30 abril 2007

Nueva dinastía


El despacho del notario estaba situado en un edificio viejo, con escaleras de mármol, y ascensor antiguo, de esos que todavía conservan sus puertas de malla de hierro forjado. En el interior, los techos altos daban un aspecto señorial, que los pesados muebles terminaban de rematar. Como era de esperar, el titular de aquella actividad era de edad avanzada, o por lo menos sus cortos cabellos y su larga barba totalmente blancos así parecían confirmarlo.

La estancia era sobria, los muebles escasos; apenas una librería con varios volúmenes de cuero negro, todos iguales, y una amplia mesa de caoba rodeada de sillones de esa misma madera. Entre los muebles, el aspecto del propietario, y su hablar, lento y sereno, parecía imposible que una sola mentira se atreviera a deambular por la sala.

El notario, en contra de la extendida moda actual de resumir el contenido de las escrituras, procedió a su lectura desde la primera hasta la última palabra, de forma impecable, e incluso amena, si se puede concebir este apelativo para un texto de estas características. Conseguía, de forma misteriosa, que la atención de los presentes se concentrara solamente en sus palabras.

Habían pasado ya diez años desde la muerte de Gastón, y María Rosa asistía a posiblemente la última cuenta del largo rosario de visitas a tan honorable señor, desde que el primero le dejara todos sus bienes en testamento. Entonces, parecía que el capital del hombre se reducía a su casa, algunos ahorros depositados en el banco, una gran colección de libros, y algunos escritos propios. Pero durante este tiempo, habían fallecido varias personas, parientes lejanos de Gastón, que le donaban todas sus pertenencias. Parecía como si fuera él, el último de un desdichado linaje que se extinguía, el punto donde varias líneas convergían y terminaban su existencia.

La última en morir había sido su abuela, una venerable anciana a la que María Rosa había conocido años atrás en uno de esos entierros, y le había contado la historia de la familia. De los muchos nombres que habían aparecido en la narración de la señora, ella era la última en abandonar este mundo.

A pesar de todo, María Rosa no era capaz de imaginar que, tras el aspecto sencillo y campechano de la anciana, se escondía la propietaria de una de las mayores fortunas de Francia, emparentada con la mayor parte de la aristocracia europea, incluyendo varias casas reales, pero portadora de un veneno en la sangre, cuyo origen sí conocía, y que había acabado con la vida, primero de su abuelo, y después de su nieto.

Durante muchas generaciones, la familia de Gastón había decidido aceptar el reto de la maldición, pagando su precio, casando a sus hijos con gente de su misma condición, con tal de que aquella vieja gitana no triunfara en su tumba siglos después. Confiaban en que la ciencia, finalmente, terminaría ganando su batalla particular, y derrotaría a la superstición.

Así fue educada, desde pequeña, Doña Violante. Pero hubo un suceso que cambió su vida por completo: la muerte de su abuelo.

El viejo patriarca y ella se tenían un cariño especial, esa relación tan íntima que nace entre abuelos y nietos, fruto de la necesidad mutua de afecto y de la ausencia de responsabilidad directa en la educación. Cuando ella vio como el cuerpo del gigantón que tanto amaba empezar su declive, y terminar a los pocos meses entre dolores inmensos, algo se rompió en su corazón infantil. Renegando de todo en lo que había sido instruída, se juró a sí misma que terminaría con aquella maldición.

Inició primero la vía racional, investigando la enfermedad, buscando sus orígenes, sus posibles soluciones, pero el éxito se resistía a premiar su esfuerzo. El tiempo invertido en la búsqueda terminaría condenando a su nieto, pues su hijo se casó con la hija de un noble inglés, que había conocido en unas vacaciones de verano, sin que ella pudiera intervenir a tiempo.

A pesar de su fracaso inicial, Violante no cesó en su intento. Revisando los viejos documentos de la familia, fue recopilando los nombres de los galenos que los habían tratado, investigó en sus historias médicas, acumuló todos los datos encontrados, por absurdos e inconexos que parecieran. Y así logró encontrar el hilo que llevaba a la madeja de la salvación.

Paradójicamente, y a pesar de que todos los afectados eran de la misma familia, los médicos que habían estudiado la enfermedad no tenían continuidad como facultativos de la saga, algo bastante habitual en aquella época, en que los hijos y nietos de los profesionales solían heredar conocimientos y clientes. Sin embargo, la confianza depositada en aquellas personas y sus sucesores duraba justo el tiempo en que la enfermedad se cobraba una nueva víctima. Después del deceso, se retiraban o eran despedidos.

