31 octubre 2007

Deliberada ausencia



El desplante de la chica me dejó tocado, algo que a la larga traería amargas consecuencias. No sé como fui tan estúpido, con lo listo que me creo. Después de mi larga demostración de lo poco sensible que podía yo ser ante unos ojos acuosos y una historia lacrimógena, a ella le bastó sólo una frase y un gesto para introducir una cuña en mi falsa seguridad de "chico de vuelta de todo".
Esa cuña se fue hundiendo un poco más tras dos semanas de ausencia por los lugares donde antes solíamos coincidir, tiempo que intenté aprovechar para averiguar algo más de Sergio Bertomeu; aunque de sobra sabía de su paradero. ¿Reuniría el valor suficiente para comunicarle a la mujer su fallecimiento cuando la encontrara? De hacerlo, probablemente terminaría el contacto con ella, algo que, aunque me negaba a reconocer, empezaba a desear cada vez con más ganas.

Tras dos semanas, ella se volvió a hacer visible, pero... no para todos. Sucedió algo muy extraño. Yo había quedado con unos amigos, y estábamos en una divertida discusión. El fútbol, ya se sabe. Las frases mortificantes se respondían con otras del mismo estilo, apoyadas siempre con radiantes sonrisas. El tono subía, pero todos sabíamos que no iba a llegar la sangre al río, pues este tipo de tertulias eran muy habituales entre nosotros. Al final, lo que parecían odios encarnizados se disolvían ante el paso de una rubia, o delante de unos dardos, unos naipes o un cubilete. Esta vez fue ella quien pasó, con sus tacones y su vestido largo ceñido, a dos palmos de mí, arqueando las cejas como todo saludo. Yo debí quedarme blanco, pues, de repente, todos se me quedaron mirando unos segundos, y después prorrumpieron en carcajadas. Yo traté de disimular todo lo posible, evitando que los colores me subieran a la cara, y solté una frase para quitar el hierro:

-¿De qué os reís, mamones? No me digáis que veis a tías así todos los días.

Entonces, fueron ellos los que se callaron de golpe, y empezaron a girar sus cuellos, buscando por toda la sala.

- ¿Tías? ¿Qué tías? ¿Se nos ha escapado algo?

- Joder. No me digáis que no la habéis visto. Pero si ha pasado a un centímetro de vuestras caras.

- Chaval, no intentes quedarte con nosotros. Dinos que le has echado al gin-tonic, ¿limón jamaicano?

El caso es que Concha, como es habitual en ella, había desaparecido, y me fue imposible demostrarles que una mujer espectacular había pasado delante de sus narices dos veces seguidas sin que ellos la vieran.

25 octubre 2007

Decepcionante entrevista


No sé si se me notó el gesto de sorpresa, a pesar de que hice todo lo posible por disimularlo, pero ella pareció no darse cuenta. Prosiguió su narración sin más interrupciones de las que yo le producía para preguntar algunos detalles:

- Lo conocía hace unos meses en un pub y nos caímos bien. Daba la casualidad que él era de fuera, como yo, y estaba realizando un trabajo de investigación, me dijo, algo sobre la muerte del bandolero Pernales, que está enterrado en el cementerio de la ciudad....

- Eso lo sé -interrumpí- no olvides que soy de aquí.

- Claro, lo había olvidado. Pues bien, Sergio era periodista e investigaba la aparición de las flores en la tumba de Pernales en el aniversario de su muerte. Creía que había algo misterioso en ese hecho, una especie de enigma oculto detrás de un simple homenaje de algún familiar o simpatizante. ¿Qué exagerado no?

- Bueno, yo nunca he tenido ninguna curiosidad por el tema -dije- aunque no era del todo cierto.

- Pues él sí, y a medida que profundizaba en el tema y no encontraba respuestas convincentes, se fue obsesionando más y más.

- ¿Y?

- Y yo iba sintiendo cada vez más atracción por él; su aspecto agotado, desvalido, derrotado me encogía el corazón. Quería ayudarlo, pero no sabía muy bien cómo. Su conversación era escasa, y no tardaba mucho tiempo en llegar al tema que lo consumía por dentro. A pesar de todo, tenía una especie de extraña luz en la mirada, un brillo que parecía salir desde dentro de su interior, que expresaba una invencible determinación en la consecución de sus objetivos. Si un día lo veías fracasado, a punto de abandonarlo todo, al día siguiente volvía con ánimos renovados, con una sonrisa especial, resplandeciente. Esos días estaba irresistible.

