la primera lección, pero 600€ son un argumento definitivo contra la marcha atrás.

Véase la cabronada que le hicieron a mi espíritu encogido: ante una numerosa concurrencia, un aforo de al menos 200 personas debía contar un sueño que recordara a viva voz, sin micrófono.

Podéis imaginar, sin duda, el pánico que sufrí al principio, todas esa miradas expectantes, taladrándome, esperando un brillante monólogo, y yo sin saber qué contar, entre los pocos sueños que recuerdo y lo poco confesables que son todos. Al final, tuve que inventar. Lo confieso. Tras unos interminables segundos de tensión y sudores, decidí imaginar un sueño, exento de huríes, eso sí.

Decía así:

Caminaba yo por un camino de la sierra en busca de robellones, sin muchas esperanzas de encontrar, todo sea dicho. No había llovido en verano, y la tierra aparecía reseca por la mayoría de sitios, a pesar de que Octubre estaba terminando. Iba buscando zonas de umbría, donde se hubiera podido acumular algo de escarcha de la noche, separando las matas de arbustos, con la ilusión de encontrar un rodal, oculto de las miradas de los buscadores, generalmente más madrugadores y expertos que yo; cuando de repente me encontré con un viejo, vestido con una túnica gris.

- Sígueme, me dijo; pero no esperó a mi respuesta.

De un empujón me lanzó hacia un agujero, oculto entre las matas. Sin saber cómo, me vi envuelto en una caída vertiginosa en la más absoluta oscuridad, llegando a perder la noción del tiempo.

Cuando volví en mí, estaba en un amplio salón de algún olvidado palacio, con una gran chimenea encendida, y un grupo de juglares entreteniendo a los presentes. Me encontraba sentado frente a una mesa redonda, como no podía ser de otra forma, rodeado de gentes que, sin embargo, no llevaban indumentaria de caballero medieval.

Enfrente mía, en vez de un venerable anciano con la corona de rey, se sentaba una mujer vestida con un sencillo lienzo blanco, que, sin embargo, le sentaba muy bien. Miraba con una sonrisa picarona, disfrutando del momento de desconcierto que sabía que estaba viviendo.

Me disponía a romper el hielo con alguna gracia estúpida del tipo: "Te encuentro muy cambiado, Arturo", cuando ella, adivinando mis intenciones, se anticipó diciendo:

- Como ves, ni yo soy el rey Arturo, ni esto es Camelot. Me presentaré. Soy la reina Butherfly y te hallas en el reino de los Memes. Te hemos invitado para que cumplas la misión encomendada, so vago.

Dijo invitado con retintín, eso fui capaz de pillarlo, pero tenía tanta curiosidad por saber en qué consistía la misión, que olvidé el sarcasmo y pregunté de qué iba exactamente ese encargo.

- Aquí tienes a algunos sabios. Han sido especialmente escogidos para ti. Deberás preguntarles sobre cualquier tema que sea de tu interés, pero tienes que escoger solamente aquellas respuestas con las que te identifiques, me dijo solemne.

- ¿Sabios?, repliqué. Pero si conozco a alguno de ellos, dije tras reconocer en la sala a varios de mis amigos.

- Eso sólo demuestra tu necedad, ignorante. Has vivido rodeado de sabios sin apreciarlo. Pronto comprenderás tu gran error.

Bajé la cabeza avergonzado por la reprimenda, y me senté. No sabía muy bien de qué hablar; ni siquiera cómo empezar la conversación. El silencio empezaba a ser incómodo cuando el ruido de un portazo nos alertó. Un hombre, con grandes mostachos y habano en la boca irrumpió en la sala hablando muy deprisa:

- Disculpen caballeros, dijo quitándose el sombrero de copa. Disculpen si les llamo caballeros, pero es que no les conozco muy bien. Me llamo Groucho, Groucho Marx, matizó el genial humorista.

La frase provocó las primeras carcajadas, pero pronto advertí que, bajo el tono burlón de la misma, se escondía una gran verdad, lo que estimuló mi curiosidad. ¿Sería verdad que los "sabios" sentados en aquella mesa iban a pronunciar frases sobre las que yo iba a estar de acuerdo? Pronto lo iba a comprobar.

