28 septiembre 2006

El Monte del Olvido (y VI)

CONFESIONES DEL PROTAGONISTA DESDE EL MÁS ALLÁ

A menudo me pregunto si merecieron la pena los últimos años de mi vida, si realmente sirvió para algo el esfuerzo físico y mental de poner orden a los acontecimientos y sentimientos vividos.
Algunos recuerdos quedaron calcinados en el incendio, otros se mojaron en el trayecto fluvial, o quizá se desvanecieron en el fondo del mar. Tal vez la barca se salvó, y alguien podrá leer algún día una parte de una historia corriente, tan normal y tan diferente como lo son todas las de las vidas cotidianas.
Ya nada importa; si alguien me recuerda o no ya no tiene importancia para mí, y si escribí aquellas páginas tampoco fue para perdurar en el recuerdo de nadie, sino para revivir mi propia vida.
¡Qué sin sentido parece renunciar a media existencia para recordar la otra media!, pero lo tiene, y tras meditarlo profundamente, no me arrepiento de haberlo hecho. En el fondo yo quise terminar con el mundo, habitar mi particular Monte del Olvido, aislarme, refugiarme de la gente, enterrarme vivo. Sin apreciarlo, lo había estado buscando en vida, en mis momentos de soledad escogida, en mis estudiados silencios, en mis lacónicos comentarios, en mis faltas de sensibilidad y aprecio por los demás.
Poco a poco, el mundo me fue devolviendo moneda a moneda mis usureros préstamos, fue pagando con el olvido todos y cada uno mis desprecios; y yo respondí al principio con arrogancia, con más desprecio, y después, cuando ya era tarde, con lágrimas y arrepentimiento.
Cuando aquella triste y desesperada noche visité por primera vez el Monte, decidí, arrepentido, hacer las paces con el mundo; pero mi orgullo me impedía pedir perdón, así que reconocí sólo para mí mismo las culpas, olvidando el trago amargo de las disculpas: recordé todo y a todos, sin pedir ya nada a cambio, sin reproches, sin más deudas afectivas.
Dudo que alguien me tenga en su recuerdo después de tanto tiempo; las personas que afirmaron alguna vez que les había dejado huella hacía ya mucho que no recordaban qué suela fue la que dejó aquella impronta.
No me siento triste por haber muerto a solas. No tuve en vida la suficiente humildad para pedirle a nadie que me acompañara hasta el final del camino, porque siempre temí las respuestas negativas. Algunos me acompañaron largos trechos, desviando su ruta cuando mi compañía dejó de ser grata; pero hicieron la travesía más llevadera, y se lo agradezco de corazón. En el fondo siempre supe que la meta debía cruzarla en solitario, sin testigos, y con el transcurso del tiempo deseé que fuera así.
Mi alma descansa en paz ahora, sola, con sus recuerdos, como siempre quiso estar. Nada la atormenta. Ya no existe el Monte del Olvido.

20 septiembre 2006

El Monte del Olvido (V)


Acomodé como pude los papeles en la barca, procurando que se mojaran lo mínimo posible, labor que me parecía prácticamente imposible al principio; pero me desprendí de la ropa de abrigo y envolví mi preciado tesoro con ella, albergando la esperanza de ralentizar al máximo su destrucción.

Mientras tanto, el silencioso barquero se afanaba en cruzar el caudaloso y turbulento río, con unas fuerzas que parecían provenir de otro mundo; luchaba contra un río salvaje, furiosamente empeñado en que no cruzáramos sus aguas, en conducirnos hasta el fondo de su profundo cauce por la vía más rápida.

Caronte bogaba con fuerza contra la corriente, e intentaba vadear las olas como si de altas montañas se tratara, pero cuando parecía alcanzar la cumbre la cresta de la ola rompía, arrojándonos hacia el mismo hueco del que procedíamos.

Aún así la barca avanzaba lentamente, pero paralela a las orillas, en lugar de transversal a las mismas, como era el deseo de mi transportista. Tras horas de agotadora lucha, en las que cada instante parecía el último de nuestras existencias, la corriente pareció ceder, el río perdió brío y bravura, se amansó como si la desigual lucha hubiera hecho mella en él, como si se hubiera rendido, renunciando a su siniestro objetivo, y, en le fondo, quizá fuera así.