- Imagino que no habrá venido a contarme lo guapo que era -interrumpí cansado de tantos rodeos-.

- Sin embargo lo era -dijo ella con retintín, disimulando su irritación por mi respuesta-.

- Ya me figuro. Pero ve al grano, si no te importa, -dije más amablemente-. Todos tenemos cosas que hacer.

- Vale, vale. Te ahorraré algunos detalles. Para intentar llamar su atención disimulé interés por lo que estaba haciendo. Decidía ayudarle en la búsqueda; era la única manera de entrar en su vida.

- ¿Y tuviste éxito?

- La verdad es que no. No conseguimos averiguar la verdad. Al final, desesperados por nuestros fracasos, no se nos ocurrió otra cosa que ir al cementerio la noche en la que se suponía ocurría el hecho misterioso.

- Muy romántico. ¿Y qué pasó?

- Pues aunque no lo creas, sí, fue así, muy romántico. Esa noche estaba diferente. Yo creo que se había convencido de que iba a resolver el enigma; se le veía radiante, lleno de optimismo. Aunque parezca mentira, el tema que le obsesionaba, parecía ya superado. Estuvimos mucho rato esperando, a la luz de la luna llena, y hablamos de todo. Me contó muchas cosas suyas, de su vida, y yo de la mía. Me confesó su atracción por mí, después su deseo. ¡Dijo cosas tan bonitas esa noche! Palabras que hacía mucho tiempo que nadie me decía. De repente, movido por un impulso, se levantó y me pidió que le esperara. Me iba a dar una sorpresa.

- Iría a la farmacia, supongo -dije, soportando su mirada de ira-

- No, fue a buscar flores. Pero tuvo un accidente. Vino tambaleándose, ensangrentado y polvoriento. Yo quise recompensar a mi héroe como se merecía, pero cuando iba a besarle... ¡se desmayó! Entonces fui yo quien fue a la farmacia.

- Ja,ja,ja. Eso sí que tiene gracia. ¿No sería algo serio?

- Pues la verdad es que no lo sé. Cuando llegué con el médico, él ya no estaba. Por eso estoy yo aquí. No sé nada de él desde entonces y estoy preocupada.

- Y yo, sigo sin saber en qué te puedo ayudar.

- ¡Vaya! Veo que no eres el hombre que estoy buscando -dijo ella despectiva-

Se levantó, me tendió la mano, giró sobre sus tacones, y salió lentamente del despacho, dejando que mi mirada se recreara en el balanceo de sus caderas, mientras mi cabeza se dolía de los excesos nocturnos, y mi orgullo del golpe encajado.

22 octubre 2007

El enemigo en casa


Era un viernes por la mañana. Yo había salido la noche anterior: una cena improvisada con viejos amigos, compañeros de la Facultad, con los que periódicamente me veía. Algunos de ellos, casados y con hijos, se habían tomado el evento con ganas, y aprovechando la oportunidad que se les brindaba decidieron alargarla lo más posible, arrastrando a la mayoría del personal, entre ellos, por supuesto, a mí, que para eso me apunto a cualquier bombardeo. Dado que mis obligaciones no me permiten demorar la hora de entrada en el trabajo, estaba yo recostado en mi sillón, dejando que mi cabeza, ligeramente ladeada, se apoyara de forma que era prácticamente imposible la caída hacia adelante por su propio peso en caso de que el sueño finalmente me venciera, algo que probablemente hubiera ocurrido de no tener el insoportable dolor de cabeza que me torturaba, haciéndome recordar uno por uno los gin-tonics ingeridos.

En ese momento de lastimero letargo debió entrar ella, tras ser anunciada, hechos ambos que no recuerdo, sin que ello suponga prueba ninguna de que no hayan sucedido.El caso es que, en el momento que entreabría los ojos, tras un par de cabezadas a duras penas reprimidas, allí la vi, sentada en el sillón de enfrente, con los ojos verdes bien abiertos, bajo ese excitante abanico que formaban sus largas pestañas bajo el fino arco de sus cejas. Sus labios, vigorosamente pintados de rojo carmín, se cerraban en ese momento tras, lo que deduje, eran unas palabras de saludo, al que yo respondí con un formal en el lenguaje, pero descuidado en la expresión:
- Buenos días. ¿Qué le trae por aquí?
- Verá. Estoy buscando un hombre. Un amigo mío, que desapareció en misteriosas circunstancias, y del que no he vuelto a saber.
- No sé si le podré ayudar -le dije algo intrigado-, yo soy abogado, no investigador privado.
- Bueno, investigar forma parte de su trabajo, ¿no?
- No exactamente, pero bueno, es igual, dígame de que se trate y veré lo que puedo hacer, señorita...
- Concha, Concha Fernández. Y por favor, tutéame.
- De acuerdo, dime. ¿De quién se trata?
- Su nombre es Sergio Bertomeu. Lo conocí hace unos meses en un pub...