En cambio, entre los ayudantes de cada médico, siempre había un apellido que se repetía: Román. A la abuela de Gastón no le fue difícil localizar al último de la saga, el que había atendido a su abuelo. Todavía vivía, aunque se había trasladado a España, hacía unos años. Concretamente, a Granada.

Violante no dudó en fijar su residencia en la bella ciudad andaluza durante un tiempo, pero tuvo que envolverse en la capa de la discreción para no despertar recelos en la familia. Así pudo urdir su plan.

El dinero abre puertas, compra voluntades, tiene oídos y boca; y la mujer estaba dispuesta a invertirlo todo en conocer lo máximo posible sobre la familia Román. Diversos confidentes le fueron informando con detalle de todo lo que rodeaba a la numerosa estirpe: a qué se dedicaban sus miembros, su estado civil, sus costumbres, su reputación; dedicando especial atención a las mujeres solteras.

Tras muchas pesquisas, sus ojos se fijaron en una muchacha, apenas una niña, que parecía cumplir todos los requisitos: sencilla, alegre, discreta, inteligente y con una insaciable curiosidad, que la hacía destacar en todo lo que significara aprender.

Bastó con excitar la imaginación de la chica, y untar convenientemente los recelos de su familia con la dorada capa del dinero, para que María Rosa acabara estudiando en París, con una sustanciosa beca. Allí tampoco fue difícil propiciar un primer encuentro con su nieto Gastón, y, por suerte, un extraño magnetismo los convirtió en inseparables durante la estancia.

Pero ella tuvo que volver, y Violante creyó que su segunda oportunidad de salvar a su dinastía se esfumaba de repente. Ella había estado al corriente de todo, pero siempre en un segundo plano, de forma que nadie pudiera relacionarla con Gastón, y sacar conclusiones sobre sus verdaderas intenciones.

Sin embargo, cuando en el entierro de su nieto vio a la mujer y reconoció sus inconfundibles rasgos, Violante quiso comprobar si la semilla sembrada años atrás había dado su fruto, o había caído en terreno yermo. El aire cansado, la cara ojerosa, y la ligera curva de su vientre, de perfil, le hicieron concebir esperanzas, y unos meses después esas esperanzas se materializaron en un hermoso bebé, de pelo oscuros y grandes ojos azules.

24 abril 2007

La maldición del caballero amnésico

Knight and Death, una obra de Theodor Baierl
A duras penas pudo Gastón acercar las hojas a una distancia que le permitía distinguir las letras, y después tuvo que hacer el esfuerzo mental necesario para traducir el texto, plagado de arcaísmos, al francés contemporáneo. Decía, más o menos así:
"Se fueron las brumas del campo de batalla, descubriendo el sembrado de metal y sangre que cubría la vasta llanura donde se desarrollara la batalla. El angustioso silencio de la muerte, de la desolación total, se veía ahora cortado por nuestras voces, por el sonido metálico de las espadas, los escudos, y las armaduras tropezando mientras buscábamos objetos de valor entre cuerpos mutilados.
Esta era nuestra vida, y así ha sido siempre: un eterno vagar sin residencia fija, viviendo de la nada, de lo que otros rechazan; con el único abrigo de nuestras ancestrales costumbres, y de las rígidas normas de convivencia que nos caracterizan.

Allí estaba él, como un Héctor recién arrastrado, con las largas melenas mugrientas de polvo, barro y sangre, sus músculos morados y entumecidos, pero todavía hermosos. Los labios carnosos, partidos, tenían restos de sangre seca, y en el brazo izquierdo se veía el desgarro producido por una lanza. El yelmo, a unos metros de distancia, debía de haber caído con el golpe fatal, pero no se observaban heridas graves en la cabeza.

Ella se le quedó mirando un instante, con una mezcla de pena y lascivia, pues el hombre era apuesto incluso en aquellas lamentables condiciones, pero enseguida se dispuso a la tarea que tenía encomendada. Le retiró los restos de la armadura, buscando algún colgante, alguna cruz de oro, algo de valor; y al palpar su velludo pecho notó el débil latido de su corazón.

No tenía heridas graves, pero había perdido sangre y pasado mucho frío. Las ancianas del campamento negaban con la cabeza, dudando de su salvación, pero ella, Esperanza, tenía fe en su curación. Una semana entera pasó el herido en su mundo de sombras, entre calenturas y delirios, pronunciando palabras ininteligibles, pero al final abrió los ojos. Y lo primero que expresaron fue sorpresa. Después, miedo.

