30 marzo 2006

La huida


Esos ojos ocultos en las sombras no pasaron desapercibidos para Sofía; esperando como estaba la llegada de Ramón pudo apercibirse de la maniobra del coche y los extraños movimientos del ocupante, al que no conocía personalmente, pero del que podía adivinar sus rasgos duros, propios de los hombres de su país.
Nada más entrar Ramón pudo notar la preocupación en su rostro, y se encogió de hombros, como preguntando. Ella se limitó a señalar a la ventana, volviendo a cerrar las cortinas.

- No mires. Sé discreto. Te han seguido.
- ¡Mierda! Tenías razón al final.
- Debes fiarte siempre de la intuición de una mujer.
- Tienes razón. No me lo aprenderé en la vida. Pero, ¿cómo te diste cuenta?
- Verás. Marta es una chica bastante alegre, habladora y curiosa. Me cuesta imaginar que no se muriera de ganas por saber más de ti. Seguro que estaba amenazada, coaccionada por alguien, asustada es la palabra.
- ¿Por quién?
- Pues por los mismos que asesinaron a mi amigo, supongo. Debo ser el único testigo, y ahora me han encontrado.

Ramón calló. Se quedó mirando a Sofía unos segundos, esperando una reacción emocional, que finalmente no se produjo. Ella estaba muy serena, como quien ha estado esperando este momento durante mucho tiempo, sabe lo que se está jugando y lo que tiene que hacer. Extrañamente serena, sabiendo que lo que estaba en el aire en ese momento era su vida, y quizá la de su compañero también.

Consciente de eso, Ramón preguntó:

- Y ahora, ¿qué hacemos?
- Observar sin que nos vean. Y esperar.

Sofía le explicó con más detalle su plan. Ahora llevaba ella la voz cantante, pues, aunque Ramón no tenía por qué saberlo, se movía mucho mejor que él en ese terreno tan resbaladizo. Necesitaban tiempo para estudiar a sus espías, analizar sus movimientos, localizar los posibles fallos de vigilancia que podrían facilitar su huida. Era preciso aparentar que no se habían dado cuenta de nada, pero tampoco se podían quedar solos en la casa mucho tiempo, pues no podían descartar que sus vigilantes pasaran a la acción. Tenían que actuar deprisa, aunque no podían permitirse el lujo de cometer un error.

Lo primero que hicieron dentro de la casa es bajar las persianas, dejando el espacio suficiente para poder observar sin ser vistos. El puesto de vigilancia estaba en el dormitorio, que se encontraba a oscuras, y las sombras no les podían delatar. En el comedor las luces permanecieron encendidas hasta medianoche aproximadamente.

A eso de las cinco, el vigilante abandonó su puesto durante unos minutos, quedando su aparcamiento vacío hasta que lo sustituyó otro coche. Esta vez a Sofía sí le pareció reconocer al ocupante, aunque se guardó mucho de decir nada. En cambio, sonrió, se acercó a Ramón y le dijo muy bajito:

- Han hecho mal el relevo. Están confiados. Podemos aprovechar esos minutos para escaparnos.
- Demasiado fácil.
- No creo que tengamos muchas opciones, así que...
- Tienes razón, nos la tendremos que jugar.

Durante el día el observador salió del coche, y desapareció de su vista. Era una buena señal porque indicaba que no parecía que el ataque fuera inminente. Ellos también necesitaban tiempo para estudiarlos.

Entonces tuvieron que tomar la decisión más difícil. No podían permanecer durante mucho tiempo con las persianas bajadas. Hubiera despertado recelos. Y para aparentar normalidad, Ramón debía ir a trabajar como todos los días, pero eso era muy peligroso para ella. Podían aprovechar la ausencia para entrar en la casa.

Sin embargo, no parecía que hubiera más de una persona vigilando, y el tipo de acciones que se temían no suelen hacerlas un agente solo. En caso de que el observador se convenciera de que el camino de la casa estaba fácil, tardaría algo en pedir refuerzos. Así que Ramón decidió salir, pero no a trabajar, sino a planificar la huida.

Llevaba el móvil encima y se movía por los alrededores de la casa, pero Sofía no debía de llamarle a menos que el peligro fuera inmediato. Podían estar captando las conversaciones del entorno. Ramón se encargaba de llenar el coche de gasolina, acercarlo lo máximo posible, analizar las vías de escape, recopilar información sobre horarios de trenes y aviones, y comprar un poco de comida.