16 octubre 2007

Agonía


Tuve la mala suerte de encontrármelo al salir de casa. Sí, así fue como conocí a Sergio Bertomeu. Yo fui quien lo llevó al hospital, aunque poco pude hacer para salvar su vida. Sufría un agudo ataque al corazón, y pese a que consiguieron reanimarlo en un primer momento, no pudo resistir el segundo envite. Permanecí en todo momento con él, asistiendo a su cruel agonía, observando su frente contrita, sus ojos desorbitados y labios temblorosos en los momentos en que permanecía consciente. A ratos deliraba, balbuceaba frases inconexas, palabras sin sentido, nombres desconocidos. Sólo pude entender algo sobre una mujer, pues esa frase fue la última que pronunció antes de caer retorciéndose del dolor de sus últimos espasmos:

- Ella, ella... Ella no es lo que parece. No confíes, no...

Era el primer día después de las vacaciones, mi primer día de trabajo, y no pude incorporarme hasta el mediodía, una vez concluidos los dolorosos trámites, dejando al finado con un familiar, localizado a duras penas. Como es fácil imaginar, pasé la tarde mirando el papel que tenía encima de la mesa sin verlo: el suceso me había conmocionado profundamente. Así fueron pasando días, semanas, meses... El recuerdo terrible de los últimos momentos de Sergio Bertomeu me iba abandonando, se difuminaba; aunque volvía con la suficiente nitidez cada cierto tiempo, la frecuencia era cada vez menor.

Otra aparición fue reemplazando a la imagen agónica del periodista. Era una mujer, una misteriosa mujer. Os ahorraré las descripciones. Creo que ya imagináis de quien se trata. Era ella, sí, pero yo entonces no lo sabía. Y creédme, no fue su singular belleza, que no negaré, la que me atrajo. Fue realmente la curiosidad, la certeza de que había un misterio que descubrir detrás de esa extraña combinación de miradas intensas y huidizas, de apariciones y desapariciones, de tiras y aflojas. Por supuesto, era perfectamente consciente de la red de seducción que ella intentaba lanzar a mis pies para que me enredara poco a poco sin darme cuenta, pero era una especie de reto que deseaba aceptar, un guante blanco lanzado, que pedía ser recogido y devuelto en el campo de batalla del deseo y la pasión.

Yo no soy tan impresionable como Sergio. Como he dicho, la exótica belleza de la muchacha no bastaba para hacerme perder el control de la partida, y sus escenificadas maniobras de atención conseguían divertirme más que otra cosa. Hubiera sido más eficaz un ataque directo, inesperado, seguido de una noche de intensa lujuria. Eso me hubiera convencido antes; pero ella tenía decidido emplear su audacia de otra forma, menos excitante, pero no por ello menos sorprendente: vino a verme a mi despacho.

15 octubre 2007

Las lágrimas de Sant Miquel



- ¿Te acuerdas?
- Sí claro, como me voy a olvidar. No me olvidaré mientras viva.

Los dos amigos, recién separados de su abrazo, se miran ahora con la sonrisa en los labios. El tiempo los ha reunido en el km. 0 del famoso camino, el sendero de la Luna LLena.

