04 junio 2012

Hoteles de paso

"Excursions into Philosophy", de Edward Hopper

No termino de llevar bien la diferencia de edad entre los dos.

Mientras ella duerme profundamente, vestido sobre la cama, pienso en ello, fijando mi vista sobre el blanco de la luz matinal que incide sobre el suelo. El libro, que estaba leyendo hasta hace poco, no ha conseguido evitar que mis pensamientos vayan y vuelvan sobre las cifras tan diferentes impresas en nuestros documentos de identidad. Y con todo lo que ello implica.

Resulta curioso lo desvestida que está la habitación. Tan sencilla, que parece un recién nacido, con sus pocas necesidades básicas. Tengo la sensación de que ella es así, cuatro paredes con pocos cuadros y un suelo embaldosado en un gres de color sufrido, sin manchas ni trofeos.

Duerme a mi lado con una placidez que asusta, limpia su conciencia, como me recuerda cada vez que yo saco el escabroso tema. Estoy contigo porque quiero y no tengo que dar explicaciones a nadie. Soy soltera y sin compromiso, resalta siempre que le expongo mis dudas, cada vez que propone alguna de estas escapadas.

El sol empieza a estar alto, se cuela hasta la cama e ilumina su piel desnuda, el blanco obsceno de la niña inocente que ya no es. Nada que ver con la carne dorada por la luz del flexo de su escritorio, esas franjas de desnudo excitante que se fugan del vestido ceñido, ajustado al cuerpo y ajeno a la silla.

Todo es diferente allí, en la oficina, vestida de tantos muebles, cuadros, cortinas... Elementos que lo esconden todo, que camuflan mi culpa y la separan del deseo latente que se impone cuando me enfrento a ella, cara a cara.

Dentro de la rutina, nuestras diferencias se diluyen frente a los informes y los ordenadores. Hablamos un lenguaje técnico, frío si quieres, pero inocuo para mis complejos. Palabras asépticas que maquillan la distancia entre los dos.

En esta habitación, en cambio, satisfecho el deseo, mudas las palabras y las paredes, sólo queda la realidad, sin más adobo que las pocas excusas surgidas de mi pensamiento cobarde. Y la luz blanca que me juzga.

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06 mayo 2012

Sueños de verano

Imagen tomada de aquí.

Como dice Belén, dale al PLAY 


Summertime by Billie Holiday on Grooveshark  

Todas las canciones hablaban de mí. Sobre todo esa que mamá se empeñaba en poner a todas horas. La cantaba una chica negra que, repetía la abuela, llevaba muy mala vida.


Estaba sentada en el balancín del porche, como todas las tardes, y me colgaban los pies, apenas rozando al suelo. La abuela se mecía haciendo ganchillo y me reñía si oía chirriar demasiado mi asiento. No vayas tan rápido, mascullaba, batiendo el abanico con rabia.


A pesar del calor, algunos niños daban vueltas montando en bicicleta. Me hubiera gustado mucho ir con ellos, pero mamá no me dejaba andar con descamisados. Una señorita como tú no puede ir con esa gentuza, decía siempre, mientras me ajustaba el lacito del pelo, como si ese simple nudo fuera capaz de retener mis ganas. 


La vida en verano giraba como esas bicicletas, se detenía y volvía al mismo sitio, se repetía como la cadencia del balancín y el aleteo del abanico, en estas interminables tardes anestesiadas por el calor. Un día tras otro.

Mientras esperaba el sonido del Buick de papá llegando al caserón, pensaba en lo mucho que me gustaría ser cantante, grabar mi voz en un disco y que se quedara ahí para siempre. Hacer sólo lo que me dé la gana. No llevar lazos en el pelo nunca más, por ejemplo. O salir a jugar con ese niño que se me quedaba mirando cada vez que pasaba, en vez de con los hijos de las amigas de mamá y sus asquerosas lagartijas.


Cuando caía la noche, mientras los mayores charlaban a la fresca, me escondía en el jardín, subía a una silla y dejaba que la luz de la luna iluminara mi cara, como si estuviera encima de un escenario. A veces me golpeaba la brisa húmeda que venía del río, un aire espeso y maloliente, como de bar. El aire que hubiera aspirado actuando en uno de esos locales donde reinaba el jazz.


