27 julio 2006

Cara y cruz

Guardaba en su cajón una pequeña caja con algunos recuerdos, y sonreía cada vez que repescaba ese sobre blanco del fondo de la misma. Su mente imaginaba el momento, envuelto en una neblina, como si se tratara de un "flahsback" cinematográfico; los dos expectantes delante de los sobres, decidiendo cuál abrían primero.

Fue fácil decidir: un "Top Secret" es siempre mucho reclamo para gente curiosa, y los dos habían sufrido demasiado para que les desanimaran dos tristes precintos de celofán. Aún así, despegaron con cuidado los dos pedazos con el fin de dejar el sobre tal y como estaba, después de inspeccionar los valiosos documentos.

La cara de pasmo que pusieron los dos cuando descubrieron el contenido del sobre es difícil de describir. Tras ver la portada se miraron el uno al otro con cara de incomprensión durante unos segundos, y a continuación soltaron una carcajada tal, que se le cayeron los sobres, el cuadro, y casi dan con todos los huesos en el suelo. El importante documento que Ramón sostenía entre sus manos se titulaba "El sulfato atómico" y era, ni más ni menos que el nº 1 de la colección "Magos del Humor" de Mortadelo y Filemón.

Desde luego, ahora entendían por qué el embajador nunca llegó a entregar el documento a los espías rusos. Alguien le descubrió, y le gastó esa broma macabra. Tenía gracia que el sobre por el que habían estado pugnando durante meses los servicios secretos británicos y la oposición al régimen ruso había salido del mismísimo MI5, y era aparentemente un inofensivo tebeo, que sin embargo se había cobrado una muerte, y podía haberse llevado unas cuantas más.

Tras el chasco del primer sobre, la apertura del segundo cobró mayor interés. ¿Estaría allí la verdadera solución del misterio? Y éste, en cambio, no les defraudó. A la cara de asombro, que inicialmente pusieron le siguió otra de felicidad intensa. Dentro del sobre, perfectamente ordenados y apilados en dos montones se encontraba la más bella colección soñada por cualquier mal coleccionista: una serie repetida de hasta 2.000 cromos todos igualitos, 2.000 billetes de 500 €; el último pago por adelantado de la importante documentación que debía desvelar todos los vergonzantes pactos secretos de dos grandes potencias mundiales, el precio del cómic mejor pagado del mundo.

- ¿No estarás pensando?
- No.
- ¿No? Sí.
- ¡Qué cojones! ¡Claro que sí!

Ramón volvió a guardar cuidadosamente el dinero dentro del sobre, puso de nuevo el celofán, y lo metió dentro de la maleta de Sofía. Hizo lo propio con el otro sobre, que devolvió a la cámara del cuadro, dejándolo todo tal y como estaba.

Volvió a observar la reproducción. ¡Qué mal pintada estaba! Más que un grito parecía una carcajada. Muy apropiado, pensó, mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.

En el aeropuerto, Ramón y Sofía veían abrazados como despegaban los aviones. Pronto saldría el suyo. Las sonrisas sí que no despegaban de sus labios, y las miradas cómplices tampoco desaparecían de sus pupilas. ¡Ay, el amor!, decían los que pasaban por su lado.

Por la megafonía anunciaron su vuelo. Ahora ya sabían cual era su destino y su final. Una nueva identidad, una nueva vida, un nuevo país. Juntos, quizá felices; pero ya se sabe: el dinero no da la felicidad. ¿O sí?

FIN

25 julio 2006

Detrás del grito

Los agentes que trasladaron a la pareja hasta el chalet donde se hospedaba la mujer les indicaron que debían esperar una hora más antes de que sus compañeros pasaran a recogerles para llevarlos al aeropuerto. Tenían, pues, algo de tiempo para preparar las maletas.

El chalet era de sobra conocido por Sofía, y no sólo por los días que llevaba viviendo allí. Fue una especie de segunda vivienda del embajador, aunque éste no la había empleado de ese modo, sino más bien como secreto almacén donde acopiaba las numerosas obras de arte que había adquirido gracias a sus negocios turbios con los rusos.

Ramón estaba impresionado con lo que veía; perfectamente expuestas y ordenadas se veían colecciones de joyas de gran valor, tanto por su antigüedad como por la calidad de sus materiales; de las paredes colgaban cuadros originales de grandes pintores del último siglo, algunos de una extraordinaria belleza; aparte del gusto exquisito con que estaba amueblado hasta el más pequeño rincón.

