20 julio 2015

Incontinencia urinaria


Escrito para Sanscliché - abril 2015

Él esperaba sentado, haciendo honor al viejo refrán que recomienda esta posición como la más adecuada para presenciar la muerte de tu enemigo. Hacía, incluso, ostentación de ello, sacando la silla a la calle y observando desde allí, sin ningún disimulo y con media sonrisa, a su adversario recorrer la acera arriba y abajo, con la esperanza de que cayera fulminado en cualquier momento. El objeto de sus iras demostraba más satisfacción todavía que su oponente, llevando consigo cualquier motivo que sirviera de escarnio a su sedente rival, desde un valioso anillo que le había ganado al póquer hasta su último ligue, una rubia espectacular, por la que aquel suspiraba hacía tiempo, y que también le había arrebatado, como en una partida de cartas, utilizando el invencible comodín de su fortuna.

Nuestro protagonista, de nombre Luis, aguardaba que la justicia divina hiciera cumplir el proverbio lo antes posible, y no estaba dispuesto a perderse el momento justo en que los dioses dieran curso a la sentencia. Mientras, se entretenía en imaginar las formas que el Olimpo escogería para acabar con la vida de Eusebio, su enemigo. La preferida era la descarga eléctrica, en forma de rayo poderoso, que debería atravesar el corazón de delante a atrás, como por una espada de fuego manejada por un Zeus colérico. Otras alternativas que también gozaban de su simpatía eran la desintegración a manos de un alienígena, el atentado de corte yihadista y el ataque de algún león hambriento recién escapado del circo.

Debido al mucho tiempo empleado en la vigilancia, Luis había mejorado las condiciones de su puesto de observación. La incómoda silla de mimbre había sido sustituida por un sillón con respaldo abatible, reposapiés y bandeja desplegable donde apoyar el vaso de cerveza. A su lado, una nevera portátil le procuraba el rubio elemento en condiciones idóneas, para hacer mucho más llevadera la espera.

De esta forma, a medida que avanzaba la tarde y quedaba menos para la aparición de su enemigo, nuestro hombre experimentaba un estado de euforia proporcional a la mengua del contenido de líquido almacenado en la nevera, que duraba hasta que la presión sobre su vejiga urinaria le hacía retorcerse, inquieto, en el sillón.

Eusebio, que acudía a su cita como cántaro a su fuente, procuraba buscar esas últimas horas de luz para regocijarse más en la contemplación del gesto contraído por el dolor de su antagonista. Este, que era paciente pero no tonto, pronto reparó en la argucia y decidió concederse una pausa, a media tarde, para visitar a Roca y aliviarse.

La tarde en que se produjo el desenlace final amenazaba tormenta. Se había visto a varios personajes de rostro cetrino por el barrio. Anunciaban la próxima llegada del Circo Price. Un vidente, en tertulia televisiva, insistía en que estaba próxima una invasión extraterrestre. A pesar de todas las señales, Luis no redujo el ritmo de ingesta de botellines y, a eso de las seis, abandonó su puesto, dando pasos apresurados, muy cortos. Justo cuando terminaba de bajarse los pantalones, vio un fuerte resplandor, seguido de un fuerte estallido.

Cuando volvió a su sitio, una muchedumbre rodeaba el cuerpo carbonizado, sin vida, de Eusebio. Sin detenerse a verlo, nuestro hombre recogió sus cosas y volvió a casa, como un autómata, quedándose con la duda de si el rayo había atravesado el cuerpo de su rival de delante hacia atrás, o por el contrario lo había hecho de atrás hacia delante.

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