31 diciembre 2010

Último mensaje del año


Los días y las noches son cuadernos en blanco que vamos rellenando de contenido a medida que pasa el tiempo. La mayor parte de las veces, nuestra mano escribe en esas páginas vacías como movida por un dios caprichoso, que la maneja a su antojo, emborronando nuestra preciosa letra.

Sin embargo hay días que no, jornadas en que el manejador de los hilos parece dormido. Entonces nuestra pluma fluye sobre rectilíneas líneas invisibles, plasmando únicamente nuestra voluntad, mostrando sólo lo que deseamos enseñar, como si fuéramos nosotros los dueños de nuestro destino.

Ignoro si tenemos la fuerza necesaria para poder vestir esos días y esas noches con los ropajes diseñados por nuestra mente. Tengo tendencia a pensar que es lo contrario. Que todas las noches y todos los días son prácticamente iguales, inmanejables e impredecibles, siendo tan solo un capricho nuestro el ponerles un nombre. Nada es posible en Navidad que no lo sea un tres de febrero, y no habrá más misterio en una noche de ánimas del que pueda darse en la víspera de un martes cualquiera.

Puestos a soñar, quisiera ponerle nombre a esta noche y que, además, ese nombre tuviera sentido, el sentido preciso que yo desee darle, como si fuera el verdadero conductor de mis pasos. Quisiera también que todos vosotros fuerais capaces de decidir cómo pintar esas horas, tiñéndolas de verde esperanza, de rojo pasión, o también, si así lo deseáis, de azul melancolía. Del color, o los colores, que os pida el cuerpo; sin una gota de pintura ajena.

Por estas razones, os deseo:

¡Feliz Nochenueva!

o como vosotros queráis llamarla.

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20 diciembre 2010

De mano en mano



El dueño del quiosco mascaba siempre regaliz y tenía una copla rumiando entre los labios fruncidos. 

Esa mañana, alguna señora entrada en kilos puso voz a aquellos murmullos: “Gitana, que tú serás...” Él se limitó a desplazar el palo hacia la comisura de los labios como queriendo sonreir. Al mismo tiempo, devolvía el cambio sin mirar y preguntaba al siguiente lo que quería.

Cuando llegué a casa puse las vueltas encima de la mesa. Un tintineo sospechoso me alertó. Allí estaba otra vez la moneda de dos euros que le había colado la semana anterior al viejo zorro. La copla nunca miente, dicen. 

Y en Mercadona ya han empezado a sonar los villancicos.

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08 diciembre 2010

Perder la cuenta


Como los ángeles al caer el sol, Bruno abandona el terrenal polvo de la obra para buscar su cielo particular en un ático de la calle Curtidores. 

Forastero en la ciudad, soltero por religión y renegado del amor, recorre las calles del casco antiguo con inquietud y prisa. Sonja, la rusa que llegó el mes pasado, le espera.  Con ésta, serán cuatro las veces que repite con ella. O puede que sean cinco. 

Perder la cuenta, debe ser eso lo que alarma a Bruno. Y también, ese sentimiento de culpa, por no sumar algún detallito a los tristes cien euros que vale el servicio.

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28 noviembre 2010

Habitación 211






El escritor tropieza con el marco de la puerta al entrar en la habitación del hotel. Le sobra el último cubata, piensa. O los dos últimos.

Tras una noche pletórica, le esperan sus miedos, agazapados en la pequeña estancia, como soldados en una trinchera dispuestos a saltar sobre el enemigo acorralado.

La moqueta desprende olor a la libertad recién robada en el primer día de cautiverio. Un hedor asfixiante que reduce aún más el escaso espacio entre puerta y ventana, enfrentando al hombre consigo mismo, convirtiendo sus latidos de corazón en golpes de tambor furiosos sonando cada vez más cerca.

El calor que nace de su cuerpo sólo consigue agravar el problema, reduciendo un oxígeno que se sospecha ya demasiado escaso. Piensa por un segundo en ducharse, pero uno de sus terrores le salta al cuello sin piedad. Se ve a sí mismo inerte en el fondo de la bañera, las gotas de agua fría deslizándose por su cuerpo flácido, sin vida. Así que decide conformarse con entrar en la cama desnudo y esperar a que el sueño sepulte esos calores.

