29 julio 2013

Letargo



Me considero una persona lenta. Lenta y paciente. Todo en mi vida llega tarde, pero termina llegando. Dejo dormir demasiado los problemas, y después consigo solventarlos a base de más esfuerzo. Es como si necesitara que mis asuntos se disuelvan en agua, reposen y sedimenten en el fondo de un vaso.

Los osos pasan gran parte del verano comiendo. Su vida consiste, básicamente, en procurarse una gran capa de grasa para pasar el invierno. Son de movimientos lentos y pausados. Me da a mí que tampoco tienen excesiva urgencia por resolver sus problemas. Si pueden solucionarlos, bien, y si no, para después del letargo. Eso sí, poco a poco, paso a paso, van acumulando un buen volumen de tocino en el culo y el abdomen, para dormir blanditos al final del otoño.

Este blog, en su estado actual, es la capa de grasa de un oso al final del letargo. Está en los huesos. La verdad es que no tengo muchas más cosas que contaros. He agotado todas las reservas y necesito alimentarme. Sin prisas, de lo que vaya encontrando por ahí. Algún día, puede que sólo coma bayas verdes y otro, encontraré un suculento bocadillo olvidado por un excursionista. Así, hasta volver a llenar el pellejo que me cuelga por todas partes.

Me gusta escribir, pero no siempre encuentro de qué. En esta última etapa, he buscado inspiración en grabados, canciones e historias que me han contado. Algunos de estos relatos están basados en la realidad y me han rozado de cerca. Los nuevos, están esperando entre las páginas de un libro, detrás de una cerveza improvisada o dentro de la letra de esa canción que un día decido averiguar. Se irán gestando poco a poco, llenando el espacio que queda entre piel y hueso. Aguardarán su momento para ver la luz, al final de este otoño ficticio.

Cuando empecé esta etapa, hace un par de meses, os comenté que podía ser la última. También dije que me cuesta retirarme. Coloqué estos dos pesos en cada platillo de la balanza y parecía equilibrada. No sabía entonces hacia qué lado se desequilibraría.

Quiero deciros que he disfrutado estos meses. Me he encontrado libre y cómodo como en pocas etapas del blog. Rodeado de gente que me aprecia. Así es que el fiel de la balanza parece que se inclina hacia el lado del regreso.
Pero el verano es largo y no siempre abundante en frutos. No sé cuánto tiempo me llevará reponer mis reservas. Ni si para entonces tendré ánimos para mostraros mi reluciente tripa.

En cualquier caso, fue un placer compartir estos momentos con vosotros.

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01 julio 2013

El hijo pródigo




El mármol blanco desgastado, las navajas perfectamente alineadas en la mesa, el olor penetrante de la colonia Floïd. Nada ha cambiado en la peluquería después de tantos años. Quizá el paso del tiempo haya ayudado a consolidar ese ambiente anticuado que ya tenía cuando la dejé, siendo poco más que un niño. Mi padre sigue tan tieso como siempre, con su inmaculada bata, proporcionando abundante conversación intranscendente a sus clientes. Hasta la caja permanece, mal disimulada, en el tercer cajón. En el mismo sitio donde la vacié, poco antes de largarme.

María, mi hermana, ha torcido algo el gesto cuando me ha visto, mientras ojeaba el libro de cuentas. No sé muy bien si ha encontrado algo familiar en mi cara o ha reconocido unos rasgos que la policía se ha encargado de difundir ampliamente. Tal vez sólo le haya desagradado mi aspecto de vagabundo dickensiano.

El caso es que necesito transformar mi imagen para que no se parezca a la que sale en los periódicos y no se me ha ocurrido un lugar mejor que en mi propia casa. Es cierto que tengo con los míos bastantes cuentas pendientes y existe el riesgo de que traten de cobrarlas, pero he decidido correrlo. La trena me parece una opción bastante menos interesante.

El viejo me ha mirado un par de veces de reojo, mientras terminaba su última faena. No soy de los clientes que prefiere. Apuesto que conmigo no se esforzará demasiado en la conversación. Cortará deprisa la melena y se demorará poco más con la barba.

Para entonces, mi rostro será totalmente reconocible y acudirán de golpe todos esos sentimientos encontrados. Estaré esperando su reacción a este lado del espejo. Pero esta vez, seré yo quien tenga la navaja en el cuello.



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24 junio 2013

En el funeral



Basado en Back to black, de Amy Winehouse

A ratos me entran unas ganas incomprensibles de reír a carcajadas, a pesar de que también siento una tristeza profunda y sincera. Sentimientos que circulan a la velocidad con la que se suceden los recuerdos.