El tema de las disculpas atrajo el no menos polémico de las rencillas y los perdones. Esperaba una retahila de frases políticamente correctas, con las que quizá coincidía en el fondo, pero me iban a resultar empalagosas. Por contra, un hombre alto, con el pelo largo y peinado hacia atrás, y aire ligeramente amanerado, se estiró tensando la espalda, mientras dirigía una arrogante mirada con sus incomparables ojos azules. Se llamaba Oscar Wilde, era escritor y generoso en frases célebres. Esta quizá no era de las mejores, pero venía al caso: "Perdona siempre a tu enemigo. No hay nada que le enfurezca más".

Nada pudimos objetar los presentes, por lo que cambiamos de tema. La nobleza del perdón parecía llevar hacia otros temas caballerescos como el amor, o el valor, apropiados más a la mesa que a los tertulianos. En cambio, alguien quiso sacar un tema menos frecuentado: el miedo. Tomó la palabra un hombre bajito, con el pelo desmarañado, nariz hebraica, y gafas muy feas, apedillado Allen, como las tuercas, y de nombre Woody, como la discoteca. Su habla era atropellada y nerviosa, propia de persona tímida e insegura, pero se le entendía. Dijo algo así: "El miedo es mi compañero más fiel. Jamás me ha abandonado para irse con otro"

Sería casualidad, pero fue mentar el miedo cuando, de repente se escuchó un gran alboroto, voces indignadas, gritos, chirriar de sillas y mesas, golpes... Todos nos levantamos alarmados, preguntándonos qué pasaba, y al poco, apareció el jefe de la guardia con un tipo largo, de pelo cano y largo mostacho, luciendo un ojo amoratado y un corte en el pómulo, un poco más abajo, por el que manaba abundante sangre. Al parecer, su última canción había provocado un pequeño altercado. El hombre, sin embargo, conservaba un porte serio, tranquilo, elegante, muy digno. Formaba parte de un grupo llamado Les Luthiers, cuyos componentes no tardaron en acompañarle.

Les sometimos a un corto interrogatorio, quedando muy sorprendidos por las respuestas. Comprendí que me encontraba ante seres excepcionales, con gran sentido común, por lo que me pareció oportuno abordar temas más trascendentes.

- Háblenme del tiempo, les dije.

- El anticiclón está anclado en las Azores, y mañana estará soleado en la Península, y en las Canarias, observándose nubes de evolución en Galicia a última hora de la tarde. Soplará Levante en el Estrecho, soltó el largo.

- No, hombre. Me refiero al devenir del tiempo. El presente, el futuro, el pasado...

- El pasado. Yo diría que "Todo tiempo pasado fue... anterior"

Nos quedamos todos pensando en la frase, que ni desmentía ni confirmaba a la de Jorge Manrique, pero que venía a desmitificarla un poco. A pesar de que, por lo general, no soy pesimista por el futuro, tengo a veces negros presentimientos sobre acontecimientos que tienen que venir, desgracias que parecen hechos consumados, ineludibles. Compartí mis pensamientos con los presentes, y una amiga mía, Cristina, que hasta ahora había estado seria y callada habló:

- No tengas tanto miedo de lo que está por venir. A lo mejor se queda a mitad camino, dijo.

- Debería marcarme esas palabras con fuego en mi cerebro, contesté, pero sólo tengo lápices de hielo, y el hielo se derrite.

Y la verdad es que, entrado ya en la cuarentena, parece como si algunas neuronas me hayan abandonado, en busca de un cerebro más joven que les de algo de vidilla. Debería estar en crisis, como todo el mundo me dice, pero yo todavía no he tenido tiempo de pensarlo. Ahora bien, encuentro cierto placer en rodearme de gente mayor que yo, como es el caso de Nacho, así me siento más joven. ¿O no?

- Pues no en mi caso, me dijo. Yo soy un chaval de 18 años, con muchos de experiencia.

Asentí con la cabeza. Empezaba a sentirme terriblemente cansado.

- Reina Buther, ya no puedo más. Sé que me faltan dos frases pero se me está haciendo muy largo: la entrada y el mes de Agosto.

- Bueno, va, para decir esto te podías haber quedado en casa, pero bueno. ¿Cuándo te vas de vacaciones?