A la 1 volvieron a cambiar al vigilante, y vino una tercera persona, pero esta vez el cambio estuvo bien sincronizado. El relevo llegó antes de que se marchara el anterior agente. Sin embargo, Sofía dedujo que los cambios eran regulares: cada ocho horas.

Ramón volvió a casa a la hora de comer. Intercambiaron impresiones y concretaron más el plan. Su campo de búsqueda se concretó alrededor de las posibles horas de relevo de su guardia: las 9 de la noche y las 5 de la mañana. Sofía descansó un poco hasta las 4, cuando Ramón volvió a salir otro rato, volviendo esta vez a las 6. Entonces fue él quien descansó hasta las 8.

Lo dejaron todo preparado para salir por piernas, pero a la hora esperada se produjo el relevo otra vez de forma impecable.

El desánimo empezaba a hacerse hueco en el ánimo de la pareja, aprovechando el paso que le dejaba el cansancio. La jornada entera de tensión se hacía notar. Para paliarlo comieron un poco y establecieron unos turnos de 3 horas de descanso. La cafetera empezó a silbar en la cocina. Iba a ser otra noche muy larga.

A las 4, la noche era cerrada, aunque la luna llena proporcionaba la suficiente luminosidad para poder moverse por la casa a oscuras, aún con las luces apagadas. Tenían que moverse con mucho cuidado, sin hacer el menor ruido, pues a esas horas el excesivo ajetreo hubiera llamado la atención del vigilante. Por suerte, lo tenían todo preparado desde las 9.

Los 60 minutos se hicieron tan largos como el día anterior. Prácticamente contaron cada segundo que pasaba, intentando adivinar cada posible movimiento en el interior del vehículo, que parecía abandonado. A la hora en punto, se escuchó el sonido del motor, y a continuación las luces de los faros se encendieron. Aguzaron el oído. No se podía apreciar la llegada de ningún vehículo.
La maniobra de salida del coche se les hizo eterna, como la de atraque de un barco, pero al final el sonido del vehículo se perdió en la noche. Ellos, se lanzaron escaleras abajo sin pensar, cargando con una ligera maleta, donde guardaban todo su equipaje.
Salieron a la calle y se introdujeron en su coche. Ramón solamente miraba hacia adelante, y Sofía hacia atrás, esperando la llegada inminente de sus observadores.
Cuando giraban la primera curva, la luz de otro coche se reflejó en su retrovisor. Pero ahora la suerte ya estaba echada.

22 marzo 2006

Ojos que vigilan en la sombra


No resultó complicado encontrar a la persona buscada aunque la descripción que le había dado Sofía no era demasiado precisa.
A primera hora de la mañana la cafetería ya estaba bastante concurrida, pero una chica morena bajita, con su extrema delgadez disimulada en un grueso jersey de lana y unos vaqueros, el pelo suavemente rizado cayendo un poco sobre sus hombros, los ojos negros, algo tristes, ligeramente remetidos en sus ojeras, enmarcados por unas finas cejas y decorados por largas pestañas, los pómulos algo salidos, y los labios delicados, miraba expectante a todo el que atravesaba la puerta.

- ¿Marta?
- ¿Ramón?
- Encantado.
- Igualmente.

Ramón la invitó a desayunar, pero ella se disculpó diciendo que ya lo había hecho, y que además tenía prisa. Llegaba tarde al trabajo. No aceptó ni un simple café. Recogió la llave, la metió con cuidado dentro del bolso, y rápidamente abandonó el local.

Tras esta rápida operación, Ramón dio cuenta de su desayuno con más tranquilidad de lo habitual. Acompañó el triste café con leche con media docena de churros y diez minutos de tiempo esta vez. Era una especie de armisticio firmado con sus habituales urgencias. Madrugar sirve a veces para estas cosas.

Con la sensación del deber cumplido, relajó su mente, saboreó el desayuno, y una amplia sonrisa iluminó su rostro. Se prometió a sí mismo un día tranquilo, y esta vez las circunstancias se lo permitieron.

Salió del trabajo antes de lo acostumbrado, compró algo de dulce para la cena y un ramo de claveles rojos para Sofía. Ella no esperaba esta sorpresa, sino al Ramón apesadumbrado y temeroso de los últimos días, y corrió hacia él con una enorme sonrisa y su especial brillo en los ojos, anticipo de las lágrimas que volverían a deslizarse por sus mejillas durante el tierno y prolongado abrazo.