Summertime..., cantaba a ese público invisible.


Algunas veces, cuando el viento era favorable, la voz grave de alguno de los chicos me acompañaba, cantando que la vida es fácil y que no debo de temer nada. Entonces, me sostenía sobre mis puntillas, extendía los brazos y me elevaba sobre el cielo de Nueva Orleans.

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27 marzo 2012

Juegos de azar


¿Qué hago yo en un casino si no me gusta jugar?

Algunos días, los acontecimientos te llevan a lugares donde no pensabas ir. Los acontecimientos, digo, y no el azar, porque no creo demasiado en este último.

El jugador que tengo al lado se desespera por momentos. Cree que le ha abandonado la suerte. Aunque a última hora siempre se aferra a una última probabilidad. El hombre es valiente para perder y cobarde para ganar, que decía siempre mi padre.

Pero en este juego manda la estadística. La pura y fría estadística, colega. O la puta estadística, si te quedan ya pocas fichas encima de la mesa.

Juega siempre al 33 negro, me he fijado, y me pregunto si lo hace por aquello de la edad de Cristo o porque está al lado del uno, ese número, que por ser el primero, parece que no vaya a tocar nunca. Sin embargo, tiene las mismas probabilidades que cualquier otro de que se detenga encima la bolita.

Ninguna de esas dos cifras ha salido esta noche, pero él no se ha dado cuenta. Sigue apostando a lo mismo, obcecado. Al que tenemos enfrente, no se le pasan esos detalles. Pone aire de distraído, pero anota mentalmente todos los números aparecidos hasta este momento y va cambiando de apuesta cada vez. Le quedan tres rondas para que cambie de sitio, pues ya se ha dado cuenta de que algunos ojos le vigilan. En el juego, no está permitido contar.

Me fascina ese momento mágico en el que la bola va corriendo hacia su destino, tropezando con los diferentes alojamientos hasta detenerse en el definitivo. Las caras expectantes de los jugadores y la decepción final de la mayoría de ellos, el trasegar veloz de las fichas.

Nuestro metódico jugador de enfrente, tras perder varias rondas, ha acertado en su cálculo y recupera parte de lo jugado. Se retira, prudente, y desaparece de nuestra vista. En su sitio, se ha colocado una rubia espectacular, embutida en un vestido negro, con el escote como única vía de escape a tanta apretura.

En mi vida han pasado varias mujeres tan hermosas como ella, pero ninguna rubia. No me traído una los acontecimientos ni tampoco el azar. La bolita siempre se detuvo en la de al lado, morena o pelirroja, impar negro.

Así que, para asombro de mi vecino, decido convocar a esa suerte rebelde, enemiga de las estadísticas, apostando todas mis fichas al uno. Par y rojo. Al mismo tiempo, la rubia se abalanza sobre esa casilla, pero al adelantarme yo, opta por el de al lado. 20, negro.

La bola de marfil rueda por la superficie pulida de la ruleta. Es mi última apuesta. Cuando se pare, daré la vuelta y me iré del casino. Con o sin dinero. Sin rubia. Con el azar jugando a bendecirme o la puta estadística imponiendo su fría tiranía.

Aprieto los puños mientras la rueda pierde poco a poco su velocidad. ¿Quién me mandaría ir a un casino con lo poco que me gusta jugar?

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12 febrero 2012

Últimas palabras


La luz amarillenta es cálida, produce sensaciones agradables, hogareñas. El local donde estamos tiene, además, largas cortinas en color crema, bonitos jarrones y figuritas de porcelana, una gran lámpara en el centro del salón.

Mi padre tiene buen gusto y seguro que ha escogido este piso personalmente para que nos sintamos cómodos. Siempre cuida mucho los detalles cuando se trata de reunir a la familia. Quiza hoy más que nunca, pues ha decidido poner fin a su vida.

