03 junio 2013

Tu bello nombre, tatuado




Conocí a mi novio en invierno. A pesar del frío, vestía siempre  camiseta de manga corta, bajo la que se insinuaba su musculatura sobresaliente, el torso duro que me oprimía un poco en cada abrazo, las firmes abdominales que me gustaba acariciar a hurtadillas por debajo de la ropa, los bíceps que se hinchaban al levantarme en brazos.

A pesar de sus más que presumibles dotes, mostraba gran resistencia en quitarse esa apretada camiseta, incluso en los momentos más íntimos. Yo no terminaba de comprender las razones para conservar cualquier tejido pegado a su anatomía, y traté, en vano, de arrancárselo en los instantes de mayor pasión.

Así pasamos esa fría estación y la primavera siguiente, sin poder conocer el color de la piel de mi nuevo amante.

Fueron el calor y una visita a un parque acuático los que consiguieron con facilidad lo que yo había tratado de lograr en tantos intentos. Al fin, salió la camiseta por su cuello y lo comprendí todo.

Entre el pezón derecho y el izquierdo, en amplias letras góticas, llevaba tatuado el nombre de Mari Cruz. Traté de hacer memoria y recordé que ése no era mi nombre. En mi partida de nacimiento se leía, en bonita caligrafía cursiva, un claro Mari Luz. Luz para los amigos.

Pasé toda la jornada meditando si terminaba por aceptar el nombre tatuado o si me decidía a cortar la relación con mi inconsciente novio. Iba a decidirme por esa última opción, después de que varios conocidos suyos me llamaran como a su antigua novia, cuando se me ocurrió una idea mejor. Le exigiría un tatuaje cerca de sus partes íntimas, bien delante, bien detrás, ocultable sólo por sus calzoncillos.

Eso no me aseguraría la vida eterna junto a él, es cierto, pero sí un largo período de castidad para su próxima chica.



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