Todavía quedaban, en una pequeña estancia, algunos paquetes por desembalar y otros tantos cuadros por colgar, aunque ya iba faltando espacio para ubicarlos, sin alterar el delicado orden con el que se había colocado cada pieza . La muerte había sorprendido al embajador antes de completar su trabajo.

Mientras esperaba a que Sofía terminara de hacer la maleta, Ramón decidió pegar un vistazo a las últimas adquisiciones del diplomático. Encontró un anillo de oro con dos pequeños diamantes incrustados, casi idénticos; un icono bizantino que representaba un Pantocrator, muy desgastado por el paso de los años; monedas de oro españolas acuñadas en el reinado de Felipe II muy bien conservadas; y dos cuadros apilados contra la pared y vueltos del revés.

Giró el primero y observó un óleo impresionante, que representaba una batalla ambientada en el norte de Africa. Trató de adivinar el autor; pensó en Fortuny, y acertó. Parecía original, aunque él no era un experto en obras de arte. Se quedó un rato contemplándolo; el cuadro era valioso, pero no tanto como para arriesgar la vida por él, pensaba, recordando la triste muerte del último adquisidor del mismo.

Dejó el cuadro a un lado con cuidado, y al volver la vista hacia el que había quedado oculto por el anterior se quedó estupefacto. Su corazón empezó a latir con fuerza, las manos le temblaban, y sus ojos se le habían quedado abiertos como platos, sin pestañear, al ver la archiconocida obra que tenía delante de sus narices.

"El grito", de Edvard Munch, había sido robado hacía ya unos años de la National Gallery de Oslo, y no se había conseguido averiguar su paradero, pese a las investigaciones de la policía. Sin embargo ahí la tenía, delante de sus ojos, aquella obra de arte, una de las más buscadas del mundo. No lo podía creer.

Tardó unos minutos en recuperarse de la emoción y tratar de ordenar sus ideas. Sólo entonces observó más detenidamente el cuadro. ¡Su gozo en un pozo! Hasta un principiante se podía dar cuenta de que la obra que se representaba allí era una burda imitación del original. Se preguntaba como podía haber pasado ante los ojos expertos del embajador sin apreciar el engaño. Algo no encajaba. Ese objeto no debía estar ahí.

Siguió examinando el cuadro con algo más de calma; la pintura parecía reciente, y los trazos eran burdos, como ejecutados por una mano insegura de su propia habilidad. Hasta el marco era malo; excesivamente grande y robusto para las dimensiones de la tela; tenía un contrachapado que ocultaba la parte posterior, sujeto con unas palometas atornillables, de las cuales dos estaban sueltas. Intentó fijarlas de nuevo, pero al sostener la chapa sintió más peso del esperado. Así que cambió de idea y decidió soltar las sujecciones restantes.

Al vencer la tabla quedó al descubierto una cámara entre la misma y la tela del cuadro. En su interior se alojaban dos sobres de grandes dimensiones, uno de los cuales llevaba perfectamente rotulado el título de "Top Secret", mientras que en el otro nada figuraba: estaba en blanco. Los dos habían sido abiertos, aunque el segundo se había intentado sellar con dos cintas de celofán.

Ramón llamó a Sofía para que se acercara a ver el descubrimiento. Algo le decía que aquellos dos sobres guardaban los secretos que quedaban por descubrir, los causantes de todos sus problemas durante todos estos meses. No era cuestión de saborearlos él solito, no fuera que el plato tuviera mala digestión.

24 julio 2006

Algo se muere en el alma

A medida que se acercaba el momento de abandonar Madrid, Sofía se encontraba cada vez más nerviosa; temía que en las últimas horas se pudiera estropear lo que parecía un futuro prometedor, libre de enemigos y junto a la persona que le amaba y sabía cierto que le iba a tratar bien. Sin embargo, a pesar de su inquietud, no puso ningún impedimento, ni demostró impaciencia cuando Ramón le pidió unos minutos a solas con Marisa.

El último encuentro se produjo esta vez en el mismo bar del hospital, y los mudos testigos del emocionante momento volvieron a ser un par de cervezas, apenas probadas por sus dueños, que no parecían tener demasiada prisa en terminarlas, como tampoco en comenzar la dolorosa escena de la despedida.