No obstante, el río seguía su curso rápido, pero sereno. Enfrente, una masa uniforme, de un azul intenso, se perdía en el horizonte: habíamos llegado al mar. Aunque no podía ver la cara de Caronte, creí adivinar algo parecido a una sonrisa, si cabía tal en el semblante de aquel espectro; aunque no habíamos podido cruzar el río, tampoco reposábamos en el fondo de sus aguas: la partida había terminado en tablas, era un empate que sabía a victoria.

Más relajado, me disponía a comprobar el estado de los papeles, cuando de repente un golpe seco me desequilibró y caí de la embarcación, con tan mala suerte que golpeé mi cabeza contra una roca, quedando inconsciente.

Cuando recuperé la conciencia, me encontraba tendido en la arena, y los cálidos rayos del sol calentaban mi aterido y agotado cuerpo. Estaba rodeado de gente, desconocida para mí, y que hablaban lenguas extrañas. Veía cómo se acercaban, curiosos al principio, me señalaban, y murmuraban con semblante serio.

Pronto la multitud empezó a restarme el calor del sol necesario, o era mi cuerpo el que iba perdiendo su calor natural; también las fuerzas me abandonaban, era incapaz de levantarme, casi no podía mover mis extremidades, y hasta los párpados empezaban a pesar demasiado, enturbiando las hasta entonces nítidas imágenes.

Los perfiles de las personas y las cosas empezaron a deformarse, a medida que la rendija de mis ojos se iba estrechando; y los contornos se fueron oscureciendo, llenándose de sombras. Los sonidos eran cada vez menos audibles; solamente quedaba el murmullo del mar golpeando suavemente mis oídos, atenuando su impacto progresivamente hasta la nada.

Se hizo la oscuridad y el silencio, y me encontré en paz. Por primera vez en mi vida, en paz. Ya no sentía nada, ni dolor, ni tristeza, ni siquiera cansancio; podía moverme sin esfuerzo, y veía todo con claridad, con una nitidez desconocida hasta entonces.

Bajé la vista y vi apartarse a todos los que se agolpaban alrededor de mi cuerpo, mientras uno de ellos recitaba de memoria una oración, al tiempo que marcaba con su dedo el símbolo de la cruz sobre mi frente.

13 septiembre 2006

El Monte del Olvido (IV)



Baje las escaleras corriendo y me dirigí a mi escritorio; allí se encontraban cuidadosamente almacenados todos mis recuerdos, agrupados en varios bloques compactos de aproximadamente el mismo tamaño. Todo el trabajo de mis últimos años se veía amenazado; sería pasto de las llamas si no hacía algo para evitarlo.

No quedaba tiempo para la reacción; tras un infructuoso intento de abarcar toda la información, decidí coger lo que pudiera y salir corriendo, pues las llamas estaban invadiendo ya la planta baja, un espeso humo negro empezaba a extenderse por todas partes, y el calor empezaba a ser insoportable.

Salí poco antes de que el edificio diera síntomas de su agotamiento, en forma de sonoros crujidos, que parecían lúgubres lamentos de reos desesperados a las puertas una muerte segura. Me detuve a contemplar el grandioso espectáculo de las llamas saliendo por todas las aberturas de la fachada, devorando poco a poco cada rincón de la casa, destruyendo su estructura hasta doblegar su estabilidad, como un gigante abatido por múltiples y minúsculas flechas.

Sin embargo, tampoco afuera estaba a salvo; el incendio se extendía por el jardín, formando una barrera infranqueable que cerraba el paso a mis espaldas, y avanzaba peligrosamente hacia el lugar donde me encontraba.

Busqué un camino para escapar, pero el tiempo se había encargado de borrar definitivamente aquellos que antiguamente exploré; tan sólo quedaba aquel que tan bien conocía, el sendero amplio y llano que conducía al Monte del Olvido. Me encontraba, pues, ante un dilema: escoger entre las llamas rápidas y purificadoras, o la larga agonía en un lugar hostil e impreciso.

El dolor físico me aterraba; así que me dispuse de nuevo a recorrer la conocida senda, cargado con todo lo que mis manos podían sostener, y con la resignación del que sabe inútiles sus últimos pasos.