Escondida en la última fila de la iglesia, me permito exteriorizarlos con mayor generosidad. Es la ventaja de no ser una persona importante en tu entorno. La risa, apenas puedo reprimirla cuando recuerdo tu última huida de mi apartamento, justo después de nuestro último polvo. Sonaba el teléfono con una melodía determinada y no atinabas a colocarte los calzoncillos y los pantalones. Tampoco encontrabas palabras para explicar tanta prisa. Sólo balbuceos. Grotesco.

Yo ya sabía que era el final, aunque no me lo dijeras, y me quedé llorando en la cama todo el día; pero ahora sólo puedo recordar tus movimientos torpes subiendo la bragueta y la mancha que se extendía en tu ropa interior. El tropezón con el marco de la puerta, que no llegaste a cerrar.

Me hace gracia ese adiós y, sin embargo, me produce una gran tristeza el recuerdo de los momentos buenos. Cuando elevabas mi menudo cuerpo por los aires, me cogías la cara y asegurabas que yo era la única a la que querías, por ejemplo. O cuando me abrazabas tan fuerte y prometías que estarías conmigo para siempre. Las promesas que quería oír y me llenaban tanto.

Ahogo los hipidos como puedo, pero una señora se da la vuelta y mira con reprobación. Se preguntará qué coño hace aquí esta chica, tan poca cosa, con esas gafas negras tan grandes que le ocupan toda la cara, llorando a moco tendido o riendo a carcajadas. Y no me ahorrará una mirada de reojo a la puerta, como enseñándome el lugar donde debería estar, fuera de su vida y de su muerte.



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17 junio 2013

El cartero siempre llama los viernes





El local está que se cae de viejo. La mitad de las luces no se enciende y las paredes están sucias y llenas de desconchones. Es viernes por la tarde y no hay gente en el local. Pronto bajaré la persiana y comenzará el fin de semana.

Hace unos años, antes de la crisis, solíamos ir al cine. Pablo me recogía aquí mismo, en el restaurante y nos íbamos a algún estreno. ¡Cuánto echo de menos aquellos tiempos! Me gustaba ver aquellas películas e imaginar que era la protagonista. Vivía el resto de la semana vestida en ese papel, simulando una vida excitante muy lejana a la mía.

Durante un tiempo, los viernes nos quedábamos en casa. Preparaba algo en la cocina del restaurante y lo comíamos frente al televisor, viendo lo que echaran por cualquier canal gratuito. Gastábamos menos, yo no necesitaba arreglarme tanto para salir y podía seguir soñando con los papeles de mis heroínas del celuloide.

Hasta que emitieron aquella peli. Desde el primer instante, me quedé prendida de la chica, una mujer rubia con ojos negros chispeantes. Pasé toda la semana pensando en ella. Me miraba al espejo y trataba de encontrar parecido con sus facciones. Sólo tenía que cortarme un poco el pelo, rizarlo apenas, una copita de vino para achispar los ojos, desabrochar el último botón de la camisa y era ella: Cora a punto de seducir a Frank.

El viernes siguiente llegó Pablo antes de hora y me pilló fantaseando mientras amasaba un poco de harina. Se abalanzó sobre mí y repetimos la escena de la mesa. Por primera vez en mi vida, me sentí como un personaje de novela, una mujer despiadada capaz de poner a los hombres a su servicio para conseguir todos sus fines. Aquella noche no encendimos la tele.

Las cosas cada vez van peor. Miro los desconchones de las paredes y siento tristeza. El restaurante no da para reformas. Cada vez hay menos viandas en la despensa. Acabo de mirarme en el espejo y me falta algo de brillo en los ojos. Voy a apurar el vaso de vino, a ver si lo consigo. Los rizos me caen, rebeldes, sobre las mejillas. Comienzo a preparar la mesa: algún vaso de plástico, el rodillo de amasar, un cuchillo romo, una pizca de harina. Cosas que no se rompan al caer el suelo. Pronto llegará Pablo. Así que doy el último toque a la blusa.



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10 junio 2013

Tango, de nombre





En la penumbra del local, bailan. La luz es tenue y la música apenas se percibe, tras el sonido de los pesados pasos de Pepe, ciento veinte kilos de humanidad manejados con destreza, sumados a los escasos cincuenta de Delia, que colgados de sus hombros, se balancean a ritmo de algún viejo tango.

