10 junio 2013

Tango, de nombre





En la penumbra del local, bailan. La luz es tenue y la música apenas se percibe, tras el sonido de los pesados pasos de Pepe, ciento veinte kilos de humanidad manejados con destreza, sumados a los escasos cincuenta de Delia, que colgados de sus hombros, se balancean a ritmo de algún viejo tango.

Ella cuelga de él, sus piernas oscilan, muertas, en cada giro y cuando está de espaldas, los tacones de sus zapatos parecen puntas de flechas, a punto de salir de una ballesta hacia mi escondite.

Yo lo veo todo desde una rendija, la que dejan las hojas de la mampara que divide el restaurante. Estoy fascinado y aterrorizado al mismo tiempo. Temo ser descubierto por mi jefe, el hombre que se transforma cada noche y saca a bailar a su eterna pareja, la bella Delia. Frente a mí, aparcada junto a la barra, se encuentra la silla de ruedas, como un espectador más hipnotizado por el espectáculo.

El bandoneón arranca sus últimas notas y Pepe se detiene suavemente. Recoge las piernas inmóviles de Delia con los brazos y tarda un rato en devolverla a la silla. La observa, la acaricia, la besa. No hay lágrimas. Llevan cumpliendo este ritual desde hace años, desde que se les cruzó aquel coche negro en la noche y truncó sus carreras de bailarines.

Para entonces ya era tarde, tenían el local comprado y un enorme “Tango” luciendo en la puerta. Tuvieron que borrar lo de “Escuela de Baile”.

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