- ¿Qué mal lo pasamos, verdad? Nunca pensé que lo conseguiríamos.
- Pero lo hicimos. ¿Quién se acuerda ahora de todo aquel sufrimiento?
- Pues yo, claro. Y apuesto a que tú también. La satisfacción de la llegada a meta no me quita el recuerdo del dolor: el dolor del camino y el de los días siguientes. Me costó un mes recuperarme.
- Y a mí también, pero he borrado eso de mi memoria. Solamente veo el premio de la llegada: esa montaña casi sagrada, alfombrada de verde, como un prado suizo, en pleno mes de Mayo. Y las voces de la gente dándonos ánimos, a pesar de que apenas podíamos caminar, y de que llegábamos casi fuera de control. Recuerdo el paso de la meta, y la ermita de Sant Joan de Penyagolosa esperándonos.
- ¿Y no te acuerdas de Sant Miquel? Yo me acuerdo perfectamente de tu cara cuando llegamos allí: la cara de la desolación, del desánimo, de la derrota. Yo debía tener la misma.
- Sí que me acuerdo, lo reconozco. Recuerdo hasta el sudor de tu cara, y juraría que en ese momento se juntaba con lágrimas de impotencia en tu cara quemada por el sol. Sant Miquel de les Torrocelles. 40 km. de camino. 20 para la meta, y la vista de la larga y empinada cuesta restante, toda aquella pinada inmensa enfrente. Creo que fue ella la que nos convenció de que siguiéramos. ¿Sabes? Sólo por eso merecería la pena volver a ir.
- Me temo que no, Pedro. Se quemó todo este verano. Ahora sólo queda el monte desnudo, calcinado.

Y a Pedro se le borró la sonrisa, se le nublaron los ojos. Esta vez las lágrimas no se mezclaron con el sudor. Saben que nunca volverán, que lucharán para que esas imágenes vivan en su recuerdo, pero no caerán en la tentación de que la realidad se las mate, o quizá debería decir se las queme.

09 octubre 2007

Carrera desesperada


No necesitaba presentación. Sergio ya sabía quien era antes incluso de verlo de car: tenía su imagen firmemente grabada en el cerebro, como si el hombre que estaba viendo hubiera sido creado a partir de sus pensamientos. Era bajo de estatura, más bien flaco, lucía escaso pelo, de un rubio sucio tirando a marrón; su cara, oscurecida por la incipiente barba, tenía un aspecto amenazador, acentuado por la mirada intensa y cruel de sus pequeños ojos negros. Solamente llevaba una camisa blanca sobre unos simples calzones oscuros muy viejos; las botas tenían ya el cuero muy desgastado, y los cordones deshilachados.

Nuestro hombre palideció ante su espectro, como tantos otros hombres habían hecho ante su presencia en tiempos pasados; retrocedió unos pasos temblando sin perderle la vista, y cuando creyó que la distancia era adecuada echó a correr sin mirar atrás. Durante su loca carrera, el corazón parecía que le iba a estallar, pero él no quería atenderlo. Cruzó el umbral de la puerta del cementerio, atravesó la calle y un descampado que tenía enfrente, llegando a calles pavimentadas e iluminadas, desde las que ya no se veía el camposanto.

Creyéndose seguro detuvo la marcha de golpe; ya no podía más. Su corazón latía cada vez más fuerte, con un ritmo descompasado, arrítmico; sus latidos no sólo se oían: se le metían dentro del oído atormentándolo a cada golpe. Se llevó la mano instintivamente al lado izquierdo del pecho, sujetándolo, como queriendo evitar que su vital órgano escapara de su alojamiento. Le dolía.

Encorvado por el sufrimiento, apretando cada vez más el puño sobre el corazón, buscó apoyo en un coche aparcado, y quiso pedir ayuda, pero no salían palabras de su boca sino gemidos agonizantes. Levantó su rostro buscando una cara que le pudiera auxiliar, pero fue peor: lo que se encontró enfrente fue el rostro del temido fantasma que pensaba haber dejado atrás. Le miraba con una cara de odio intenso, de cólera macerada durante largos años. Sergio cayó de bruces, extendió sus brazos suplicantes en busca de misericordia, y el dolor se convirtió en un agudo pinchazo, que se prolongó durante varios segundos, dejándolo inconsciente.

05 octubre 2007

Apariciones


Entonces, las flores no eran para Pernales. Entonces, puede que nadie realmente se había presentado a rendir homenaje al bandolero. Entonces, había esperanza. El caso seguía abierto. Nadie, salvo él y la misteriosa mujer había acudido todavía a dejar su periódico presente. Pero, ¿y ella? ¿dónde estaba? ¿se había cansado de esperar? ¿por qué no era capaz de recordarlo?

Trató de forzar la mente una vez más, pero algo le decía que no debía averiguar la verdad; una especie de extraño resorte le devolvía al punto inicial, la caída del muro, cada vez que intentaba enfocar los turbios fotogramas que se sucedían de forma confusa. Llegó a vislumbrarla inclinada sobre él, a punto de besarle o algo parecido, y sintió un escalofrío: una corriente fría le recorrió la espalda desde la nuca hasta la cintura. Lejos de experimentar una sensación placentera, la última visión de la muchacha lo había dejado helado, paralizado de terror.