A los 10 días, el Patriarca ordenó levantar el campamento. El botín había sido cuantioso, pero allí ya no quedaba ni una brizna de hierba que registrar, y la descomposición de los cuerpos amenazaba la salud de la familia. El enfermo estaba todavía muy débil, pero ella le preparó acomodo en su carro, entre almohadones que amortiguaban el constante traqueteo del vehículo al transitar por el irregular camino.

La recuperación iba lenta entre tanto trasiego, pero la fortaleza del joven resistía bien estos cambios, y los cuidados de Esperanza eran un bálsamo mágico para su salud. El cuerpo iba recobrando el antiguo vigor perdido, pero, en cambio, el paciente parecía incapaz de articular una palabra. Pasaba la mitad del tiempo entre caras de asombro e incomprensión, tratando de comprender el lenguaje de sus cuidadores.

Cuando, al fin, recobró la fuerza suficiente para levantarse y caminar, Esperanza empleó gran cantidad de tiempo en hacerse comprender por palabras, e intentar que el caballero, a su vez, pronunciara las suyas. No resultó en vano, aunque se perdiera el encanto del primitivo lenguaje de los gestos, pues la comunicación ganó en riqueza, a medida que el hombre aprendía nuestro peculiar lenguaje.

Quedaba, sin embargo, un importante misterio por descubrir: su pasado. El hombre no recordaba su nombre, su procedencia, y no parecía reconocer ninguno de los idiomas que nosotros habíamos aprendido en el lento tránsito por los lugares donde pernoctábamos. Parecía proceder de algún lugar lejano, y ser de alta cuna, pues demostraba gran torpeza en los trabajos manuales que diariamente le eran encomendados.

Hubo que ponerle un nombre y le llamamos Miguel. Era un nombre simple para una persona misteriosa y compleja, pero él se empeñó en convertir en sencillez la imponente amenaza de su presencia física, y de su determinante mirada. Así consiguió vencer el recelo de todos los miembros del campamento. De todos, menos de una.

La madre de Esmeralda, la vieja Leónida, era conocedora de las viejas costumbres, y versada en las antiguas ciencias. Sabía echar las cartas, hacer conjuros y encantamientos, provocar abortos, y preparar venenos y antídotos, pero ante todo era madre y mujer. Vio la desgracia rondar sobre la cabeza de su hija nada más apreciar en sus ojos ese brillo especial, que bien conocía, cuando se reflejaba en ellos la cara del extranjero. Sabía que aquella historia terminaría mal, pero ni siquiera sus amplios poderes consiguieron vencer la fuerza del amor que había nacido en su hija.

A los pocos meses, Leónida supo que había pasado. La mirada de su hija ya no era la de aquella niña que correteaba entre muñecas y pucheros, saltando más que andando, y riendo a carcajadas por cualquier tontería. Tenía algo menos de chispa en sus ojos, la sonrisa más firme y serena, la tez menos roja, pero más rosada; se le notaba inmensamente feliz.

No se sorprendió cuando, asustada, le dijo que estaba embarazada, pero para entonces ya era tarde. Las leyes de la tribu eran severas, y si no se toleraba que una mujer no llegara virgen al matrimonio, menos todavía un hijo concebido con un extraño fuera del mismo. Eso significaba el ostracismo, la vergüenza de la mujer, que, o bien abandonaba el campamento por su propia cuenta, o su destino sería proporcionar ingresos al patriarca prostituyendo su cuerpo.

Leónida no quiso para su hija ese trato tan humillante, y les pidió que se fugaran, que abandonaran la gran familia antes de que la noticia se hiciera evidente, y así lo hicieron.
La madre ordenó a su hijo menor que los siguiera adonde fueran de forma discreta, y le informara de sus movimientos, pues pensaba que las desgracias de la pareja no iban a terminar ahí.


Esperanza y su caballero comenzaron a pasar dificultades, fuera del abrigo del campamento, pues el hombre no era demasiado ducho en ningún oficio, y a ella le resultaba cada vez más cansado su trabajo a causa de su gravidez. Iban de feria en feria, de burgo en burgo, intentando vender los productos que ellos mismos elaboraban. Quesos, mermeladas, hierbas aromáticas, aceites, ungüentos y perfumes salían de las manos de Esperanza, gracias a lo aprendido de su madre y otras mujeres del clan desde niña.

A las puertas del invierno, y con el embarazo muy desarrollado, entraron en el reino de los francos, y buscaron, cerca de Avignon, refugio para dar a luz y pasar la penosa estación. Les dieron cobijo unos labradores, vasallos del conde, a cambio tan solo de ayuda en las labores del campo. Allí, en aquella pequeña casa, nació Blanca.

