24 abril 2007

La maldición del caballero amnésico

Knight and Death, una obra de Theodor Baierl
A duras penas pudo Gastón acercar las hojas a una distancia que le permitía distinguir las letras, y después tuvo que hacer el esfuerzo mental necesario para traducir el texto, plagado de arcaísmos, al francés contemporáneo. Decía, más o menos así:
"Se fueron las brumas del campo de batalla, descubriendo el sembrado de metal y sangre que cubría la vasta llanura donde se desarrollara la batalla. El angustioso silencio de la muerte, de la desolación total, se veía ahora cortado por nuestras voces, por el sonido metálico de las espadas, los escudos, y las armaduras tropezando mientras buscábamos objetos de valor entre cuerpos mutilados.
Esta era nuestra vida, y así ha sido siempre: un eterno vagar sin residencia fija, viviendo de la nada, de lo que otros rechazan; con el único abrigo de nuestras ancestrales costumbres, y de las rígidas normas de convivencia que nos caracterizan.

Allí estaba él, como un Héctor recién arrastrado, con las largas melenas mugrientas de polvo, barro y sangre, sus músculos morados y entumecidos, pero todavía hermosos. Los labios carnosos, partidos, tenían restos de sangre seca, y en el brazo izquierdo se veía el desgarro producido por una lanza. El yelmo, a unos metros de distancia, debía de haber caído con el golpe fatal, pero no se observaban heridas graves en la cabeza.

Ella se le quedó mirando un instante, con una mezcla de pena y lascivia, pues el hombre era apuesto incluso en aquellas lamentables condiciones, pero enseguida se dispuso a la tarea que tenía encomendada. Le retiró los restos de la armadura, buscando algún colgante, alguna cruz de oro, algo de valor; y al palpar su velludo pecho notó el débil latido de su corazón.

No tenía heridas graves, pero había perdido sangre y pasado mucho frío. Las ancianas del campamento negaban con la cabeza, dudando de su salvación, pero ella, Esperanza, tenía fe en su curación. Una semana entera pasó el herido en su mundo de sombras, entre calenturas y delirios, pronunciando palabras ininteligibles, pero al final abrió los ojos. Y lo primero que expresaron fue sorpresa. Después, miedo.

A los 10 días, el Patriarca ordenó levantar el campamento. El botín había sido cuantioso, pero allí ya no quedaba ni una brizna de hierba que registrar, y la descomposición de los cuerpos amenazaba la salud de la familia. El enfermo estaba todavía muy débil, pero ella le preparó acomodo en su carro, entre almohadones que amortiguaban el constante traqueteo del vehículo al transitar por el irregular camino.

La recuperación iba lenta entre tanto trasiego, pero la fortaleza del joven resistía bien estos cambios, y los cuidados de Esperanza eran un bálsamo mágico para su salud. El cuerpo iba recobrando el antiguo vigor perdido, pero, en cambio, el paciente parecía incapaz de articular una palabra. Pasaba la mitad del tiempo entre caras de asombro e incomprensión, tratando de comprender el lenguaje de sus cuidadores.

Cuando, al fin, recobró la fuerza suficiente para levantarse y caminar, Esperanza empleó gran cantidad de tiempo en hacerse comprender por palabras, e intentar que el caballero, a su vez, pronunciara las suyas. No resultó en vano, aunque se perdiera el encanto del primitivo lenguaje de los gestos, pues la comunicación ganó en riqueza, a medida que el hombre aprendía nuestro peculiar lenguaje.

Quedaba, sin embargo, un importante misterio por descubrir: su pasado. El hombre no recordaba su nombre, su procedencia, y no parecía reconocer ninguno de los idiomas que nosotros habíamos aprendido en el lento tránsito por los lugares donde pernoctábamos. Parecía proceder de algún lugar lejano, y ser de alta cuna, pues demostraba gran torpeza en los trabajos manuales que diariamente le eran encomendados.

Hubo que ponerle un nombre y le llamamos Miguel. Era un nombre simple para una persona misteriosa y compleja, pero él se empeñó en convertir en sencillez la imponente amenaza de su presencia física, y de su determinante mirada. Así consiguió vencer el recelo de todos los miembros del campamento. De todos, menos de una.

La madre de Esmeralda, la vieja Leónida, era conocedora de las viejas costumbres, y versada en las antiguas ciencias. Sabía echar las cartas, hacer conjuros y encantamientos, provocar abortos, y preparar venenos y antídotos, pero ante todo era madre y mujer. Vio la desgracia rondar sobre la cabeza de su hija nada más apreciar en sus ojos ese brillo especial, que bien conocía, cuando se reflejaba en ellos la cara del extranjero. Sabía que aquella historia terminaría mal, pero ni siquiera sus amplios poderes consiguieron vencer la fuerza del amor que había nacido en su hija.

A los pocos meses, Leónida supo que había pasado. La mirada de su hija ya no era la de aquella niña que correteaba entre muñecas y pucheros, saltando más que andando, y riendo a carcajadas por cualquier tontería. Tenía algo menos de chispa en sus ojos, la sonrisa más firme y serena, la tez menos roja, pero más rosada; se le notaba inmensamente feliz.