Durante la cena se contaron las escasas incidencias del día, el fugaz encuentro con Marta, las irrelevantes noticias que daba la televisión, y por un momento olvidaron su dramática situación. Acompañaron el postre con un vino dulce, a juego con el día, y prolongaron la ternura un rato más tumbados en el sofá, acurrucados, tapados con una manta, mientras veían una película. La vida regala a veces estos pocos momentos de felicidad.

Al día siguiente, Ramón se dirigía a la estación para completar el plan. Esta vez iba con prisa, pues llegaba tarde al trabajo. Por primera vez en mucho tiempo, tras sonar el despertador, se había hecho el remolón, abrazado a Sofía, y ahora aceleraba su paso para alcanzar cuanto antes la consigna.

Con estas urgencias, decidió no contestar a la llamada que tenía en el móvil, y al posterior mensaje que le llegó. Recogió la bolsa con la ropa y la metió en el maletero del coche. Tiempo tendría después de devolverla.

Llegó a la oficina justo a tiempo, y se puso a trabajar enseguida. Al cabo de un rato reparó en la llamada perdida, y decidió contestarla. Era Sofía.

- ¿Has recogido la bolsa?
- Sí, claro.
- Te llamé para pedirte que no fueras. Hay algo que me dijiste que me ha extrañado, aunque ayer por la noche no me dí cuenta. Es muy raro que Marta no se quedara a desayunar contigo. Ella es muy habladora y curiosa. Ya sé que parezco una tonta, pero hay algo que me huele mal en todo esto...
- ¡Bah!, no te preocupes. Tendría un mal día, o habría pasado mala noche. Recuerda que tenía ojeras.
- Sí, es verdad, ella no suele tener nunca. Bueno, espero que sólo sea una manía mía.

Ramón terminó su jornada como de costumbre, llegando a casa ya de noche, cansado. Al abrir la puerta exterior, alumbrado por la débil luz de una farola, no se dio cuenta de que en la sombra, desde un coche aparcado en la otra acera, unos ojos duros vigilaban cada uno de sus movimientos.

13 marzo 2006

Haciendo planes


Las revelaciones de Marisa no consiguieron terminar con el estado de confusión en el que se hallaba sumido Ramón desde hacía un par de días. Aunque los datos que le había proporcionado sobre Sofía cuadraban con el relato de esta última, quedaban todavía muchos enigmas por resolver.
¿Qué fue del embajador?¿Estaba realmente muerto, o finalmente tomó el avión de vuelta a casa?¿Para quién trabajaba realmente Sofía?¿Por qué lo espiaban?
Estaba claro que Sofía le podía resolver estas dudas, aunque no podía confiar ciegamente en ella después de lo que sabía. En cambio, Marisa no sabía las respuestas a todas sus preguntas, pero le había prometido que le iba a seguir ayudando en lo que estuviera en su mano. El caso no estaba cerrado tampoco para los servicios secretos británicos.
Después de meditar un poco, Ramón sacó la conclusión de que lo único que podía hacer de momento era esperar. No sabía muy bien a qué, pero esperar. Y, de momento, resolver algunos pequeños problemas logísticos, como conseguir ropa para la mujer que vivía en su casa sin que ella pisara la calle, comprar comida, revistas, y todo lo necesario para resistir un largo período encerrados en casa.
Al llegar a casa, intentó que no se notara demasiado la preocupación que sentía, pero fue en balde. Ella se dio cuenta en seguida de que algo no andaba del todo bien, y le preguntó. El argumentó motivos de trabajo: un día malo como tantos otros.
Sofía necesitaba conversación después de pasar todo el día sola y aburrida, pero para romper la fina capa de silencio que se interponía entre ambos era necesario algo de tacto, literalmente hablando, y del otro también.
Se acercó por detrás y comenzó un suave masaje en sus hombros, y Ramón empezó a ceder física y mentalmente en la lucha mantenida consigo mismo que le atenazaba los músculos y le encogía el ánimo.
La presión de las manos fue incrementando poco a poco, y los músculos del hombre empezaron a mostrar muestras de agradecimiento. Durante unos minutos cerró los ojos, relajó el cuello y la espalda, y concedió una tregua a su turbado espíritu, dejando su mente en blanco. Tras llegar al punto de máxima intensidad, Sofía fue disminuyendo lentamente el vigor de sus movimientos hasta que cesaron del todo, casi sin querer.
Entonces, tomó una silla y se situó enfrente de él, mirándole con una mezcla de picardía y cariño.
- ¿Mejor?
- Síiiiiiiii. Muchas gracias, dijo, casi paladeando sus propias palabras. Cuéntame tú ahora. ¿Cómo te ha ido el día?