La estancia en la ciudad se prolongó al menos 2 años. El caballero era de mucha ayuda a aquella familia, necesitada de brazos, y Esperanza enriqueció la despensa y la farmacia de sus anfitriones, creándose una buena amistad entre las dos familias que compartían los modestos aposentos. Pero una mala cosecha, y la presión del conde para cobrar su parte del grano recogido, hizo que el alimento se hiciera escaso, y Esperanza decidió volver a la trashumancia.

La vuelta a los caminos no fue tan traumática como la primera vez, y pronto los productos de la mujer fueron conocidos y apreciados en todos los mercados de la zona. El capital que iban reuniendo les hubiera permitido incluso, buscar una residencia permanente en los extramuros de algún burgo, donde cada vez más empezaba a instalarse una población de gente libre, maestros y oficiales de diferentes artes. Pero no hubo tiempo para eso.

Un día, mientras vendía mercancias a los sirvientes de un conde, Esperanza notó que se fijaban mucho en el padre de su hija, y cuchicheaban. Nada bueno podía esperarse de aquel comportamiento; pero el destino le reservaba el peor de los escenarios posibles cuando aquellos sirvientes volvieron, al cabo de unos meses, esta vez acompañados de alguaciles y soldados, llevándoselos presos al castillo del conde.

Allí, Esperanza descubrió el origen de su misterioso caballero. El hombre que amaba, el padre de su único hija, era el primogénito del propietario de aquel castillo, el heredero del vastro feudo en el que habían pasado los últimos años de su vida.

El anciano conde había perdido la esperanza de recobrar al hijo perdido en las cruzadas, y su vuelta le llenó de un gozo inmenso. Se celebraron justas y banquetes para festejar el regreso, pero tanto Esperanza como su hija las pasaron en las frías mazmorras del castillo. Así pagaba el noble a quien había salvado la vida de su hijo, y, aunque a la fuerza, se lo devolvía desde tierras tan lejanas.

La presencia de la gitana y del retoño eran incómodas para el dueño del castillo, pues éste ya había comprometido a su hijo con la hija del rey; y si la verdadera historia llegaba a oídos de su majestad, la operación se podía truncar, y, con ella, las perspectivas de bonanza económica para las maltrechas arcas del noble.

La situación se agravó cuando su hijo Godofredo, pues así se llamaba el joven, insistió en dar la libertad a la madre y a la hija, y en regularizar la situación con su casamiento. Entonces el noble concibió un plan para desembarazarse de la molesta compañía de forma definitiva.
El oído atento del hermano de Esperanza captó el momento en que el noble daba las siniestras instrucciones a su lugarteniente, y esa misma noche picó las espuelas del mejor rocín que pudo encontrar en las caballerizas del castillo, dirigiéndose en busca de su madre.

Mientras el hombre narraba a su progenitora la conversación robada, el Santo Oficio interrogaba a Esmeralda, acusándola de brujería. No fue difícil preparar las pruebas, los testigos, y conseguir una pena, pues, aunque ella negó cualquier trato con el demonio, era bien conocida en la región por el empleo de pociones y ungüentos de efectos considerados como milagrosos.

Cuando llegó Leónida, ya estaba la pira preparada, así como las gradas y el palco para las autoridades. Sobornando a los carceleros logró recuperar a su nieta, a quien su hijo puso rápidamente a salvo. Ella se quedó para ver el suplicio de su amada hija.

El conde miraba sonriente al verdugo mientras acercaba la tea ardiente a las ramas secas. Su hijo no había querido presenciar el fin de su amada, pero eso no importaba ahora. Se le pasaría; tiempo tendría de recapacitar, y más adelante, a buen seguro le agradecería su acción, pues el futuro casamiento iba a proporcionarles grandes prebendas y riquezas. Pensaba en ello y sonreía, mirando al numeroso público congregado, expectante por ver el sacrificio de la que ellos consideraban sierva del demonio.

De repente, una dura mirada consiguió retener la suya, y el conde pareció dudar. Leónida mantuvo su mirada insolente, y el noble aceptó el desafío. El público enmudeció. Era el momento que estaba esperando la mujer. Alzó su voz, potente y ronca, y dirigiéndose al anciano dijo:

- Yo te emplazo, a tí y a tus descendientes. Hoy el fuego destruirá a lo que más amo, pero otro fuego, lento e implacable, te destruirá a ti y al primogénito directo cada cuatro generaciones, hasta que uno de ellos consiga el amor de una de mi familia, y le restituya lo que tú hoy le niegas: tu fortuna y descendencia.