Sin embargo, esta vez el ancho camino parecía no quere estrecharse; mantenía su limpio trazado en toda la extensión que la vista abarcaba, y ni siquiera se adivinaban las cumbres del conocido monte a lo lejos. El sonido del incendio, el estruendo de las ramas de los árboles cayendo y el rugido de la maleza en llamas se iba atenuando lentamente, viéndose sustituido por un sordo murmullo que crecía y crecía.

Pronto comprendí la razón; al final del trayecto se encontraba de nuevo el barquero, con su embarcación varada en las orillas del río turbulento. El Monte había desaparecido, a medida que mis olvidos habían sido reconvertidos a recuerdos, y plasmados en un papel; o quizá la mansión y el sendero eran en realidad el recinto del olvido, del que no existía escapatoria posible.

Caronte aguardaba en la misma postura que lo vi la primera vez: en silencio, con la capucha cubriendo sus ojos, el cuerpo encorvado sobre la barca, y la mano extendida solicitando el pago obligatorio por sus servicios.

Hurgué en mis bolsillos, y tan sólo encontré un duro, que entregué con desconfianza al barquero, pensando que sería pago insuficiente para sus esfuerzos; pero sorprendentemente, con un brusco ademán, me indicó que podía subir al vehículo de mi último viaje.

07 septiembre 2006

El Monte del Olvido (III)

Al día siguiente del accidentado paseo decidí escribir mis memorias; y lo hice con la pasión del neófito; con la ansiedad de retener cada recuerdo, cada sensación, cada sentimiento; sin olvidar datos, sin esconder detalles, sin abreviar descripciones. Cada hoja en blanco me parecía un sacrilegio, un grave pecado que solamente podía expiar llenándolo con mis experiencias.

Así pasaron muchos años. Escribir era mi único objetivo, mi única meta. Me levantaba por las mañanas con ese propósito, que no abandonaba más que para satisfacer mis necesidades fisiológicas. Un pequeño huerto me abastecía sobradamente de frutas y verduras durante la temporada, y el resto del año lo iba pasando con las conservas que elaboraba a final de la misma. Lo mismo ocurría con el pescado que me procuraba por mis propios medios en la bahía: salazones y escabeches se acumulaban mi despensa esperando ser consumidos, lo que cada vez hacía con menos frecuencia, pues el apetito iba decreciendo con el tiempo.

El resultado de esa autarquía buscada fue un aislamiento casi total del exterior. Iba aplazando las visitas a la ciudad, aprovisionándome cada vez con mayor abundancia para dilatar en el tiempo las obligatorias salidas.

Aunque conservaba intacta la pasión del primer día, las fuerzas ya no eran las mismas; los años y la pobre alimentación se hacían notar en mi aspecto, que ya era el de un anciano decrépito. Las hojas se iban terminando, y el relato de mi vida se acercaba a su fin. Era evidente que no podría terminarlo, pero tenía la ingénua ilusión de ser capaz de plasmar en letras las últimas sensaciones de mi vida, arrastrando en la N del fin mi último estertor.

En esos pensamientos divagaba, cuando se desató una descomunal tormenta, que pronto dejó a oscuras la casa donde vivía; como, por otra parte, era habitual en aquellos tiempos y en esas circunstancias. Encendí algunos candelabros que tenía preparados para la ocasión, y me entretuve contemplando el fascinante espectáculo de los relámpagos iluminando el mar, y alterando las misteriosas sombras que poblaban la estancia. El ritmo de los truenos se acercaba cada vez más a la aparición de los destellos, aumentando también la potencia sonora de la descarga: la tormenta estaba en su punto álgido; cuando de repente, una luz me deslumbró durante unos segundos y el siguiente estruendo me dejó momentáneamente sordo: el rayo había caído muy cerca, en el mismo jardín de la casa.

Pude ver como un árbol en llamas caía sobre el techo de la casa. Al poco, escuché el crepitar de las llamas, y percibí el inconfundible olor de la madera quemada de las viguetas que sostenían el techado. Mi casa ardía.

Subí las escaleras, abrí la puerta de la buhardilla, e intenté apagar el fuego con los escasos medios de que disponía: tan sólo un par de cubos de agua y mis menguadas fuerzas; pero fue todo en vano: las llamas avanzaban imparables, y a menos que el agua caída del cielo fuera capaz de vencerlas, era cuestión de tiempo que arrasaran la mansión hasta los mismos cimientos.