Quiso desterrar esos pensamientos pero ya no pudo. La cara de la mujer aparecía deformada en un gesto sádico mientras se inclinaba sobre él, como si se tratara de una fiera salvaje tratando de devorarlo allí mismo. El pánico se estaba apoderando de él. Ahora creía oír ruidos de pisadas, de hojas secas crujiendo, aplastadas por el peso de personas o alimañas; las sombras cambiaban a su alrededor formando diferentes formas que iban perfilándose como siluetas humanas. Sergio estaba paralizado; temía que el movimiento de cualquier músculo lo delatara, pero necesitaba saber lo que estaba sucediendo a sus espaldas, y comenzó a girar su cabeza muy despacio. Cuando su cuello alcanzó el máximo giro posible sin tornear la espalda sus ojos consiguieron captar la inconfundible presencia de una persona que se acercaba lentamente.

Aterrado, viró bruscamente la cabeza hasta volver a mirar de frente, y se quedó temblando sin atreverse a mirar, hasta reunir el valor para volver a hacerlo. Para entonces, el hombre se encontraba a escasos pasos de él.

02 octubre 2007

Imágenes surgiendo del limbo de los sueños

Imagen tomada de www.linkmesh.com
Se puede decir que Sergio se encontraba ahora en un lugar impreciso, en una especie de limbo, con una conciencia de la realidad del momento pero sin distinguir si los acontecimientos pasados habían sucedido en realidad, o pertenecían al mundo de los sueños. No quedaba rastro de la muchacha, y sin embargo estaba convencido de que había acudido a la cita. Algunas imágenes y palabras se confundían en su embotado cerebro. Trataba de ponerlas en orden, de recobrar la secuencia lógica de las mismas, pero le costaba mucho esfuerzo. La escasa luz no ayudaba a encontrar el escenario adecuado de los hechos, a construir un marco donde encuadrar a los personajes del retablo de la pasada noche.

Buscó la petaca en el bolsillo izquierdo de su chaqueta. Un trago podía ayudarle a estimular su imaginación, a dejar que los recuerdos borraran la sensación de fracaso que le atenazaba. Al mover las manos un ligero escozor le sorprendió. Las acercó a su cara, y las vio manchadas de sangre reseca: sangre que había brotado de sus palmas por diferentes puntos, y tras un corto recorrido había coagulado, dejando sinuosos regueros rojos que rompían bruscamente la blancura de su piel. Eran heridas aparatosas, pero no graves. Tras eliminar los restos de sangre, observó que tan solo tenía unos pocos pinchazos nada profundos, y algunos rasguños. No tardó en comprobar su orígen: se había pinchado con las rosas.


Algo no cuadraba: las heridas no eran profundas, pero un simple pinchazo al coger el ramo no parecía suficiente para provocar ese volumen de sangre. Tenía que haberlas agarrado con fuerza. ¿Para qué? ¿Alguien se las quería arrebatar? ¿Y qué más daba si el ramo realmente no era suyo?

Las preguntas se sucedían, y las respuestas tardaban en aparecer demasiado, pero el alcohol iba haciendo su efecto, eliminando el frío y produciendo una ligera sensación de alegría. Las imágenes parecían aclararse como ajustadas por un objetivo fotográfico, pidiendo paso a las obsesivas reflexiones, a las incongruentes explicaciones. Ahora podía ver a la chica enfrente de él, como seguramente había estado, con sus enigmáticos ojos enmarcados en el cobre de su piel , brillando en la noche; su largo pelo rizado cayendo sobre su espalda desnuda ondeándose como si lo moviera una brisa ligera; las piernas cruzadas en posición de yoga, sus pies desnudos, con las uñas pintadas de negro, sobresaliendo apenas de su larga falda; y su sonrisa: los hoyuelos en las mejillas apenas marcados. Sentía hasta su voz: clara, pausada, elegante, con un poco de acento de la tierra, suave como un susurro, como una melodía misteriosa que consigue anular la más firme voluntad.

De repente se veía a sí mismo, levantándose, corriendo, trepando por la tapia encalada, asiendo el matojo de rosas con una mano, mientras con la otra se sujetaba a un resquicio de la pared, con ambos pies en precario equilibrio sobre otros tantos resaltes. Por fin el resbalón, la rápida caída de espaldas con el ramo, eso sí, bien agarrado. Ya empezaba a cuadrar todo.