Un pasillo se abrió entre la gente, que, asustada, se apartaba de la vieja. Antes de irse, se paró para mirar como el resplandor de las llamas engullía a su hija, sin que un solo lamento escapara de su garganta.

La profecía se cumplió, y desde entonces, cada 100 años muere un primogénito, heredero de aquella familia. Así se dijo, y así se cumplirá hasta que uno de ellos se una a una de las nuestras, le dé un heredero y le restituya todos los bienes, que, en justicia, le correspondían a la hija de Esperanza."

Tras aquel texto, otro cuadernillo de gran extensión contenía los nombres de todos los que habían padecido la enfermedad, el apunte detallado de los síntomas y la evolución de la enfermedad de cada uno de ellos, hasta la del tatarabuelo de Gastón.

Su corazón le ahorró la lectura de estas últimas páginas.




20 abril 2007

La última noche


Cara a cara frente a sí mismo, a Gastón le bullía la cabeza, los pensamientos se amontonaban con prisa, temiendo no tener tiempo para ocupar sitio dentro de aquel cuerpo tan gastado; entre la falta de orden necesario para plasmar las ideas, y la dificultad de sus músculos y huesos para ejecutar cualquier orden de su cerebro, las hojas apenas se veían manchadas por unas pocas líneas de tinta negra.

Podía decirse que solamente su cerebro permanecía intacto: el resto de músculos y órganos tenía algún grado de incapacidad. El estómago, los riñones y el hígado apenas le funcionaban, los pulmones, oprimidos, todavía le permitían respirar, pero con mucha dificultad, y su corazón latía lentamente, pues prácticamente no tenía sangre que bombear.

Gastón, sin embargo estaba resignado: sabía que era el final, pero lo tenía asumido. Se había liberado, por fin, de la angustia inherente al destino que le aguardaba. En sus últimas horas se permitía una reflexión intensa, pero serena, sobre la vida y sobre la muerte.

¿Para qué había servido su vida? ¿A quién le importaría su muerte? La respuesta a esas cuestiones tantas veces planteadas se le antojaba ahora demasiado clara, desprovista ya de mentiras y autoengaños: para nada.

Era realmente un tipo prescindible, como millones y millones de personas, un minúsculo punto en el universo sin el cual éste girará de la misma forma que si no hubiera existido, una pequeña hebra de una gigantesca telaraña, una cuerda de una red de miles de nudos cuya resistencia apenas cambiará cuando desaparezca.

El, como todos, se había sentido único, diferente, especial, durante toda su vida. Desde su más tierna infancia hasta sus últimos días, había escuchado siempre más alabanzas que reproches, primero de parte de sus padres, después de sus compañeros y amigos, sintiéndose elevado un peldaño por encima del resto de los mortales, circunstancia que se preocupaba bien de ocultar a los ojos de la envidia de sus congéneres.

Bajado del escalón por la ingrata enfermedad que padecía, había recibido al final el impagable regalo de María Rosa, la cálida embriaguez del amor tardío, de la que ya no tenía tiempo ni ganas de despertar. Ella se le había entregado en cuerpo y almal, cuidando su cuerpo, pero aún más su espíritu, y Gastón se había desvivido también por hacerla feliz, a su manera, dentro de sus posibilidades.

Le había pedido la última noche a solas porque no deseaba que le viera terminar su vida; prefería dejarle el recuerdo de la última sonrisa, de la última mirada cariñosa, el dulce tacto de su cara, todavía intacta, rodeada por sus manos. Ella se resistió cuanto pudo; quería asistirle hasta el final, acompañarle en su último viaje, pero Gastón se mostró inflexible. Ahora se disponía a escribir esos versos que habían ido apareciendo y desapareciendo por su mente los últimos meses, esas rimas imposibles que nunca encajaban, y que ahora veía perfectamente enlazadas y en orden.

Días antes había escrito su testamento, dejando todos sus bienes a María Rosa. No se podía decir que poseyera una fortuna, pero el piso era de su propiedad, y los ahorros que había ido acumulando en su cuenta corriente, libre siempre de hipotecas y demás obligaciones, le permitirían una vida más relajada.

La luz del flexo resultaba asfixiante en aquella bochornosa noche de Agosto, en que ni una sola brisa de aire fresco quería entrar por la ventana. Estaba sudando; las gotas caían desde su frente en un goteo intermitente, que Gastón no podía parar. Finalmente consiguió apartar la luz de la vertical de su cabeza, y los rayos se detuvieron en un paquete de papeles en el que no había reparado hasta entonces. En el estricto orden interior que manejaba su mente, aquel haz estaba fuera de sitio. Estaba claro que él no lo había dejado allí: tenía que haber sido María Rosa.