Nada más tumbarse, los muebles empiezan a girar despacio alrededor de la cama. Cada vuelta un poco más rápido que la anterior. Abre los ojos y la noria se detiene. Se incorpora, enciende la tele, sintoniza un programa deportivo que le garantiza el tedio y le arrienda los miedos durante un tiempo.

Es así como le vence el sueño: la sábana cubriéndole apenas la cintura, el torso desnudo inclinado, la cabeza ladeada sobre un regazo imaginario. Pero en su frente, las arrugas se mueven como olas en una mar picada, la pesadilla llama a su puerta. Toc, toc, toc, insiste violenta.

El escritor despierta, comprobando que la amenaza soñada es real. Alguien llama.

- ¿Quién es? - murmura.
- Toc, toc, toc. Abre, soy Elena.

¿Elena?, ¿quién es Elena?, piensa. Y hace un ademán de levantarse. Entonces, se ve desnudo.

Su cuerpo está blando, desprovisto de energía; su miembro, contraído hasta la mínima expresión, justo como lo había imaginado antes, agonizando dentro de la bañera.

- ¿Pero quién es?- grita angustiado.

Al otro lado, el de la libertad deseada, Elena duda. Dentro, no se puede apreciar la repentina luz en el rostro de la mujer, el gesto de asombro. Sólo se escuchan unos pasos que escapan veloces de la habitación 211. Y un ascensor que sube sin prisa, ignorando la angustia que sienten los hombres.


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10 noviembre 2010

Te encontré en la calle


A ti te encontré en la calle. 

En la calle o en esos bares donde hablar era imposible y caían punteos de guitarra eléctrica sobre vasos repletos de whisky. 

Hacía frío aquella noche, y el deseo buscaba el refugio en unos ojos amigos. Yo vi en los tuyos la chispa de muchas sustancias, un fulgor que se antojaba breve y mentiroso. 

Pero era demasiado invierno para encontrar autenticidad debajo de tantas pieles. Cuando las quité todas, quedó sólo el llanto de una niña caprichosa, herida porque otra se había llevado su juguete.

Supongo que en el fondo sólo fui eso para ti: un juguete. O peor que eso: el muñeco que nunca lograría reemplazar al auténtico juguete. Aún así, lo pasábamos bien juntos los días que no salían encapotados por las nubes del pasado, las noches que no bajabas al bar de Melo y pinchabas varias agujas en tu piel de vudú.

Pero eras de la calle y allí tenías que volver. Lo hiciste, por suerte para todos, cuando el frío ya no arreciaba y las sábanas no mordían con su aliento helado. Desapareciste como habías venido, con otra mirada equívoca, pero entonces ya no tenías nada que esconder, ya conocía cada uno de tus gestos.

Reconozco que tardé tiempo en encontrar un ocupante para el lado frío de la cama, y que me costó volver a pisar la calle sin temor. También, que pinté de blanco toda la casa nada más irte. 

Y que cambié todos los muebles de sitio.

31 octubre 2010

Un nicho algo estrecho







Al bueno de Federico Martí se le llena la casa de vivos la noche de difuntos. Perdió su mediocre existencia una de éstas, en un oscuro callejón donde no hubo truco ni trato. El ladrón se lo llevó todo, la bolsa y la vida, enmascarado bajo una capucha negra con sonrisa blanca.

A partir de ese encuentro aciago, se convirtió en criador de malvas en un estrecho local de la calle 20, columna 15, 3ª planta, del distrito Este del Cementerio General, dirección poco transitada salvo cada año por estas fechas. A su asesino tampoco le aprovechó mucho la captura de tan magra cartera y, a los cuatro días, lo empapeló la pasma intentando repetir el golpe con otro desgraciado. Le cayeron media docena de años, que se convirtieron en cuatro por buena conducta.

Cuando se acerca la medianoche del último día de octubre, una pandilla de imbéciles se acerca a rezar estupideces a la vecina del 4º, una excéntrica nigromante que murió de infarto pocas horas después de Fede, durante una sesión de güija con más ruidos de los programados. Los conjuros, emitidos para convocar a la desgraciada bruja, provocarían la carcajada del más triste de los humanos, y sin embargo, no consiguen más que una marea de sugestión en los convocados, capaces de extraer mensajes ocultos de cualquier aleteo de búho hambriento.