Sofía tenía poco que contar. Se había aburrido bastante, aunque seguía bastante preocupada, lo que le impedía concentrarse en nada. Preguntó si había noticias de lo suyo sin ansiedad, pero no se molestó en disimular su perplejidad al conocer la respuesta. Era increíble que ningún periodista hubiera cazado la noticia. Alguien tenía que estar al corriente. Ese suceso no podía pasar desapercibido.

Su rostro reflejó tal angustia que Ramón, por primera vez, supo que la historia narrada días atrás era cierta. No podía ser tan buena actriz.

Entonces fue él, quien envolviendo sus manos entre las suyas, le dirigió unas palabras serenas y tranquilizadoras, subrayadas por una mirada segura pero dulce, consiguiendo el mismo efecto que antes lograra ella con diez minutos de masaje.

Tranquilos y serenos los dos, se dedicaron a planificar la recogida de la ropa de la mujer de la casa donde estaba viviendo hasta ahora, pactaron algunas normas de comportamiento para salvaguardar la seguridad: qué hacer para abrir la puerta, coger el teléfono, avisos en caso de peligro, etc. Ramón hasta le facilitó el número del móvil de Marisa.

- Si me pasara algo, la única persona que te podrá ayudar es ella. Es mi mejor amiga. Puedes confiar totalmente en ella.

Tras analizarlo fríamente, recoger el equipaje de la joven era un verdadero problema. Seguro que alguien estaba esperando movimientos alrededor de su antigua vivienda, e iba a resultar difícil no levantar sospechas. Al final decidieron llamar a una vecina con la que tenía cierto trato. Le contó una historia lo suficientemente rocambolesca para que se la tragara, y al final accedió.

El plan no era complicado. La vecina tenía que recoger la llave de manos de Ramón en una cafetería céntrica, entrar de noche en la casa, recoger la ropa, meterla en una bolsa, e introducirla en una consigna de la estación. Al día siguiente volverían a quedar en el mismo lugar, e intercambiarían las dos llaves por un sobre con unos pocos euros.

Terminaron esa conversación con el postre, y se invitaron a otra más excitante y con menos palabras en el dormitorio.

Teniendo todo el tiempo por delante, esta vez todo funcionó mejor. La habitación, en penumbra, parecía ambientada por una inaudible melodía que dirigía sus movimientos. Sus manos, sus labios, sus brazos, sus piernas, se movían al ritmo de la extraña música imaginaria. Víctimas de ese Bolero de Ravel telepático fueron aumentando la intensidad y la frecuencia de su armónico baile, pasando de las caricias a los pellizcos, y de los besos a los mordiscos, hasta alcanzar el éxtasis.

Lentamente, la música fue abandonando la habitación, y un cálido silencio esta vez cubrió sus desnudos cuerpos abrazados.

08 marzo 2006

Lágrimas doradas



Marisa no perdió el tiempo. Descolgó el teléfono y tecleó una extensión que conocía de memoria. Reconoció en seguida la voz de un amigo, una de las personas más influyentes de la embajada, aunque ya medio retirado. Llevaban cerca de 10 años trabajando juntos, y su relación era más bien esa sólida amistad que a menudo nace entre el maestro y su mejor alumna.
Le pidió verlo enseguida, a sabiendas de que la respuesta iba a ser afirmativa, a menos que algún compromiso de última hora se lo impidiera. Era su ojito derecho, y nunca desperdiciaba la oportunidad de verla.
La alumna aplicada cumplió el protocolo previsto. Llamó con los nudillos un par de veces, y se quedó esperando la autorización para entrar, pero ya dentro no se andó con rodeos. Una exposición ambigua o temerosa le hubiera molestado viniendo de su parte. Demostraba falta de confianza. Así que fue breve, pero clara y concisa, despertando en el maestro la sonrisa de satisfacción del artista que observa de lejos su mejor obra.