Nos reunimos en una mesa redonda y comemos. Él ha decidido mezclarse entre todos, no quiere ocupar una presidencia que no va nada con su carácter. Desea restar importancia al trance, aunque es inútil, todos estamos pendientes de sus palabras y esperamos su discurso de despedida. Es lo que procede. Comer bien y escuchar sus últimos deseos, tratando de retenerlos para siempre, antes de que entren el médico y el enfermero.

La conversación es animada, hay buena armonía en esta familia. Gran parte del mérito es del que se va, un ejemplo de educación y respeto. Ahora nos comenta que ya está cansado y que es momento de irse. Mejor terminar ahora, dice, antes de que el declive que intuye le conviertan en una persona amargada, en una carga económica para todos. Nosotros alabamos su buen juicio y nos mostramos alegres, felices de haber disfrutado de este gran hombre durante este tiempo.

Al final, el discurso se resume en unas pocas palabras, poco más que un brindis. Nos pide perdón por todo lo que haya podido hacer mal, espera que conservemos un buen recuerdo de él y hace un sentido traspaso de poderes a mi hermano mayor. Él será, a partir de ahora, el jefe de la familia.

Después, se despide de nosotros personalmente, con un sencillo beso en la mejilla y unas carantoñas a los niños. Tras abandonar la sala, acompañado del equipo médico, pasamos unos instantes tensos, tratando de buscar temas intrascendentes de conversación.

El médico entra en el salón y se dirige a mi hermano. Ha ido todo bien. Su muerte ha sido rápida y sin dolor. Se ha ido con una sonrisa en los labios, ha insistido. Todos nos abrazamos con gran satisfacción. Qué gran hombre, el padre, ha sabido morir con la misma elegancia que ha derrochado en vida.

Tras despedirnos, cada hermano vuelve a su casa con los suyos. En el coche, María y yo comentamos los detalles del evento. La niña calla y se entretiene mirando por la ventana. Al llegar a casa, me llama la atención la abundancia de luz blanca y la ausencia de cortinas. La escasez de muebles. Un ambiente elegante, pero poco  acogedor. Me siento en el sillón y me pregunto si yo seré capaz de ser tan buen hombre como mi padre.

Mi mujer lee distraída en el sofá y la niña sigue callada, acariciando su muñeca preferida. De repente, comienza a hablarle, con esa voz especial que tienen los niños cuando quieren imitar a los mayores.

- Mamá está cansada- comienza a decirle. 

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23 enero 2012

Las canas del conejo



Me encontré con Bugs en el bar de la urbanización, un jueves por la tarde. Estaba sentado en una mesa alejada de la luz y mantenía cierta distancia con una cerveza caliente que posiblemente ya nunca terminaría.

Permanecí un rato observándolo, esperando que no me viera. Mantenía todavía ese gesto altivo, tan suyo, de perdonavidas algo pasota y, además, las arrugas le daban aspecto de jugador de póker con una escalera de color en la manga. La derrota no parecía tener asiento en el patio de butacas de su ánimo, aunque daba la sensación de estar algo cansado.

- ¿Qué hay de nuevo, viejo?- preguntó de golpe, cuando yo ya estaba convencido de haber salido airoso de mi silencioso espionaje.

El conejo siempre había sido de buena conversación. Por lo retirado de su mesa, yo pensaba que esa tarde no tenía demasiadas ganas de hablar, pero no tardó demasiado en explicarme sus razones.

- Es por Elmer, ¿sabes? Sigue con su manía persecutoria. Entra, me busca, apunta y dispara. Yo ya no necesito utilizar mi ingenio para librarme de él. En su casa le quitan los cartuchos antes de salir de cacería,  desde que confundió al predicador con un alce. Pero insiste en disparar. Cuando veo la decepción en su cara al fallar de nuevo el tiro, siento cierto malestar; pero lo peor es cuando arroja la escopeta y se sienta a la mesa. No se levanta antes de vomitar todas sus penas -las que recuerda- o terminar la botella de bourbon. Lo que ocurra antes. Avísame, por favor, si lo ves entrar.