Ella cuelga de él, sus piernas oscilan, muertas, en cada giro y cuando está de espaldas, los tacones de sus zapatos parecen puntas de flechas, a punto de salir de una ballesta hacia mi escondite.

Yo lo veo todo desde una rendija, la que dejan las hojas de la mampara que divide el restaurante. Estoy fascinado y aterrorizado al mismo tiempo. Temo ser descubierto por mi jefe, el hombre que se transforma cada noche y saca a bailar a su eterna pareja, la bella Delia. Frente a mí, aparcada junto a la barra, se encuentra la silla de ruedas, como un espectador más hipnotizado por el espectáculo.

El bandoneón arranca sus últimas notas y Pepe se detiene suavemente. Recoge las piernas inmóviles de Delia con los brazos y tarda un rato en devolverla a la silla. La observa, la acaricia, la besa. No hay lágrimas. Llevan cumpliendo este ritual desde hace años, desde que se les cruzó aquel coche negro en la noche y truncó sus carreras de bailarines.

Para entonces ya era tarde, tenían el local comprado y un enorme “Tango” luciendo en la puerta. Tuvieron que borrar lo de “Escuela de Baile”.

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03 junio 2013

Tu bello nombre, tatuado




Conocí a mi novio en invierno. A pesar del frío, vestía siempre  camiseta de manga corta, bajo la que se insinuaba su musculatura sobresaliente, el torso duro que me oprimía un poco en cada abrazo, las firmes abdominales que me gustaba acariciar a hurtadillas por debajo de la ropa, los bíceps que se hinchaban al levantarme en brazos.

A pesar de sus más que presumibles dotes, mostraba gran resistencia en quitarse esa apretada camiseta, incluso en los momentos más íntimos. Yo no terminaba de comprender las razones para conservar cualquier tejido pegado a su anatomía, y traté, en vano, de arrancárselo en los instantes de mayor pasión.

Así pasamos esa fría estación y la primavera siguiente, sin poder conocer el color de la piel de mi nuevo amante.

Fueron el calor y una visita a un parque acuático los que consiguieron con facilidad lo que yo había tratado de lograr en tantos intentos. Al fin, salió la camiseta por su cuello y lo comprendí todo.

Entre el pezón derecho y el izquierdo, en amplias letras góticas, llevaba tatuado el nombre de Mari Cruz. Traté de hacer memoria y recordé que ése no era mi nombre. En mi partida de nacimiento se leía, en bonita caligrafía cursiva, un claro Mari Luz. Luz para los amigos.

Pasé toda la jornada meditando si terminaba por aceptar el nombre tatuado o si me decidía a cortar la relación con mi inconsciente novio. Iba a decidirme por esa última opción, después de que varios conocidos suyos me llamaran como a su antigua novia, cuando se me ocurrió una idea mejor. Le exigiría un tatuaje cerca de sus partes íntimas, bien delante, bien detrás, ocultable sólo por sus calzoncillos.

Eso no me aseguraría la vida eterna junto a él, es cierto, pero sí un largo período de castidad para su próxima chica.



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27 mayo 2013

La flor de la cuneta




Dentro del coche, no consigo relajarme del todo. Viajo en la parte de atrás de un Mercedes que circula a una velocidad insultante para el resto de vehículos, a los que adelanta despreciando los límites de velocidad.

A mi marido no parecen afectarle demasiado estos excesos. Yo diría que los alienta, pues Paco, el chófer, no deja de mirarle de reojo y aprieta la marcha cuando le observa mirar el reloj de pulsera. El bueno de Paco, siempre fiel, siempre obediente, pendiente de cada movimiento de su jefe antes de que empiece a realizarlo.

El paisaje, monótono por la rutina, podría ayudar a calmarme, pero no lo consigue. Sé que, tras la curva, me esperan las flores de la cuneta rodeando a esa cruz tan blanca, el ramo de claveles rojos siempre fresco, que un desconocido cambia antes de que se marchiten.

Algunas veces evito mirar al arcén cuando vamos a pasar por ese punto kilométrico. Saco el espejo del bolso y aprovecho para retocar el maquillaje. Yo tampoco dejo que se marchite mi rostro ni que se redondeen las líneas de mi cuerpo. Él no me lo permitiría.

Mi único trabajo consiste en estar perfecta para mi marido. A cambio, tengo todos los caprichos que deseo.

Cuando bajemos del coche, él se pondrá a mi lado e iremos cogidos del brazo, a paso lento. Caminará como si nada, obviando los diez centímetros que le llevo, sus veinte años de más, el contraste entre su alopecia y mi ondulada melena, todo eso que demuestra el poder de su billetera. Como la velocidad de su Mercedes.