- Así que están investigando a esa mujer, dijo. ¿El MI5? No me extraña. Yo también he hecho averiguaciones. La cosa está que arde, el momento político es muy delicado aunque no lo parezca. No todo es la guerra de Irak. También hay mucha tensión en Rusia, con los chechenos por medio, las viejas tensiones entre India y Pakistán, Yugoslavia, los terroristas islámicos... Hay muchos frentes abiertos. Buenos tiempos para los espías. Y, de repente, el subnormal de nuestro jefe se lía con una mujer que es un total misterio. No tiene historia, ni papeles. Nadie la conoce, y lleva una vida acomodada, incluso lujosa, aunque tampoco trabaja. ¿Tu qué pensarías?

- Que está protegida por alguien.

- Exacto. Y este tipo de protección sólo se concibe para alguien importante que se ha metido en un buen lío, o para un espía, pero estos últimos suelen estar documentados. Tienen papeles, falsos pero papeles. Pero ahora que veo tu interés, es posible que necesite tus servicios una vez más.

- Ya sabes que me tienes a tu disposición.

Y Marisa se encargó durante tres largas semanas de aprovechar cada visita de algún mandatario británico a cualquier lugar del mundo para elaborar documentación confidencial, que invariablemente desaparecía durante algunos días de los lugares secretos donde se guardaban. Así descubrieron que la mujer era realmente una espía, y pusieron en entredicho al embajador.
Averiguaron más cosas. Tenía un contacto ruso, y ella dominaba también ese idioma, pero ninguno de los dos estaba fichado, y parecía comprobado que no pertenecían a los servicios secretos de ese país.
El embajador, por otra parte, fue investigado a fondo. La documentación sustraída no parecía muy importante, no existían grandes intereses económicos enmedio. Se descartó la posibilidad de la traición y se apostó finalmente por el encoñamiento. En una reunión discreta se lo hicieron ver y su mundo le cayó a los pies. Parece que lo enviaron a una embajada africana de agregado cultural. Lástima de carrera diplomática.
Marisa terminó su narración y se encogió de hombros, como invitando a que Ramón le contara algo.
Pero al hombre le entró de repente una sed repentina. De un trago apuró toda la copa, y se quedó mirando a Marisa con ojos vidriosos. Ella le devolvió otra mirada, mezcla de temor y de ternura, mientras le suplicaba:

- Ramón, por Dios. Aléjate de ella. Esa mujer es peligrosa.

Y él quiso callar lo que decía con todo su cuerpo, pero finalmente no pudo, expresando con lacónica angustia las palabras que sabía iban a sentar como una puñalada a su amiga del alma:

- No puedo, Marisa. No puedo.

Marisa se había acostumbrado ya hacía tiempo a encontrar muchos detalles en las algunas veces escasas palabras de Ramón. Entendía sus gestos, sus miradas, sus expresiones, hasta su forma de vestir. Pero hasta ese momento nunca tan pocas palabras habían significado tanto, jamás había sentido como se le clavaban en el alma una a una todas las sílabas de una frase.
Hubiera querido llorar pero su orgullo se lo impedía. Se tomó algo de tiempo antes de volverle a mirar, pegando un trago largo y suave de cerveza, dejando que su sabor ligeramente amargo resbalara por su paladar con los ojos cerrados. Era su manera de llorar hacia adentro.

Tiempo tendría después de hacerlo hacia afuera.