Los papeles eran nuevos, pero parecían sucios, manchados. Al observar con más detenimiento pudo comprobar que eran documentos viejos, escritos a mano, que habían sido posteriormente escaneados, conservando el aspecto apergaminado del original.

En la portada, en letra cursiva finamente caligrafiada, aparecía el título de la obra, al parecer anónima, pues nadie había dejado firma, ni razón de sus posibles autores. El encabezamiento rezaba así:


La maldición del caballero amnésico

17 abril 2007

La luz de una vela


Volvió a ver la ciudad desde el Sacre Coeur, sin oponer resistencia a las lágrimas que se abrían paso por sus mejillas hacia las empinadas calles de Montmartre. Estaba muy débil, y la rigidez en todos sus miembros le entorpecía la mayor parte de sus movimientos. Vivía preso en un cuerpo hostil que le asfixiaba, pero se resistía todavía a agitar la bandera blanca de la rendición.

María Rosa no paraba de hablar todo el rato, pues era lo único que se le ocurría hacer cuando la situación era demasiado tensa para ella. Le hubiera gustado derramar todas las lágrimas que llevaba dentro, pero ante todo quería que Gastón pasara lo mejor posible lo que presumiblemente era su último día al aire libre.

Esa última semana habían recibido un rosario de visitas, avisadas por ella, que querían acercarse a ver a su pariente lejano, su amigo, su paisano. Los dos estaban ya cansados de frases hechas, de palabras de ánimo que no cuadraban con los preocupados semblantes, de buenos propósitos sin ningún fundamento. Necesitaban ese respiro, esa despedida serena, ese último testimonio de amor.

Pasaron todo el día así, callejeando por los alrededores, hasta que se hizo de noche. Ella preparó una cena frugal, le ayudó a ponerse el pijama, y le dejó de nuevo frente al escritorio, pero la despedida tuvo algo especial. En la mirada de Gastón había desaparecido el miedo, la inseguridad, hasta la rabia. En cambio, reinaban ahora la gratitud y la ternura, la serenidad y la calma producidas por la aceptación de los hechos. Era la mejor mirada que nunca le había dedicado.

A este envite respondió María Rosa con besos, abrazos, y, por fin, lágrimas. Era una despedida de estación de tren, pero sin ventanillas, vagones, ni pañuelos al aire.

- Hasta mañana, se dijeron.

Pero los dos sabían que quizá no hubiera mañana, que la vida de Gastón era ya la luz de una vela que consume los últimos centímetros de cera, dando la falsa impresión de que revive, justo antes de que se produzca su ocaso.

13 abril 2007

La sombra de la guadaña


La enfermedad avanzaba sin pausa, devorando lentamente el cuerpo de Gastón, y con él, su estado de ánimo, del que a duras penas podía rescatar María Rosa de su continua decadencia, con su incansable buen humor.

Las piernas ya no existirían para él si no fuera por el desagradable olor a putrefacción que desprendían. Su piel rígida y acartonada se veía rota en diferentes sitios, por los que salía un líquido acuoso, y ocasionalmente asomaban pequeños gusanos de color blanco. Caderas arriba, el color morado había invadido ya toda la superficie hasta llegar al cuello, acompañado de los consabidos dolores. Empezaba a notar cierta presión sobre su estómago, que le producía una sensación de hartazgo, por lo que apenas probaba bocado.

Había perdido peso, pero solamente se le notaba en la cara, pues el resto del cuerpo, pese al calor reinante de finales de Junio, lo llevaba pulcramente cubierto para ocultar sus miserias al resto de la humanidad, ahorrándose las letanías compasivas que hubiera escuchado de haber procedido como si nada le estuviera pasando.

Cada vez tenía menos ánimos para salir, pero María Rosa le insistía mucho. El empezaba cediendo a regañadientes a principio de la jornada, y terminaba dándole las gracias al final de la misma. Hoy se encontraban frente a la imponente fachada de Notre Dame, hablando de Esmeraldas y Quasimodos. Gastón le contó la historia de Jacobo de Molay, su quema en la hoguera muy cerca de allí, y la maldición que desde la pira funeraria dirigió a los responsables de su muerte.

Pensaba que quizá hubiera deseado una muerte así, cruel y rápida, aunque fuera dolorosa, antes que la lenta agonía que pacientemente soportaba. Se sentía víctima de una extraña maldición, del pago por unos pecados por él no cometidos, y la amargura le corroía aún más que sus males. Solamente la escritura le proporcionaba cierto desahogo, pero ahora se había vuelto abstracta, críptica, negra, como los grabados de Goya en su postrera etapa pictórica.