- El viernes es mi último día de trabajo. Volveré el 3 de Septiembre. Me tomo un descanso de obligaciones y también de placeres, como es el blog. Estaré ausente tres semanas.

- Que disfrutes.

Y de repente, todo se desvaneció, la reina, los sabios, los artistas, el palacio, y me encontré en mi casa con una bolsa de los apreciados hongos y un tiquet del mercado.



Dirigí mis ojos hacia las butacas, expectante. Esperaba algún tipo de reacción: aplausos, abucheos, cuchicheos, suspiros de alivio; pero enfrente sólo había una persona, una chica delgada, no demasiado bien vestida, con grandes ojos saltones, mirándome con gesto impaciente, escoba en una mano, y recogedor en la otra.





- ¿Ha terminado ya? Tengo que limpiar, y me marcho a las seis.


- Sí, sí, le dije. Acabé ya.





Y me fui, maldiciendo los 600 € perdidos.





Volveré en Septiembre.








29 julio 2007

Cuéntame


- Cuéntame, me dijo. Dime algo sobre ti.

Estas palabras suelen actuar sobre mí como un hechizo, y nada consigue fluir fácilmente desde mi boca tras ser pronunciadas; pero era ella quien me lo pedía, y no sabía negarle nada.


- Te cuento:

Nací un día como hoy, 29 de Julio de 1.967, en una clínica que ya no existe con nombre de una fecha que ya no se celebra, en la ciudad de Castellón. Hacía mucho calor, y mi padre derramó la horchata que le llevaba a mi madre por los nervios. Antes ella había vomitado el hígado con cebolla ingerido en la comida. Eso es lo que me contaron. Yo no lo recuerdo, pero en cambio me encanta la horchata y el hígado con cebolla.


- Felicidades, me dijo, con una sonrisa picarona, porque lo celebras, ¿no?, continuó con algo de sorna.


Una sonrisa iluminó mi rostro, afirmando; y ella cambió rápidamente su expresión, abriendo bien los ojos desde su anterior entrecerrada posición, juntando los labios hasta convertirlos en una minimalista y apetecible fresa, mostrando interés, curiosidad, y, al mismo tiempo, dulzura.


- Cuéntame. ¿Cómo te sientes?

- No sé. Es una sensación extraña. No puedo decir que me sienta viejo, pero ya no me siento joven. No tengo en qué basar esa afirmación: físicamente estoy bien, mejor que a los 30 y que a los 20; tengo menos pelo, pero más del que esperaba tener; más arrugas, pero ya las tenía hace mucho tiempo.
He cambiado. Ahora veo la vida de otra forma, la disfruto de otro modo más sosegado, menos intenso, y eso, me temo, no es sinónimo de juventud.
Además, con lo susceptible que soy, que siempre he sido, los comentarios tipo "Pero si estás de maravilla. Ya me gustaría estar así a mi a tu edad", cada vez más frecuentes, empiezan a tocarme los cojones.

No pareció contenta con la respuesta, pero, por suerte, evitó realizar comentarios compasivos. A continuación, se tomó un respiro, inclinándose hacia adelante, buscando con todo su cuerpo la copa de cerveza. Sus movimientos eran coordinados, armónicos, hablaban por sí solos: la mano alzando la copa al encuentro de su boca, los labios apoyados sobre el canto dejando una suave marca de carmín, el arqueo de su espalda al dejarse caer suavemente sobre el respaldo del sillón. Los pensamientos negativos me habían abandonado sin pronunciar una palabra. Yo la miraba, y ella, sabedora del efecto que estaba causando, sonreía. Un toque de malicia era la guinda que debía coronar tan sabroso postre.

- Cuarenta años, ya son años, ¿no? ¿No tienes reúma los días de lluvia?
- Pues mira, no, pero me gusta pasarlos en la cama, en buena compañía, respondí, algo herido en mi amor propio.
- Por buena compañía, te refieres al Marca, claro.
Es broma, es broma, no te enfades, se apresurá a decir, quitando hierro.