En cambio yo, bella y admirada por todos, inaccesible y deseada, me sentiré como una de esas flores de cuneta. Nacida hermosa y pobre, destinada a adornar la corrupción y la podredumbre, a enmascarar el dolor y la muerte.



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20 mayo 2013

Alguien


Está empezando a clarear y en la mesa humean nuestros dos cafés con leche. Tú abrazas la taza con las dos manos para calentarte y le das un par de sorbos muy cortos. Tienes todavía aquella forma de fruncir los labios tan especial, aunque el resto de la cara haya engordado y luzcas ahora el pelo muy corto con un tinte de lo más discreto.

Entonces, cuando empezábamos a salir, cada mata de pelo quería mirar hacia un lado distinto, tu cara era delgada y los ojos oscuros se remetían dentro del cerco negro del rímel. Negro, como todo lo que llevabas.

Pero tenías ya esa forma de poner los morritos que me gustaba. Especialmente cuando escuchabas aquella canción y los cerrabas, como besando, mientras deseabas ser la chica que iba a compartirlo todo con aquel cantante rubito y esmirirado.

Querías compartir hasta sus más íntimos deseos, sus perversiones, toda su vida. Abrazarlo cuando durmiera, la forma muda de recordarle que estarías con él para siempre. Aunque no me lo dijeras, yo sabía que pensabas en todo eso cuando cantabas esa canción y te retorcías el alma en cada estrofa.

Pensabas en él y no en mí. En su aspecto de niño desvalido y rebelde, áspero y sensible al mismo tiempo, una especie de guerrero descarado, dispuesto a pegarse con el mundo durante el día y a rendirse en tus brazos por la noche. La vida de un héroe al que yo no podía emular y al que odiaba profundamente.

Pero el tiempo fue ordenando tu pelo, engordando tu cara, le dio color a tu ropa y relieve a tus ojos. Te quedaste conmigo. Atendiste mis miedos, mis frustraciones, a veces hasta mi locura. Me criticaste cuando me equivocaba y también compartiste mis logros. Y por las noches, me rodeabas con tus brazos para darme a entender que estarías siempre ahí, aunque te pusiera enferma tantas veces con mis rarezas. Fuiste para mí ese alguien de quien hablaba la canción.

Después de tantos años, lo sigues siendo. Ahora mientras reposa la taza en el plato, me contarás los planes del día y sacarás algún tema de conversación intrascendente. Yo miraré dos o tres veces más tus labios y sonreiré.



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Basado en “Somebody”, de Depeche Mode

13 mayo 2013

Construcciones ilegales




En sólo unos minutos perdí mi trabajo y me vi en la puta calle. O mejor dicho, en medio de una carretera estrecha flanqueada por naranjos, con la humedad de principios de diciembre subiendo hasta unas bragas que todavía estaba colocando en su sitio.

Allí nos vimos todas, en el maldito arcén, corriendo con nuestros tacones de malas maneras o descalzas, rompiendo medias caras, buscando la cuneta y el huerto más cercano, por si aparecían los maderos.
Salieron por piernas hasta los chulos y dejaron las puertas abiertas y las luces encendidas. El local se quedó vacío y caótico, en espera de la pasma, que no se dignó a acudir esa noche.

Por allí sólo se acercaron unos chavales, la panda del sobrino de la Paqui, que pasaban con las Vespino y se asomaron, saciaron su morbo adolescente y saquearon la barra, llevándose todo lo que podían cargar encima. El botín de los chicos estuvo oculto por los naranjos hasta que por Carnavales se pulieron las últimas existencias.

El club no tuvo tanta suerte y ese mismo lunes fue derruido por una retroexcavadora de las que movían las tierras para construir la nueva carretera, con tanta gracia, que quedó medio edificio abierto y algunas habitaciones visibles, con las camas tal y como las abandonamos. Cada vez que pasaba por ahí, camino del Grao, me venía a la cabeza el instante en que aporrearon las puertas y me quité de entre las piernas al gañán de turno, que nos adelantó después con un Seat Panda sin dignarse a parar.


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06 mayo 2013

Invisible











No me busquéis en el grabado.


Aunque siempre esté en medio, procuro ser invisible, la persona que siempre pasa inadvertida. Hasta la pintora se ha olvidado de inmortalizarme.


En cambio, a ellos los ha clavado.