Diríase que cada noche de vigilia, la Muerte se apoyaba en el quicio de la puerta y derramaba la siniestra sombra de la guadaña sobre el inmaculado papel sobre el que Gastón vertía toda la bilis acumulada; pariendo textos ininteligibles, pero bellos, poemas agónicos, letras imposibles, como creadas para canciones de Nick Cave, desesperación y ternura.

11 abril 2007

De nuevo, París


- Y ahora, vamos a ducharnos, y a vestirnos, ¡rápido! ¡Vamos a dar una vuelta! ¡Enséñame París! Como si fuera la primera vez, interrumpió ella, intentando que no fijara su pensamiento en la historia que acababa de contarle.

Sabía que era imposible lograrlo, pero no le dejó ninguna posibilidad de réplica, ni de protesta; con gran dificultad se metieron en la bañera, y se ducharon. Sus manos le enjabonaron de arriba a abajo, exhaustivamente, buscando todos los rincones, acompañando con un leve masaje sus movimientos. Después ella se dejó hacer lo mismo, pero cuando las manos de Gastón buscaban los lugares más ardientes, ella le apartaba la mano con cariño.

- ¿Todavía no has tenido bastante sinvergüenza?, le dijo riendo. ¡Vamos, vamos! Que nos van a dar la hora de comer aquí dentro.

Después le ayudó a colocarse los pantalones, pues a él le costaba mucho trabajo embocar el pantalón dentro de sus rígidas extremidades. Tras la farragosa operación procedieron, ya cada uno por su lado, a terminar de vestirse, y salieron a la calle. La mañana estaba ya muy avanzada. Decidieron esta vez desplazarse en metro, con mayor frecuencia de trenes y facilidad de acceso que la red de cercanías.

La estación de Clichy tiene las paredes revestidas de trencadís cuidadosamente colocado, lo que le da un toque modernista muy acorde con el entorno bohemio de la zona. No estaba excesivamente concurrida a esas horas, pero tenía la presencia suficiente para apreciar el colorido de la gente que transitaba por ella. Se podrían contar más de media docena de nacionalidades entre las escasas personas que esperaban el tren; y otras tantas lenguas se confundían en una amalgama de comentarios insulsos, propios de los que no tienen tiempo ni ganas de empezar una conversación larga.

María Rosa quería sopa de ruta turística, y Gastón le dio dos tazas, con sus tropezones y todo: Torre Eiffel, campos de Marte, Trocadero, Arco del Triunfo, Campos Elíseos, Plaza de la Concordia, Tullerías, Louvre. Al llegar al célebre museo, ella estaba a punto de desmayarse de cansancio, y él se retorcía en la silla incómodo, pero feliz.

Su ciudad le llenaba, la estaba descubriendo de nuevo, como si fuera otro amor que también volvía después de mucho tiempo; observaba cada detalle arquitectónico, cada brizna de hierba, el eterno horizonte plagado de hermosos edificios surcados, como si de un caprichoso camino se tratara, por el omnipresente Sena.

Intentaba apurar cada instante como si fuera el último, y tal vez así era, pero estaba convencido de que, puestos a morir, era mejor morir viviendo, y aquello, para él era vida, la mejor que en esos momentos podía vivir.

Frente a la celebérrima pirámide de cristal, ambos sabían que tenían que volver a casa, y no se hicieron demasiado de rogar. La vuelta fue silenciosa; se dieron un tiempo para saborear el último regusto de sus recuerdos, el amargo café de la realidad sangrante, del futuro negro.

Al despedirse, Gastón le cogió de las manos, le miró a los ojos y sonriendo, le dijo:

- Gracias, muchas gracias. No sabes cuanto necesitaba hacer esto...
- Oye, oye, no te me pongas dramático ahora, que mañana volvemos, ¡eh!, pero con alguna paradita más, niño, que estoy reventada.

Ella se fue al hotel, y él, casi sin comer, se dirigió a su escritorio y se puso a escribir. Quiso continuar con su estrenado diario, pero pronto su mente se dirigió por el camino que lleva dentro de uno mismo, escarbó más hondo, y se sorprendió escribiendo sobre sus sentimientos. Las palabras salían de forma fluida, y se plasmaban de forma armoniosa, melódica, sobre el papel. Dicen que es más fácil escribir sobre la tristeza, pero él descubrió esa noche que, encontrando ese ritmo diferente, más suave, con menos sobresaltos, que tiene la alegría, la poesía brotaba de su mano con la misma facilidad que se tararea una canción pegadiza.

