21 febrero 2011

En estos días



Cuando llegan estos días del mes, Sara cambia de comportamiento. A pesar de estar prevenido, no me acostumbro al trato áspero, a los continuos reproches y esa especie de odio, a duras penas reprimido, que le inspiro.

Esta mañana, por ejemplo, le ha molestado que la taza estaba demasiado caliente y ha vertido parte de la leche sobre el platillo al tocarla. Al tratar de disculparme, me ha lanzado una mirada de esas que duelen y después, ha girado la cara.

Yo me he sentido culpable, claro. No del error comprensible de haber añadido algunos segundos de más a la rueda del microondas. Culpable, tal vez, de haber fracasado en esa misión grabada a fuego en mi código genético, que consiste en fecundar un óvulo, puntualmente preparado al ritmo de unas hormonas frenéticas y tornadizas.

Sus ojos se dulcifican ahora por la turbidez de una lágrima que no tardará en salir. Ella alarga la mano buscando la mía, firmando una tregua que más parece un indulto, amagando una disculpa que no suena a sincera.

- Perdona, no sé qué me pasa estos días.

Yo la abrazo con fuerza mientras anoto mentalmente la fecha. Tercera semana de mes. Y cuatro más por delante para el próximo juicio.

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14 febrero 2011

Telas o flores



Quince de febrero. Ocho de la mañana. Mi habitación. Sus ropas están cuidadosamente ordenadas sobre la silla. Las rosas, esparcidas por el suelo.

Hay que cuidar mejor lo que tiene que durar más tiempo, me dijo, mientras se desnudaba y plegaba, una por una, cada prenda. No me dejó tocarla mientras tanto.

Quítate los calcetines, ordenó a la vez que entraba en la cama y se ponía de lado, observándome con una mirada que todavía ahora no sabría descifrar.

- Yo qué soy para ti, ¿una flor o un vestido?, pregunté.

- ¡Calla, tonto!, susurró con una leve sonrisa entre sus labios.

Y comenzó a acariciarme lentamente.

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07 febrero 2011

Salomé




Imagen tomada de aquí

Por mi habitación han pasado este mes tres chicas distintas. Ahora duerme, tapada hasta las orejas, la última. Salomé, dice que se llama, aunque imagino que ese nombre sólo es un nick, un apodo escogido con toda la maldad del mundo para vengarse de alguien, de algún Juan atravesado en vete a saber qué lugar de su memoria, agitando los brazos aún sin cabeza.

Debe haberse especializado esta mujer en cortar cabezas de varios juanes, con fama de santo y sin el título canalla de Don. Yo, que si lo pienso, también me llamo Juan, no sabría muy bien en que casillero colocarme, ahora que apuesto por mi versión más tóxica, a pesar de carecer del aplomo que da saber el terreno que se pisa.

La mujer que dice llamarse Salomé me hizo olvidar anoche, por momentos, muchas mentiras enquistadas, y juraría que ella también se quitaba de encima un pesado lastre a ritmo de un sexo vibrante y furioso. Quiero contemplarla así, como una enfermera aplicando una terapia extraña, bien alejada del amor, pero altamente saludable, un analgésico para estos tiempos tan abundantes en cefaleas.

Sin embargo ahora duerme el sueño que todo lo borra y cuando se despierte me mirará extrañada, se preguntará qué hace aquí, se vestirá de prisa y se irá sin desayunar, decidiendo más tarde si me elimina de su lista de contactos, una forma cualquiera de cortar cabezas. Cabe recordar que así es el juego y que las reglas se saben desde el principio.

Mientras eso llega, observo la mata de pelo rubio que ocupa el espacio entre las sábanas y la almohada, el tono marrón de las raíces, el brillo plateado de algunas canas, los ligeros ronquidos. Entonces, algunos rayos de sol entran por la ventana y las telas se empiezan a mover perezosas.

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