27 mayo 2013

La flor de la cuneta




Dentro del coche, no consigo relajarme del todo. Viajo en la parte de atrás de un Mercedes que circula a una velocidad insultante para el resto de vehículos, a los que adelanta despreciando los límites de velocidad.

A mi marido no parecen afectarle demasiado estos excesos. Yo diría que los alienta, pues Paco, el chófer, no deja de mirarle de reojo y aprieta la marcha cuando le observa mirar el reloj de pulsera. El bueno de Paco, siempre fiel, siempre obediente, pendiente de cada movimiento de su jefe antes de que empiece a realizarlo.

El paisaje, monótono por la rutina, podría ayudar a calmarme, pero no lo consigue. Sé que, tras la curva, me esperan las flores de la cuneta rodeando a esa cruz tan blanca, el ramo de claveles rojos siempre fresco, que un desconocido cambia antes de que se marchiten.

Algunas veces evito mirar al arcén cuando vamos a pasar por ese punto kilométrico. Saco el espejo del bolso y aprovecho para retocar el maquillaje. Yo tampoco dejo que se marchite mi rostro ni que se redondeen las líneas de mi cuerpo. Él no me lo permitiría.

Mi único trabajo consiste en estar perfecta para mi marido. A cambio, tengo todos los caprichos que deseo.

Cuando bajemos del coche, él se pondrá a mi lado e iremos cogidos del brazo, a paso lento. Caminará como si nada, obviando los diez centímetros que le llevo, sus veinte años de más, el contraste entre su alopecia y mi ondulada melena, todo eso que demuestra el poder de su billetera. Como la velocidad de su Mercedes.

En cambio yo, bella y admirada por todos, inaccesible y deseada, me sentiré como una de esas flores de cuneta. Nacida hermosa y pobre, destinada a adornar la corrupción y la podredumbre, a enmascarar el dolor y la muerte.



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