03 marzo 2006

Confidencias



Las cervezas estaban intactas, apoyadas en sus posavasos, tal y como las había dejado el camarero, aunque ya habían transcurrido más de quince minutos desde entonces.
Marisa no paraba de hablar, despacio y con voz muy baja, mientras Ramón escuchaba tenso aunque prácticamente inmóvil. Su mentón tiraba hacia abajo de su boca intentando abrirla y su mano se encontraba a medio camino entre el borde de la mesa y la copa, como si una ráfaga de viento helado la hubiera dejado allí, petrificada.
Estaban en la terraza. Ella no se fiaba de los lugares cerrados.
Es verdad que las paredes hablan, le había dicho.
Era más seguro el exterior, pero tenía que hablar bajito, lo que exigía una mayor concentración a Ramón, más acostumbrado a voces fuertes y graves.
El tiempo a veces actúa como una especie de sedante, que nos hace olvidar la causa de nuestras preocupaciones. Es como un mecanismo de autodefensa, una válvula de escape contra la insoportable presión que nos causa la vida.
Ramón ya casi no recordaba los detalles más escabrosos del relato de Sofía, y ahora las palabras de Marisa le sentaban como bofetadas en la cara que le despertaban de golpe de un sueño demasiado duradero.
En los primeros días del año apareció por la embajada un tipo nuevo, encargado de realizar una auditoría de calidad, comenzó Marisa sin preámbulo. Como tal, venía impecablemente vestido, peinado y perfumado, y era sencillamente encantador. Una de estas personas que, como no estés algo alerta, consiguen de ti la información que no quieres dar sin darte cuenta. Ese es su trabajo.
El hombre iba puesto por puesto, estudiando el funcionamiento de la embajada. No paraba de hablar, de trabajo pero también de temas triviales, o por lo menos aparentemente triviales. Así conseguía una confianza que luego se traducía en abundancia de datos.
Marisa era una buena fuente de información, pero no le tocó de las primeras. Había tenido tiempo de comentar con sus amigas tanto el comportamiento del hombre como su fisonomía, que atraía todas las miradas femeninas cuando cruzaba el pasillo. Era un tipo de complexión fuerte y movimientos ágiles, incluso armoniosos. Su trato era educado y amable, aunque se le notaba de lejos que era del tipo de personas que acostumbran a conseguir lo que desean sin aparentemente hacer nada. Una tentadora trampa.
Avisada como estaba, la mujer mostró la mayor indiferencia posible cuando se le sentó delante para interrogarle, aunque en el fondo estaba encantada de tener un hombre tan guapo y atractivo enfrente.
Le resultó muy curioso que uno de los primeros temas de conversación fuera la fiesta de Nochevieja, y lo más sorprendente es que ya supiera el comentado hecho de los bailes del embajador.
Una vez más, ella fingió no haber reparado en su jefe y su acompañante, y pasó a preguntar por la mujer, divertida y sorprendida como quien descubre al novio de su peor enemiga con otra. Así quedaba oculto su verdadero interés.
El auditor le hizo una descripción casi perfecta de la muchacha, que dejó muy sorprendida a Marisa. Ni siquiera ella, que no le había perdido de vista en toda la noche era capaz de dar tantos detalles, lo que le hizo ponerse en guardia.
Pensó que toda esa cantidad de información era imposible que hubiese salido de conversaciones cotidianas con sus compañeras. Algo raro se olía, pero ahora ya no quería parecer demasiado curiosa, así que manifestó que, pensándolo bien, la chica le sonaba de algo, aunque no acababa de relacionarla. Y, rápidamente, cambió de tema.
A partir de entonces la conversación giró sobre la auditoría. Marisa enseguida se percató de que el método de trabajo del hombre no era muy convencional. No iba directo a buscar los fallos de procedimiento más habituales, esos que se conocen, pero no ha dado tiempo a esconder. Vamos, o era demasiado condescendiente o no era un auditor experto.
Antes de terminar, la chica volvió a sacar el tema de conversación de la misteriosa acompañante del embajador como quien no quiere la cosa. ¿Quién era?¿Alguien del trabajo?
Una sombra de duda pasó rápidamente por la cara del hombre, apenas perceptiblemente, pero Marisa notó que el hombre estaba pensando la respuesta. Se percató de que él no sabía si decirle la verdad o no, así que necesariamente la respuesta, debía de ponerla en barbecho.
El auditor cometió solamente un error durante la entrevista, pero fue suficiente para que ella viera la luz: dejar el teléfono móvil encima de la mesa. Mientras se despedían, dos timbres cortos anunciaron una llamada, y a Marisa le dio tiempo de reconocer el número, pues era uno de los que, en ocasiones muy comprometidas, tenía que pulsar: la oficina central del MI5 en Londres.
Por suerte el hombre, pendiente de responder a la llamada, no pudo captar como las pupilas de su interlocutora se dilataban hasta su máxima amplitud, y cuando le volvió a dirigir la vista ya estaba jugando con una goma elástica que tenía encima de la mesa como si no hubiera visto nada. Sólo le faltaba silbar.
El se levantó nervioso y se despidió con la mano mediante un gesto elocuente que anunciaba otra futura conversación, que nunca se llegó a producir.