Ramón parecía darse cuenta entonces de lo mucho que apreciaba a la joven, y también sentía un poco de complejo de culpabilidad por el distanciamiento que habían sufrido desde aquel infausto día de la reunión con los rusos.
No hacía mucho que la conocía, pero ya era una vieja amiga, quizá la mejor que había tenido nunca. Había estado allí siempre que lo había necesitado, en los momentos de miedo, de tristeza, de incertidumbre, y casi, casi, hasta en la misma muerte; y todo sin un reproche, sin una mala cara, sin pedir nunca nada a cambio.
Se preguntaba también qué hubiera pasado si, en aquellos primeros días de Enero le hubiera franqueado el camino hacia de su corazón, en lugar de llenarlo de obstáculos, en aquellos tiempos en que Sofía era sólo un fantasma, una sombra, un interrogante con el único interés de ser resuelto.

La idea de no verla más empezó a angustiar a Ramón, pero era ese mismo pensamiento el que atenazaba a Marisa, que luchaba contra sí misma para no derrumbarse, y se negaba, al mismo tiempo, a pronunciar las típicas frases hechas de estas ocasiones.

Los dos sabían lo que estaba sintiendo el otro, y la mayoría de las palabras sobraban, pero el espeso silencio, las miradas vidriosas, las mandíbulas apretadas, y las manos temblorosas pedían a gritos escapar de la tensión a la que estaban sometidos, y la forma de hacerlo fue una carcajada nerviosa de Marisa, que contagió a Ramón.

- Parecemos tontos.
- Sí.

Las manos se buscaron, se estrecharon, diciendo todo lo que ellos eran incapaces de pronunciar, o que era demasiado obvio decir. Iban a dejarse de ver por mucho tiempo, quizá para siempre, pero no sólo eso. Las normas de protección de testigos eran muy estrictas; debían suprimir todo contacto directo con su pasado: conversaciones telefónicas, cartas, incluso correo electrónico; todo lo que pudiera proporcionar a sus posibles perseguidores una pista de su paradero.

Sin embargo a Ramón se le ocurrió una forma, que entrañaba un poco de riesgo, aunque pensaba que era realmente mínimo. Hacía tiempo que mantenía una especie de diario virtual, una página web donde expresaba sus sentimientos, donde se desahogaba contando sus miedos, volcando sus frustraciones, e incluso se permitía, de vez en cuando, alguna veleidad literaria. Era un sitio poco conocido, bastante anónimo, y difícil de localizar. Así que le pasó su dirección a Marisa, aunque le comentó que probablemente no publicaría con frecuencia. Por lo menos al principio.

Era un pequeño rayo de luz en tan oscuro camino, muy pequeño; aunque los dos albergaban en su seno interno la esperanza de encontrarse en un futuro.

- Debes irte ya, Ramón. No me gustaría que perdieras el avión. Me pasaré por tu blog, te lo prometo.

Ramón asintió con la cabeza. Se levantaron al unísono, y se dieron dos besos en las mejillas, abrazados el tiempo justo para que no mojarlas. No hubo más palabras. El hombre se dio la vuelta y enfiló el pasillo mientras las lágrimas resbalaban ya sin ningún tipo de freno por su cara. Marisa hacía lo propio mientras recogía el bolso y salía hacia la calle. Ninguno de los dos quiso que el otro comprobara el dolor que sentía, aunque se tratara de una verdad de sobra sabida.

Algo se muere en el alma cuando un amigo se va, dice la canción. No se podrían escribir versos más apropiados para esta ocasión.

19 julio 2006

Preparando las maletas

Los días de recuperación pasaban rápidos en el hospital; la continua presencia de las dos mujeres, y la alternancia de visitas de conocidos y amigos ayudaban a pasar las horas, que de otra forma, hubieran resultado interminables. Las muestras de cariño le iban devolviendo la ilusión por la vida que perdiera semanas atrás. Habían pasado por la habitación gran parte de los compañeros de su anterior trabajo; su amigo Vicente acudía casi a diario y amenazaba con invitarle a nuevas fiestas; Gloria se había escapado de Valencia y pasado un día con él, y los paisanos de ésta, Cristina y Felipe habían tenido una larga conversación telefónica cada uno.