No se sorprendió cuando, asustada, le dijo que estaba embarazada, pero para entonces ya era tarde. Las leyes de la tribu eran severas, y si no se toleraba que una mujer no llegara virgen al matrimonio, menos todavía un hijo concebido con un extraño fuera del mismo. Eso significaba el ostracismo, la vergüenza de la mujer, que, o bien abandonaba el campamento por su propia cuenta, o su destino sería proporcionar ingresos al patriarca prostituyendo su cuerpo.

Leónida no quiso para su hija ese trato tan humillante, y les pidió que se fugaran, que abandonaran la gran familia antes de que la noticia se hiciera evidente, y así lo hicieron.
La madre ordenó a su hijo menor que los siguiera adonde fueran de forma discreta, y le informara de sus movimientos, pues pensaba que las desgracias de la pareja no iban a terminar ahí.


Esperanza y su caballero comenzaron a pasar dificultades, fuera del abrigo del campamento, pues el hombre no era demasiado ducho en ningún oficio, y a ella le resultaba cada vez más cansado su trabajo a causa de su gravidez. Iban de feria en feria, de burgo en burgo, intentando vender los productos que ellos mismos elaboraban. Quesos, mermeladas, hierbas aromáticas, aceites, ungüentos y perfumes salían de las manos de Esperanza, gracias a lo aprendido de su madre y otras mujeres del clan desde niña.

A las puertas del invierno, y con el embarazo muy desarrollado, entraron en el reino de los francos, y buscaron, cerca de Avignon, refugio para dar a luz y pasar la penosa estación. Les dieron cobijo unos labradores, vasallos del conde, a cambio tan solo de ayuda en las labores del campo. Allí, en aquella pequeña casa, nació Blanca.

La estancia en la ciudad se prolongó al menos 2 años. El caballero era de mucha ayuda a aquella familia, necesitada de brazos, y Esperanza enriqueció la despensa y la farmacia de sus anfitriones, creándose una buena amistad entre las dos familias que compartían los modestos aposentos. Pero una mala cosecha, y la presión del conde para cobrar su parte del grano recogido, hizo que el alimento se hiciera escaso, y Esperanza decidió volver a la trashumancia.

La vuelta a los caminos no fue tan traumática como la primera vez, y pronto los productos de la mujer fueron conocidos y apreciados en todos los mercados de la zona. El capital que iban reuniendo les hubiera permitido incluso, buscar una residencia permanente en los extramuros de algún burgo, donde cada vez más empezaba a instalarse una población de gente libre, maestros y oficiales de diferentes artes. Pero no hubo tiempo para eso.

Un día, mientras vendía mercancias a los sirvientes de un conde, Esperanza notó que se fijaban mucho en el padre de su hija, y cuchicheaban. Nada bueno podía esperarse de aquel comportamiento; pero el destino le reservaba el peor de los escenarios posibles cuando aquellos sirvientes volvieron, al cabo de unos meses, esta vez acompañados de alguaciles y soldados, llevándoselos presos al castillo del conde.

Allí, Esperanza descubrió el origen de su misterioso caballero. El hombre que amaba, el padre de su único hija, era el primogénito del propietario de aquel castillo, el heredero del vastro feudo en el que habían pasado los últimos años de su vida.

El anciano conde había perdido la esperanza de recobrar al hijo perdido en las cruzadas, y su vuelta le llenó de un gozo inmenso. Se celebraron justas y banquetes para festejar el regreso, pero tanto Esperanza como su hija las pasaron en las frías mazmorras del castillo. Así pagaba el noble a quien había salvado la vida de su hijo, y, aunque a la fuerza, se lo devolvía desde tierras tan lejanas.

La presencia de la gitana y del retoño eran incómodas para el dueño del castillo, pues éste ya había comprometido a su hijo con la hija del rey; y si la verdadera historia llegaba a oídos de su majestad, la operación se podía truncar, y, con ella, las perspectivas de bonanza económica para las maltrechas arcas del noble.

La situación se agravó cuando su hijo Godofredo, pues así se llamaba el joven, insistió en dar la libertad a la madre y a la hija, y en regularizar la situación con su casamiento. Entonces el noble concibió un plan para desembarazarse de la molesta compañía de forma definitiva.
El oído atento del hermano de Esperanza captó el momento en que el noble daba las siniestras instrucciones a su lugarteniente, y esa misma noche picó las espuelas del mejor rocín que pudo encontrar en las caballerizas del castillo, dirigiéndose en busca de su madre.

Mientras el hombre narraba a su progenitora la conversación robada, el Santo Oficio interrogaba a Esmeralda, acusándola de brujería. No fue difícil preparar las pruebas, los testigos, y conseguir una pena, pues, aunque ella negó cualquier trato con el demonio, era bien conocida en la región por el empleo de pociones y ungüentos de efectos considerados como milagrosos.

Cuando llegó Leónida, ya estaba la pira preparada, así como las gradas y el palco para las autoridades. Sobornando a los carceleros logró recuperar a su nieta, a quien su hijo puso rápidamente a salvo. Ella se quedó para ver el suplicio de su amada hija.