Bugs me cuenta que nunca se casó. Muchas conejas pasaron por su vida, y aunque no presuma de ello, todos saben que su madriguera está caliente la mayoría de las noches. A pesar de que se nota el paso de los años, su aspecto es cuidado, mantiene bien erguidas las orejas y muy tiesos los bigotes, provocando algunas miradas de reojo y un runrún de cuchicheos cuando se levanta de la mesa.

De repente, todas las voces callan. Sólo se escucha el ruido de la tele y los pesados pasos de las botas de cazador. Es el único momento en que veo a Bugs palidecer, agachar las orejas y buscar un agujero en el suelo por donde perderse.

Cuando los pasos se detienen, Elmer se sitúa enfrente de él, sonríe, se ajusta la gorra y apunta con su escopeta de dos cañones.

- Esta vez no te libras, lindo gatito.


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Por si no lo sabéis, hoy, 23 de Enero, es el Día del Conejo y ésta es mi forma de celebrarlo.




08 enero 2012

Violencia desatada




Dentro del cuartucho sólo se ve el cuerpo de un hombre obeso, tumbado, moviéndose de forma compulsiva. A la altura de su cintura emergen, como dos antenas deformadas, unas piernas delgadas que se agitan al mismo ritmo. El hombre insulta y golpea el cuerpo que tiene debajo, con obsesión enfermiza, hasta que le vence el orgasmo, en un estertor de lo más grotesco. Poco después se viste, peina los cuatro pelos que le quedan pegados sobre la frente, se perfuma y se va. Un empleado recoge, al poco tiempo, la muñeca hinchable, un modelo de hermosos ojos azules y piel tersa, casi real, y la coloca en el cesto de lavandería.

En otra estancia, una mujer de marcadas ojeras y pelo ralo, golpea un punching-ball en silencio. Al principio, los golpes son fuertes y certeros. Va incrementando la intensidad con verdadera furia y esquivando el retroceso de la bola con agilidad. De repente, algo cambia, una lágrima brota de sus ojos. Comienza a golpear con desesperación y descuida la defensa, mientras sus mejillas se empapan. Al final se para, dejándose vencer por el berrinche y recibe el golpe del artilugio en plena cara. Después se detiene y se tranquiliza un poco, antes de entrar en la ducha. Cuando sale, parece una mujer nueva, dentro de su traje estampado que le cae como un guante.

Un hombre bajito, de pelo graso y bigote corto, ase una maza casi tan grande como él. La eleva a dos palmos de su cabeza y después la deja caer, empujando con todo su cuerpo sobre una pared de ladrillo hueco de medio pie, enfoscada por las dos caras. Del golpe se agrieta todo el muro, pero todavía necesita un par más para abrir un hueco suficientemente grande. En poco más de media hora ya no queda nada de la construcción, más que el montón de escombros a su alrededor. En un banco, el hombre se seca el sudor de la frente con un pañuelo de tela amarillento. Después, lustra sus zapatos con betún negro, recoge su pequeño maletín de cuero y enfila la salida.

En el recibidor se encuentran las tres personas. El hombre gordo deja pasar primero a la mujer, con una ligera inclinación de la cabeza. El bajo les ofrece a los dos llevarles en su coche. Las calles no son seguras a esas horas, dice, mostrando las llaves de su wolkswagen rojo. La mujer alaba al primero el corte de su chaqueta y al último la limpieza de sus zapatos. Ya no quedan hombres así, exclama. Y les propone tomar algo ligero en el bar de la esquina antes de volver a sus casas.

Los tres continúan así, compartiendo proposiciones amables, durante media hora más. Nunca sabremos si son sinceras o no, porque ninguno de ellos tiene intención de aceptar las del resto. Cuando llegue la hora convenida, cada uno volverá a sus casas con la placidez que da la violencia descargada.

Mientras eso ocurre, el dependiente ya ha terminado de limpiar, de cuadrar la caja y se dispone a bajar la persiana. Está cansado y mira con cierta antipatía al trío de las sonrisas. Balbucea un buenas noches que suena a brusco y se dirige a la boca del metro más cercana. Cuando llegue a casa, va pensando, me enfundo las zapatillas y voy a correr tres vueltas a la alameda. De hoy no pasa. No dejaré vencerme por el sofá y el mando a distancia.

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