Su aspecto mejoraba visiblemente día a día; recuperaba peso rápidamente devorando el insulso rancho que le ofrecían y los ricos embutidos y dulces que se colaban "de estrangis" en cada visita. El color rosado había vuelto a sus mejillas y del oscuro cerco que fueran sus ojeras solamente quedaba un prácticamente invisible círculo.

Por otra parte, el MI5 seguía velando por la seguridad de Sofía; aunque le permitían sus visitas diarias, cambiaban frecuentemente los recorridos para llegar a su alojamiento, que había cambiado de lugar ya tres veces en una semana. Los servicios secretos consideraban bastante real la amenaza que se cernía sobre la mujer, y la situación de provisionalidad en que se encontraba urgía una solución. Era necesario volver a cambiar la identidad de Sofía, su paradero, y esta vez sin contraprestaciones: un anonimato eficaz.

Pero el plan esta vez incluía a Ramón, que debía hacer lo propio: cambiar de nombre, de nacionalidad, de trabajo, de país; lo que hacía con mucho gusto si era para estar con su amada. Sin embargo, se desconocían todos los detalles; los nombres, profesiones, y lugares de destino eran un secreto del que ni siquiera Marisa era conocedora. Lo sabrían, sí, pero en el mismo aeropuerto que les llevaría a su nuevo hogar.

Así fueron pasando los días, y antes de lo esperado llegó la deseada noticia del alta médica, recibida por todos con alegría. Se hallaban en la habitación las dos mujeres que habían compartido su vida en lo que iba de año, que estaban radiantes. Sin embargo, a Marisa se le notaba un punto más de emoción en el brillo de sus ojos. Sabía que el momento de la despedida estaba cerca, y que probablemente sería definitiva.

Luchaba por no pensar en ello, por intentar disfrutar al máximo los momentos que le quedaban con él. Deseaba lo mejor, que reiniciara su vida con Sofía, que fuera feliz, pero una fuerza interna le decía que no, que no quería que se marchara, que necesitaba volverlo a ver, mantener aquellas conversaciones que llenaron su vida hacía unos meses, encontrar el reflejo de su propia cara en sus pupilas, escuchar la cálida melodía de su conversación pausada; pero las excepcionales circunstancias hacían especialmente difícil una llamada telefónica, una carta, una noticia, una visita, cualquier método de comunicación convencional, y la glándula lacrimal de la chica amenazaba con explotar.

En la puerta de la habitación dejaron una maleta con los enseres básicos de Ramón, recogidos por los amables chicos que velaban por su seguridad, pero los de Sofía había que ir a recogerlos a su lugar de alojamiento. De allí, un coche de la embjada les llevaría hasta el aeropuerto a los dos, pero Marisa ya no les podría acompañar. Llegaba el momento de las despedidas.

12 julio 2006

Llamando a las puertas del cielo

La puerta se abrió y una ola de luz cegadora golpeó sus pupilas, de forma que tuvo que cerrar los ojos e ir abriéndolos poco a poco para acostumbrarlos a la luminosidad de la estancia. A su lado una figura yacente iba perfilándose con cada nuevo grado de apertura ocular. Pensó que se trataba de un ángel y se hallaba en el cielo.

La figura se levantó como un resorte y se le acercó de golpe, besándole y mojando sus mejillas con las lágrimas que salían a borbotones de sus ojos. Su cara era conocida, aunque no la reconoció al instante.

- ¡Has despertado! ¡Gracias, Dios mío, gracias! Creí que te perdía.
- ¡Marisa! ¿Dónde estoy? ¿Qué haces aquí?
- Ya te explicaré ..., pero ahora descansa. Espera ..., voy a buscar al médico.

Mientras oía las voces de su amiga buscando al facultativo, su mente empezaba a reaccionar y a situarse en el verdadero escenario de su vida. Dos fuertes vendas rodeaban sus muñecas, y cerca de la inflexión de su codo izquierdo tenía inyectado un gotero. Intentó moverse un poco pero apenas pudo: estaba demasiado débil.

Entonces recordó los motivos de su estancia en el hospital, y su semblante nuevamente se ensombreció. Francamente, hubiera deseado terminar de una vez en paz, pero ni eso le era permitido por el destino.