Para mayor desgracia, este mes pasado ha tenido, en horario diurno eso sí, la visita de los albañiles, encargados de colocar una columna más a la izquierda de la suya. De las inevitables obras ya no se libran ni los lugares más sagrados, se lamentan los fiambres. Aunque todo se hace para bien. Las nuevas celdas les amortiguarán ruidos, a cambio de unos vecinos de lo más silencioso.

Mientras llegan puntuales los visitantes a la calle 20, allá en la ciudad, donde todas las vías tienen nombre -la mayoría de residentes en éste y otros camposantos- el asesino del protagonista celebra su primer permiso penitenciario, con unos tirillos adquiridos a precio módico, una mierda algo mejor de la que pasan en la trena, porque con algo hay que celebrarlo.  

Envalentonado con la coca, no se le ocurre otra mejor que comprobar si su antiguo oficio se le ha olvidado. Y además, para más emoción, con un par de chavales de dos metros, vestidos de calavera. La cosa se complica cuando aparecen media docena más de huesitos, dispuestos a rajarle de arriba abajo. Y aunque lo consiguen, un par de ellos se lleva también palmo y medio de navaja entre varias costillas.

Al día siguiente, a Don Federico casi se le llena de vecinos la columna  de los nuevos adosados, con la mala suerte de quedar, pared con pared, con el mismo que le envió a su actual residencia. Entre éste, la vidente, los acólitos de la misma y los albañiles, ¡vaya semanita! Y menudo futuro que le espera. Estaría de lo más deprimido el hombre, si no fuera porque es de buen conformar. Y porque esta muerto, claro. 

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10 octubre 2010

Muñecas y fotos viejas




Las muñecas se conservan bien. Mejor que las fotos. Estas últimas amarillean con el tiempo y dan cierto aire falso a las imágenes que muestran. En cambio, a la Barbie bastaría con cambiarle el modelo de vez en cuando, vestirla con un trapito de última moda y como nueva.

Eva es el negativo de la muñeca. Nunca la verás con ropa de una temporada anterior y ha intentado conservar a toda costa la increíble figura que lucía en los desfiles, hace veinte años. Si la ves de lejos, consigue dar el pego, pero si te acercas, se aprecia demasiado bien todos los esfuerzos vanos en tapar el paso del tiempo: la piel estirada, reluciente, demasiado tostada para la época; la carne rebosante del escote, excesiva en volumen y dureza; por no hablar de la cintura, que ya no entra en los apretados pantalones y de la que asoman, acusadoras, algunas estrías.

Hay algo de foto ajada en ella, en su físico y también en su vida. Al menos, si la tratas superficialmente, no se le conocen más objetivos vitales que permanecer joven, bella y seguidora fiel de todas las tendencias: la Barbie con el vestido recién cambiado.

Pero esta mujer tiene la piel de papel fotográfico, y bajo la epidermis no sabemos bien lo que palpita. Lo peor de todo es que ya nadie quiere averiguarlo. Los que se acercan, terminan resbalando por su superficie tan bien bruñida.

Hoy la he visto seria, esperando una llamada telefónica que no llega. Se ha dado cuenta y ha cambiado, de repente, a esa sonrisa estudiada que apenas le marca las arrugas. Por un momento, me ha parecido que esta muñeca ya sabe que su próximo destino es el cajón donde envejecen las ropas y se acartonan los retratos.

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22 septiembre 2010

Gatas


Y sin embargo las gatas suelen volver donde fueron felices. Vuelven y se quedan un tiempo, el que ellas quieren o necesitan. Después se van. No se puede sujetar el corazón de una gata


Laura me decía estas palabras con una paz en el rostro que contrastaba con la habitual fiereza de su mirada verde. Seda, la pequeña gata salvaje, hacía ya unos días que no visitaba el rincón del  patio donde todos los días dejábamos las sobras de la comida.


- Tú también te irás, ¿no, Laura?