Los días se sucedieron así, con visitas diarias a los diferentes rincones de París, con sexo ocasional no planeado, con ternura, complicidad, y largas noches de vigilia frente a páginas en blanco que se iban llenando de textos hermosos, a veces, y otras, de terribles párrafos repletos de amargura y negros presagios.

Porque la enfermedad avanzaba, iba anulando miembros, pudriendo la carne, y, a duras penas respetaba los órganos vitales. ¿Por cuanto tiempo? Los dos sabían que ya no quedaba demasiado.

02 abril 2007

Una larga historia


Los momentos posteriores a ese primer beso fueron frenéticos, como una galerna en el mar, que agita las olas, las sube hasta el infinito y las baja de golpe, que rompe la más tenebrosa oscuridad con destellos de brillante luz que iluminándolo todo durante segundos para volver a la negra espesura de la nada, que transforma a los orgullosos transatlánticos en simples marionetas manejadas al azar por los siniestros dedos de la naturaleza.

Ellos se sentían así, como dos sencillos peluches de trapo, movidos por los dedos invisibles de sus pasiones, protagonistas de una obra de teatro surrealista, pero con la fuerza de las mayores tragedias románticas. Y la representación terminaba, como era de esperar, con dos rostros felices, dos cuerpos entrelazados compartiendo tiernas caricias, dos corazones acelerados bajando revoluciones.

Cuando éstas estuvieron lo suficientemente bajas, María Rosa dedicó algo de tiempo en observar las piernas de Gastón, y a la inutil tarea de acariciarlas, disimulando el asco que le producía su aspecto descompuesto y pútrido. Pronto dejó de hacerlo, pues sentía que estaba metiendo demasiado el dedo en una úlcera sangrante, pero Gastón guardó silencio, un silencio tenso, meditado, que resolvió con una inesperada pregunta:

- María Rosa, ¿por qué estás aquí?
- Te lo dije, ¿no? Estaba de vacaciones y decidí venir a verte, dijo ella no muy convencida.
- Pero tú no sabías nada, ¿verdad? ¿Te dijo alguien lo que me pasaba?
- No, nadie me dijo nada, contestó ella evasivamente.
- Pero tú lo sabías. Si no, no estarías aquí. Dime la verdad, anda, suplicó él.
- Pues... Sí, lo sabía. Verás, es una larga historia. Y no sé si me creerás.
- Cuéntamela, ahora no me puedes dejar con las ganas...
- Te lo contaré, pero no todo. No te lo puedo contar todo. Prométeme que no me harás contar más de lo que deba.
- ¡Qué remedio me queda! Empieza.
- Pues verás:
"Hace unos años conocí a un chico estupendo, un tal Gastón. Al principio pensé que iba a ser un amor de temporada, el típico rollo que termina con las vacaciones, pero terminé enamorándome de él como nunca antes. Llegó el día de la despedida, y fue uno de los más tristes de mi vida. Aparte del dolor de la separación, ví una señal, un mal augurio, unas manchas en el café que habían aparecido otras veces, pero que se repetían cada vez con más frecuencia, y con mayor nitidez. Yo no sabía realmente qué significaban, aunque estaba segura de que era algo malo.
A la vuelta a España, le conté a mi madre lo que había visto en la taza. Como creo que te dije alguna vez, ella sabe mucho sobre ciencias ocultas, por llamarlo de alguna forma. Cuando le describí lo que había visto se puso muy seria, me miró con esos ojos tan profundos, que parecen estar en otro sitio, y sentí miedo.
Me preguntó quién eras, cómo te había conocido, y lo que sentía por ti. Se lo conté todo. Ella me hizo una pregunta más:

¿Harías lo que hiciera falta por él?, contesta con sinceridad.

Y yo le dije que sí.

Entonces ella me habló de una extraña enfermedad, muy rara, poco estudiada por los científicos, o nada, pues se daba un caso al siglo, o menos incluso, y se solía confundir con otros males, o simplemente se olvidaba al no aparecer más casos. Sin embargo, existía otra ciencia, esa a la que se recurre siempre cuando falla la primera, que sí había ido documentando todos los casos aparecidos durante miles de años.

En un cuaderno muy viejo, escrito a mano, y con muchos grabados, describía de forma muy clara tu enfermedad, sus fases, y la evolución en el tiempo. Es un mal de nacimiento y curiosamente se da siempre en personas extraordinarias. El desarrollo siempre es el mismo. Por eso supe cuando tenía que estar aquí. Y ya no te puedo contar más."