Al momento irrumpió Marisa con el médico, y la presencia de ese último impidió a Ramón que, de momento, le recriminara su acción, aunque tiempo tendría para los reproches. En el brazo izquierdo de la mujer todavía conservaba un algodón sujeto por un trozo de esparadrapo. Estaba claro que su amiga, no sólo le había rescatado de su bañera de sangre sino que con la suya había impedido su probable muerte. Este detalle le llegó al alma, y apenas pudo reprimir el instinto de explotar en un berriche.

El médico le reconoció, le tomó la tensión y el pulso, para afirmar después que, de momento, no era necesaria una nueva transfusión. Marisa respiró aliviada por las buenas noticias, aunque ya empezaba a preocuparse por el rostro serio y triste de su amigo. Necesitaba una conversación a solas con él, pues debía evitar a toda costa que la idea impulsora de su alocada acción volviera a instalarse en su cerebro.

Nuevamente solos, se hizo un tenso silencio entre los dos; tenían cosas importantes que decirse, pero no sabían como empezar. Marisa fue un poco más ágil, y empleando un poco de mano izquierda femenina, evitó comenzar con reproches o preguntas que pudieran ponerle a la defensiva.

- Me alegro que estés de vuelta, Ramón. De verdad, me alegro mucho. No sabes lo cerca que has estado ... Bueno, si no llega a ser por Sofía no lo cuentas ...

El nombre de la mujer actuó como un resorte en la cara de Ramón, que preguntó con ansiedad:

- Sofía, ¿qué sabes de Sofía?
- Fue ella quien me avisó, Ramón. Me dijo que habíais discutido, que estaba muy preocupada por ti. Temía que hicieras una barbaridad ... Por suerte llegamos a tiempo.
- Y ella, ¿dónde está? ¿lo sabes?
- No te preocupes, está en lugar seguro. Pronto la verás. Ha estado aquí hasta hace poco. Vino en cuanto le dije lo que había pasado, y no se separó de esta cama hasta que conseguí convencerla.

Durante el tiempo en que Ramón había estado inconsciente, Sofía tuvo tiempo de contarle a Marisa una versión reducida de lo que había transmitido a Ramón: su historia y las razones de su permanente huida. Marisa le prometió protección, y la alojó en un lugar seguro y vigilado permanentemente, a la espera de nuevas decisiones.

El imprevisto interés de su chica causó en el ánimo de Ramón lo mismo que produce un claro y tranquilo amanecer: perfilando los contornos, aclarando las sombras, acentuando los colores y matizando los sonidos, de forma gradual, en calma; disolviendo las dudas de la noche, para construir las realidades de un nuevo día.

Y ese inesperado fulgor terminó iluminando su rostro, dotando de nuevo brillo a sus pupilas, arrancándole una ligera sonrisa, y hasta pareció que sus mejillas tornaban su pálido color en un tono ligeramente sonrosado. De repente, sintió un hambre atroz.

07 julio 2006

Tinieblas


Desde la boca del metro hasta su casa fue caminando como un sonámbulo, con los hombros encogidos y el paso vacilante, sin despegar la mirada del suelo, sorteando los obstáculos casi por magia, doblando las esquinas sólo con la inercia de la rutina. Era un espectro andante.

La gente se le quedaba mirando, algunos con descarada curiosidad, otros con indisimulada risa, y los menos, con algo de lástima; pero nada le conseguía sacar de la opaca esfera de aislamiento en la que se hallaba inmerso. Subió las escaleras con la misma actitud indolente, abrió la puerta con un gesto automático, y la cerró con tal dejadez, que poco faltó para que permaneciera entreabierta. Soltó las llaves sobre la cómoda, y dejó caer su cuerpo encima del sillón como quien arroja un pesado fardo cansado de transportar, y que no va a necesitar en una larga temporada.

No era consciente del tiempo, así que solamente fue capaz de percibir su paso cuando las tinieblas empezaron a penetrar por su ventana, llenando de oscuridad también la estancia, pues su ánimo ya hacía horas que nadaba en un mar oscuro y espeso, que no dejaba entrar ni un solo rayo de luz.

