30 enero 2011

Más días de Enero

Imagen tomada de aquí

En el cenicero se consume lentamente el cigarrillo. Ella ya hace un rato que se fue. El fuego se acercará poco a poco a la boquilla manchada de carmín y el humo se disolverá sin prisa  en el aire cargado de la habitación.

También comparten la mesa con el cenicero, no lo he dicho, dos copas de whisky a medio terminar. Todo quedará ahí, supongo, hasta el día siguiente.

Pronto me iré a dormir, en cuanto despegue la mirada de la puerta, y mañana será otro día. Eso me digo. Aunque lo más seguro es que dé varias vueltas en la cama y después encienda la tele, o pasee la vista por el libro. Miraré la hora. Y después la puerta. Y el cenicero, ya con la colilla apagada, muerta, como un siniestro símbolo de lo efímero.

El despertador me dirá que es pronto o que ya es demasiado tarde. Tendré tentaciones de descolgar el teléfono. Después, me preguntaré por qué ha sido, declararé ante un público invisible mi inocencia, me cubriré con un manto de autocomplacencia y tal vez entonces el sueño me conceda unos minutos de tregua.

Pero al despertar estará allí la colilla, como un dedo índice acusador, señalando mi fracaso. Los dos vasos incompletos. El olor acre del humo y el alcohol. Los restos fríos del café. El gris de la mañana invernal, que es la última de una era o la primera de la próxima glaciación.

Y más días de Enero.

-.-

06 enero 2011

Besos y humo


La vida se consume como un cigarrillo, lentamente si lo dejas reposar en el cenicero y muy rápido cuando damos una fuerte calada. Ese humo, que de repente nos llena los pulmones, se irá poco después, expulsado por la boca, hacia algún lugar indeterminado, perjudicando a alguien tal vez , como pasa con el resto de nuestros actos; o simplemente pase a formar parte de esa atmósfera viciada que acumula todos los hechos inocuos de la historia.


A las cero horas del dos de enero, apagamos deprisa todos los cigarrillos. El humo se va, desconcertado, sin saber todavía que ha sido expulsado del paraíso. Algunos insumisos osan a desenvainar la cajetilla, sacando un nuevo cilindro blanco y prendiéndolo con la furia rebelde de un fugitivo recién apresado, ante la indiferencia de los camareros.


Alejado el fuego real de nuestras bocas, hablamos de sus formas y de cómo imaginamos los besos a partir de ellas. A Concha le gustan los labios grandes, carnosos y los adivina blandos y tiernos cuando se posan en los suyos. Pocos hombres saben besar y mi marido no es uno de ellos, afirma, mientras éste pega un trago, indiferente, a la cerveza. 


Ignacio, probablemente ya hace mucho tiempo que ha devaluado ese acto, situándolo a medio camino entre el apretón de manos y el sexo desganado del sábado por la noche; pero ella sigue buscando en cada beso esa novedad excitante, preludio de emociones sorprendentes que desmientan la rutina de veinticinco años de matrimonio.


Tania se suma a los rebeldes del tabaco y enciende un cigarrillo. Le es indiferente la forma de los labios, pero habla de la fuerza de la lengua. Me dan asco los que la dejan mustia dentro de mi boca, confiesa; y a más de uno he dejado con la miel en los labios ante tamaña dejadez. Una lengua debe actuar. Con decisión y destreza. Nunca debe dejarse llevar.


Escucho esas lecciones con la sonrisa en los labios, apurando, como mi colega, los últimos sorbos del botellín. Los míos son finos y ocultan una lengua grande, difícil de manejar. Pienso en eso mientras recuerdo otros que besé hace ya mucho tiempo. Aquellos eran sólo una fina línea dibujada en la boca, pero se ensanchaban mucho al besar. Tenían sabor a un humo  todavía no condenado por las leyes, esencia de rebeldía adolescente. Se fueron muy pronto, mucho antes de resolver el conflicto de lenguas planteado entre nuestras bocas. 


Entonces me preguntaba por qué extraña ley se me negaba la nicotina de esos labios, a mí que nunca me importó que los demás fumaran. Ahora sé, que sin duda, era por mi salud.

-.-