Con uno de sus estudiados movimientos, un aleteo de manos acompañado con un rostro simuladamente compungido, selló la paz, y comenzó de nuevo el interrogatorio:

- Cuéntame. ¿Cómo te ha ido? ¿Has conocido la felicidad?
- Supongo que sí. A ratos, a sorbos. Siempre con ganas de más, nunca saciado de ella. Creo que es lo único que podemos conseguir: algunas gotas del preciado licor. Por suerte, a medida que te haces viejo, necesitas comer menos, beber menos, y el sabor es más apreciado y dura más.
- Quien no se consuela es porque no quiere, dijo, volviendo por sus fueros.
- Quien no se consuela es porque es tonto, respondí rápido. ¿Sirve de algo vivir desconsolado?

No contestó esta vez con ninguna maldad. Se quedó quieta, de lado, expectante, como quien ya sabe todo lo que quiere saber, se quiere ir, y está esperando a que pase el camarero para pedir la cuenta. Pero yo todavía no había terminado. No podía terminar sin realizarle una última pregunta:
- Supongo que tengo derecho a conocer tu nombre. ¿Cómo te llamas?
- ¿No lo sabes? Me llaman Fortuna. Vendré más veces a verte, pero otras te daré la espalda. Así es la vida, ¿no?

Me di cuenta entonces de algo que no había apreciado en toda la conversación: nunca la había tenido totalmente de cara, ni de espaldas; así como tampoco había sido nunca capaz de adivinar sus encantadores movimientos, ni de predecir sus amables o hirientes palabras.

Y como en un sueño, la silueta de la joven se disolvió en la bruma veraniega, y mi mirada vagó buscándola por las arenas de la playa, en las ondulantes aguas, más allá de la línea del horizonte, hasta que el sonido metálico de la bandeja con la cuenta me despertó de mi aturdimiento.

Acercabdo el papel a la vista no puede evitar pensar: ¿cuánto cuesta la Fortuna?

10 julio 2007

Una taberna española


Sus ojos y su pelo no recuerdan para nada a las arenas del desierto; tampoco su nariz es afilada como si de levantina Cleopatra se tratase; su cuerpo dista de ser el de un elegante junco, y más bien tiene hechuras de maja de Goya que de bailarina de siete velos; pero la llamamos "La Faraona". Tal vez tenga la culpa la línea de rímel que desde la comisura de sus párpados va a buscar las sienes para acentuar sus pequeños ojos marrones.
Aunque no tenga ojos de gata, reina detrás de la barra del bar del que voy a hablar, que es de su padre, nuestro querido "Torrebruno".
Torrebruno recibe su apodo, únicamente por su estatura, pues el resto de atributos del fallecido artista apostaría fuerte a que le faltan. El bar es el menos inconfesable de sus negocios, de lo que fácilmente deduciréis los otros. Como el mundo es pequeño, y Valencia no deja de ser un pedazo minúsculo del mismo, todo se sabe. Y, por si no se supiera, determinadas visitas confirman lo que se sospecha: mujeres de curvas sinuosas, labios carnosos, pecho prominente, vestidos ajustados, carmines excesivos, perfumes baratos... Pequeño, pero temible personaje.

El local quiere parecer una taberna española, o quizá debiera decir andaluza; pero ningún adjetivo termina de cuadrar del todo con el estilo del mismo, debido a la incongruente y excesiva decoración. Se mezclan motivos taurinos con cinegéticos; aperos de labranza con proyectiles de diferentes armas y calibres; carteles de funestas corridas de toros y de películas de tonallideras frente a elegantes gramófonos y radios antiguas; botijos de Tejero junto a auténticos barriles de café. El gustacho a antiguo de las falsas vigas de madera de imitación, directamente cogidas a la fría modernidad del falso techo desmontable de placas de 60x60, donde conviven aparatos de techo de aire acondicionado, diferentes tipos de proyectores de alumbrado, altavoces, y rejillas de aire.

El personal es variable. Además de Faraona, otra descendiente del amo del tugurio, gobierna a este lado de la máquina de café, pero con otra fisonomía, otro acento, otra madre. Y el resto es variable: camareras y cocineras de diferentes lenguas, procedencias y culturas se suceden a ritmo de contratos precarios, si los hay. Una pequeña corte de voluntarios echa una mano a cambio de algún carajillo, una caña, o un puesto de privilegio en la barra.

La comida no es escasa ni mala. Menú a 8 € (7 para nosotros): dos platos, postre, bebida, pan y café.

Así es el lugar donde como todos los días.