CONFESIONES DEL PROTAGONISTA DESDE EL MÁS ALLÁ
A menudo me pregunto si merecieron la pena los últimos años de mi vida, si realmente sirvió para algo el esfuerzo físico y mental de poner orden a los acontecimientos y sentimientos vividos.
Algunos recuerdos quedaron calcinados en el incendio, otros se mojaron en el trayecto fluvial, o quizá se desvanecieron en el fondo del mar. Tal vez la barca se salvó, y alguien podrá leer algún día una parte de una historia corriente, tan normal y tan diferente como lo son todas las de las vidas cotidianas.
Ya nada importa; si alguien me recuerda o no ya no tiene importancia para mí, y si escribí aquellas páginas tampoco fue para perdurar en el recuerdo de nadie, sino para revivir mi propia vida.
¡Qué sin sentido parece renunciar a media existencia para recordar la otra media!, pero lo tiene, y tras meditarlo profundamente, no me arrepiento de haberlo hecho. En el fondo yo quise terminar con el mundo, habitar mi particular Monte del Olvido, aislarme, refugiarme de la gente, enterrarme vivo. Sin apreciarlo, lo había estado buscando en vida, en mis momentos de soledad escogida, en mis estudiados silencios, en mis lacónicos comentarios, en mis faltas de sensibilidad y aprecio por los demás.
Poco a poco, el mundo me fue devolviendo moneda a moneda mis usureros préstamos, fue pagando con el olvido todos y cada uno mis desprecios; y yo respondí al principio con arrogancia, con más desprecio, y después, cuando ya era tarde, con lágrimas y arrepentimiento.
Cuando aquella triste y desesperada noche visité por primera vez el Monte, decidí, arrepentido, hacer las paces con el mundo; pero mi orgullo me impedía pedir perdón, así que reconocí sólo para mí mismo las culpas, olvidando el trago amargo de las disculpas: recordé todo y a todos, sin pedir ya nada a cambio, sin reproches, sin más deudas afectivas.
Dudo que alguien me tenga en su recuerdo después de tanto tiempo; las personas que afirmaron alguna vez que les había dejado huella hacía ya mucho que no recordaban qué suela fue la que dejó aquella impronta.
No me siento triste por haber muerto a solas. No tuve en vida la suficiente humildad para pedirle a nadie que me acompañara hasta el final del camino, porque siempre temí las respuestas negativas. Algunos me acompañaron largos trechos, desviando su ruta cuando mi compañía dejó de ser grata; pero hicieron la travesía más llevadera, y se lo agradezco de corazón. En el fondo siempre supe que la meta debía cruzarla en solitario, sin testigos, y con el transcurso del tiempo deseé que fuera así.
Mi alma descansa en paz ahora, sola, con sus recuerdos, como siempre quiso estar. Nada la atormenta. Ya no existe el Monte del Olvido.