El conde miraba sonriente al verdugo mientras acercaba la tea ardiente a las ramas secas. Su hijo no había querido presenciar el fin de su amada, pero eso no importaba ahora. Se le pasaría; tiempo tendría de recapacitar, y más adelante, a buen seguro le agradecería su acción, pues el futuro casamiento iba a proporcionarles grandes prebendas y riquezas. Pensaba en ello y sonreía, mirando al numeroso público congregado, expectante por ver el sacrificio de la que ellos consideraban sierva del demonio.

De repente, una dura mirada consiguió retener la suya, y el conde pareció dudar. Leónida mantuvo su mirada insolente, y el noble aceptó el desafío. El público enmudeció. Era el momento que estaba esperando la mujer. Alzó su voz, potente y ronca, y dirigiéndose al anciano dijo:

- Yo te emplazo, a tí y a tus descendientes. Hoy el fuego destruirá a lo que más amo, pero otro fuego, lento e implacable, te destruirá a ti y al primogénito directo cada cuatro generaciones, hasta que uno de ellos consiga el amor de una de mi familia, y le restituya lo que tú hoy le niegas: tu fortuna y descendencia.

Un pasillo se abrió entre la gente, que, asustada, se apartaba de la vieja. Antes de irse, se paró para mirar como el resplandor de las llamas engullía a su hija, sin que un solo lamento escapara de su garganta.

La profecía se cumplió, y desde entonces, cada 100 años muere un primogénito, heredero de aquella familia. Así se dijo, y así se cumplirá hasta que uno de ellos se una a una de las nuestras, le dé un heredero y le restituya todos los bienes, que, en justicia, le correspondían a la hija de Esperanza."

Tras aquel texto, otro cuadernillo de gran extensión contenía los nombres de todos los que habían padecido la enfermedad, el apunte detallado de los síntomas y la evolución de la enfermedad de cada uno de ellos, hasta la del tatarabuelo de Gastón.

Su corazón le ahorró la lectura de estas últimas páginas.




12 comentarios:

  1. Vaya.. Esperanza, bonito nombre para acabar finalizándo sus dias así. Debo reconocer que esperaba un final diferente, quizás Godofredo saltando a las llamas para salvar a su amada o una pizca de compasión por parte del conde. Pero, en el fondo, la realidad es así, no hay cabida para la esperanza...

    Un placer leerte, Juanjo

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  2. No me imaginaba un final así ni por asomo. Sabíamos que Gastón iba a morir, pero no el origen y la compleja historia de su enfermedad.

    Mis más sinceras felicitaciones, Juanjo.



    Un beso dulce

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  3. ¿Por qué dices despegados? Quizá te refieras a que el final nos ha pillado un poco de improvisto ;)

    Llevas razón cuando dices que hay historias que terminan antes de que se hayan escrito las últimas letras...


    Esperamos el epílogo!



    Un beso dulce

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  4. Ufff, me he tenido que poner al día de un buen tirón. A mi también me ha sorprendido este final... aunque en las buenas novelas y películas son odiosos los finales previsibles! Y ahora qué???

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  5. muy bueno,
    me gustan las historias de guerreros y esas cosas, metidas en ese contar.
    Tambien la fuerza impresa en los personajes, hay sangre y lágrimas.
    un aplauso!
    clap clap

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  6. Anónimo9:34 a. m.

    Una maldición... cómo se puede luchar contra una maldición cuando ni tú mismo sabes el porqué de padecerla? cuándo te viene heredadda por pecados cometidos por tus antepasados? acaso hay mayor injusticia, o es que la sangre es el vínculo único para darnos o quitarnos la felcicidad?
    Salvalo paisano, esto ya se ha convertido en una pequeña obsesión.

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  7. Anónimo10:14 a. m.

    Felicidades. El relato es realmente increible.
    Un beso, solete.

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  8. Anónimo11:47 a. m.

    Otra vez más acaparas con tus letras mis retinas y toda mi atención, tienes el don de atrapar...brillante!!, solo una cosa dices en alguna parte del texto Esmeralda en vez de Esperanza....ambas dicen que son verdes, ¿te diste cuenta? ¿o lo pusiste adrede?....
    Abrazos desde la admiración

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  9. Anónimo9:02 a. m.

    De nada Juanjo!, un placer poder ser útil...jejejej, mil besiños i molt bon cap de setmana!!!

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  10. Un final inesperado, pero cuantas cosas cosas hay en la vida que son inesperadas y tenemos que aceptarlas.
    Un relato genial

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  11. ole, ole, y ole....
    qué bien escribes!
    fantástica historia, me ha enamorado.
    Vaya giro, nunca lo habría imaginado:una maldición! estupendo Juanjo, te felicito, estas construyendo una historia fascinante.

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  12. Pero qué os dan de comer que sois tan buenos escribiendo?? me muero de envidiaaaaaaa.

    Envidias a parte, mi más sincera enhorabuena por el relato.
    besos fuertes.

    Ciao ciao.

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