Se preguntó qué hacía allí, qué sentido tenía su vida, cuales eran sus esperanzas, sus anhelos, pero no encontró respuestas. Sentía sin embargo una amargura intensa, un dolor lacerante que le impedía pensar con lucidez. Sus pensamientos iban y volvían, cerrándose en un círculo vicioso sin posibilidad de huida. Se sentía culpable de haberla perdido, pero no sabía por qué, intentaba buscar alguna forma de recuperarla, pero no sabía cómo; y al final llegaba siempre a la misma conclusión: nunca más la volvería a ver. Y esa convicción incrementaba cada vez más su pesar.

Estaba exhausto por semanas sin dormir ni comer, atormentado por la incertidumbre de la desaparición de Sofía, y amargado por su ausencia voluntaria de la mujer. Su capacidad de entendimiento estaba seriamente dañada, y él solo ya no era capaz de pensar de forma positiva. Incapaz de concebir su vida sin su chica, empezó a obsesionarse con la idea de terminar de una vez con todo, y encontró razones, más y más razones que realimentaban esa idea, hasta que se convirtió en su pensamiento exclusivo, en la única acción que estaba dispuesto a ejecutar.

Se sumergió en un baño de agua muy caliente, dejó que sus músculos se relajaran, queriendo adormecer su vida para evitar que surgiera el instinto de conservarla. Realizó dos cortes profundos y rápidos y cerró los ojos. Evitó pensar mientras la vida se le iba, pero una fuerza interna le instaba a echar marcha atrás como fuera.

Pero también ese impulso fue cediendo, su voluntad se fue debilitando al mismo tiempo que la confusión de sus sentidos aumentaba. De repente, soñó que se encontraba delante de una puerta, con una larga inscripción encima de su dintel, que no pudo entender, pues desconocía el idioma en que estaba escrito. Golpeó con toda la fuerza de sus nudillos, pero apenas pudo apreciar el resultado, solamente le volvieron dos sonidos muy lejanos, casi inaudibles.

No sabía si estaba llamando a las puertas del cielo o del infierno, y siquiera si al otro lado habría alguien para atenderle.

06 julio 2006

Cruce de caminos

- Esta vez no dejaré que te vayas, dijo Ramón. Quiero ir contigo, pase lo que pase, cueste lo que cueste. No me importa morir, pero no me abandones otra vez. Sofía, te lo ruego ...
- No ... No, Ramón, no puede ser. Debo de marchar. Déjame ir.

Ramón asió su mano, la estrechó fuertemente, y se inició un tira y afloja intenso. Ella pugnaba por librarse de la presión que la retenía, mientras las lágrimas brotaban a borbotones de sus ojos, y él había perdido momentaneamente el juicio: tenía el rostro desencajado por la ira, y una expresión de angustia y desesperación, que unida a su aspecto demacrado parecía mucho más cercana a la locura que al amor.

Pero las lágrimas de ella consiguieron vencer la alteración transitoria de Ramón, comprendió que la decisión de ella era firme, que de nada podía servir retenerla a la fuerza, y de golpe cesó la fuerza en sus músculos, mudó su rostro de la desesperación a la tristeza y sus manos buscaron ahora sus propios ojos encharcados, liberándolos de su carga.

El momento fue aprovechado por la muchacha, que libre del lazo que la retenía comenzó una larga y veloz carrera. Cuando Ramón reaccionó, solamente tuvo tiempo de ver su silueta introducirse con rapidez en la boca del metro.

La estación de metro de Sol es un gran cruce de caminos: tres líneas, seis posibles direcciones. Demasiado fácil equivocarse. Y Ramón acertó la línea, pero no el sentido. Sólo necesitaba seguir su primera intuición, dejarse conducir por la letra de la vieja canción:

Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal
¿Dónde queda tu oficina para irte a buscar?
Cuando la ciudad pinte sus labios de neón
subirás en mi caballo de cartón.
Me podrán robar tus días,
tus noches, no.

Pero en lugar de seguir lo que le indicaba su corazón, confió en la lógica que le volvía a enviar de nuevo a su maldita estación de tren, la de los desencuentros y las trampas. Buscó desesperado por los andenes de cercanías y de lejanías, por los exhuberantes jardines cargados de agobiante humedad, sitió las tiendas de regalos, interrogó a los vendedores ambulantes, y volvió en otro viejo vagón, pintado a rayas rojas y blancas.

Pero ya no miraba, ya no buscaba. Su última esperanza se había desvanecido. Su postura ya no era rígida, tensa, vigilante, sino blanda, flácida, ausente. Había perdido.