Paco está de espaldas, con los brazos en jarras, jurando en arameo. Todavía le duele la mano, tras golpearla contra la puerta, pero eso no le ha calmado del todo. Por suerte, tuvo la lucidez mínima para cambiar el destino del puñetazo, que iba dirigido a la cara de la niña.

Ella ha salido corriendo con lágrimas en los ojos, a buscar refugio en su adorado mar. Con su falda corta -origen de toda la movida- y sus siete y media en el reloj, que algo ha ayudado al cabreo paterno.
En el tiempo que tarda la pintora en perfilar su grabado, acudirán a mí, por turnos, en busca de aprobación y consuelo, la hija y el padre.

Primero ella, que las lágrimas vertidas aceleran el cansancio. Y más tarde vendrá él, cuando comience a rugirle la tripa. Saciadas sus necesidades básicas, tardaran lo que queda de semana en hacer las paces, sin ahorrarme varias sesiones de reproches recíprocos.

Que soy invisible, pero no tanto.



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29 abril 2013

Nido vacío



Es la segunda vez que me equivoco en esta pasada, a pesar de que mis dedos, algo retorcidos por la artrosis, todavía no son demasiado torpes. Debe ser la luz menguante del atardecer lo que me inquieta y me hace perder la concentración, la señal de que el día termina y se comprime el tiempo que necesito para terminar todas las labores de la casa. Quiero dejarlo todo preparado antes de que termine este domingo, así que pronto abandonaré el jersey que estoy tejiendo para Lucrecia, la muñeca de porcelana de piel tan blanca.


Aparte de ella, tengo otras dos, sentadas en el sofá. Elena es una Nancy clásica, de piel algo más tostada y rostro menos fino, pero con un punto más moderno, que me encanta. Y Sofía es un bebé sin apenas pelo y brazos gordezuelos, que llora si la agitas bruscamente.

Esa diferencia de edad entre las tres me complica mucho la elaboración de la cena. Aunque Sofía se conforme con un biberón, Elena me da muchos más problemas para comer. A Lucrecia, en cambio, cualquier cosa le gusta e incluso tengo que vigilar que no se coma lo de las otras.

Cuando termine la cena, les prepararé la ropa para mañana. Toda la que llevan se la he ido tejiendo yo, con lana o algodón, para la estación en la que estemos . Cuesta trabajo, pero es una satisfacción ver lo cómodas que van con la ropa que confecciona su madre.

Después las mandaré a dormir. Sofía me pedirá bracito al poco de dejarla en la cuna y las mayores fingirán alguna dolencia para que les haga caso. La misma canción todas las noches.

Finalmente se dormirán. Yo llegaré agotada a la cama y apenas aguantaré un par de páginas del libro que estoy leyendo. Eso si no me llama alguno de mis hijos, los reales, para preguntarme cómo me encuentro y si necesito algo. No les puedo decir que es a ellos a quienes echo en falta y que me gustaría que no estuvieran tan lejos; así que tendré que inventarme, a mi vez, algún que otro malestar que les inquiete algo, aunque sólo sea para provocar otra llamada al día siguiente.

Les repetiré que tienen sus camas dispuestas y los armarios vacíos para cuando quieran venir y quedarse unos días; pero lo cierto es que, desde hace unos meses, sus habitaciones están ocupadas por mis nuevas niñas, que nunca me abandonarán.


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26 abril 2013

El canto del cisne




Algunas parejas, lo sé de buena tinta, acometen un gran gasto o emprenden algún proyecto de gran envergadura, poco antes de separarse. Llámese cambiar la cocina, comprar una nueva casa o  adoptar un niño.

Es una especie de canto de cisne, una venda que nos ponemos para negar la evidencia. Simulamos que todo puede volver a ser como fue hace algún tiempo, aunque sepamos que no es así, que lo nuestro ya no tiene arreglo.

Debo decir, aunque sólo sea para los románticos empedernidos, que conozco un par de parejas que han resucitado gracias a ese canto agónico. Dos no son multitud, pero se acerca bastante.

Todos sabemos que este blog está muerto. Llevo cerca de un año sin publicar nada nuevo aquí. Sin apenas visitar los vuestros. No sé si me apetece continuar, pero son muchos años los que llevo en esto, cerca de ocho, y no quisiera irme sin intentarlo de nuevo.

Así que he decidido tirar de billetera y derrochar lo último que me queda. De perdidos, al río. Me quedan diez cartuchos en la recámara y después, posiblemente, pondré el cañón del revólver en la boca y dispararé.

O quizá no. ¿Quién sabe?



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