Ella tenía pintado el sí en la cara, pero no contestó. Se levantó, se acercó, y sin decir nada me dio un beso en la nuca, para después abrazarme por la espalda. Al notar el contacto blando de sus pechos pequeños, me recorrió una especie de corriente eléctrica. Luego nos besamos y nos sobamos con esa furia imparable que se tiene a los diecisiete.


Laura se fue sin avisar, como insinuó aquel día, y la gata volvió unos meses después, casi a punto de parir. De la abundante prole nacida de aquel embarazo, una gatita se encariñó especialmente de mí, y venía siempre a acomodarse en mi regazo cuando hacía la siesta, las tardes de verano.  Tras una de  ellas le dije:


- Un día de éstos, tú también te marcharás.


Ella se levantó, y ronroneando, restregó su lomo contra el bajo de mis pantalones. 

En ese momento, tuve el presentimiento de que Laura no tardaría en volver.

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16 septiembre 2010

Septiembre


Había llegado Septiembre y me propuse que todo iba a cambiar. Ese año no bastaba con medio mes de gimnasio y un curso de inglés por fascículos, esos pequeños trucos para adormecer mi cabreada conciencia.

Dejé que Pepito Grillo manejara los hilos de mi vida a su antojo, con sesiones maratonianas de ejercicio, dietas bajas en calorías y control estricto de gastos. Infeliz. Atrapado entre la obsesión de reducir centímetros y la de incrementar euros, me olvidé de Teresa. A las diez de la noche bajaba el telón de mi deseo, con la misma puntualidad británica que marcaba el seis en el despertador a la mañana siguiente.

Ella se fue en Noviembre, con las últimas hojas.

Por suerte, este verano he conocido a Elena, una anárquica morena de pelo tan interminable como sus noches, con la que comparto colchón y gastos.

En una de nuestras sesiones de sofá frente a la tele, vimos hace días el anuncio de una colección de cromos del Coyote, con pinta excelente.

Definitivamente, Septiembre es un buen mes para ponerlo todo patas abajo.

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02 septiembre 2010

A una mujer sin nombre


Ella no tiene nombre. Las vocales y consonantes que lo forman hace tiempo que se escaparon de mi vaga memoria. 

Cuando la conocí no importaba cómo llamarla. Las palabras sobraban. El único lenguaje posible era el del deseo. Entre sus brazos sólo existía el presente. La soledad y la ausencia no eran posibilidades previstas en nuestro corto horizonte de saliva y sudor. 

 La sal será el único recuerdo, la única constancia de que me amaste, pensaba entonces. Pero la sal no basta ahora. La suya me abandonó hace tiempo, y otras que han venido después saben diferente. Los restos de sus sucesoras tienen nombre y apellidos, número de teléfono, algún “ya nos veremos”.

Paseo por las playas antiguas, irreconocibles después de tantos años. La busco por la arena, sobre las toallas extendidas, bajo sombrillas de vivos colores, con los pies mojados por las olas que nos acariciaban. Sólo encuentro recuerdos a bocajarro, en el pelo de alguna chica, en el rostro de una madre, en las piernas entrelazadas de más de una pareja, pero ni rastro de su nombre.

Necesito su nombre para lanzarlo al agua, como una botella con mensaje, para cantarlo como una nana en las noches de insomnio, para escribirlo doscientas veces como castigo por haberlo olvidado. 

Necesito un nombre para susurrarlo en invierno, cuando no tenga brisa salada para sazonar mis recuerdos, unas pocas letras para retener todo lo suyo que insiste en huir, unos toscos caracteres que grabar en mármol como si fueran palabras de un epitafio. 

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03 agosto 2010

Campo de minas


La ausencia no es un gigantesco espacio vacío, es un campo de minas esperando a ser pisado cualquier noche de invierno.


La silla se quedó desnuda a principios de aquel verano. Ella me dijo que se iba. Necesitaba tiempo, espacio para sí misma, pensar en calma sobre nuestra relación, todo eso que se dice en las despedidas.


Ya vi entonces en su cara que la decisión estaba tomada. La mentira siempre sonaba en su voz con timbres de aparente seguridad. Debí fiarme de esa primera intuición. No volvería nunca.


No lo hice, y a cambio dejé vacío su asiento preferido en un lugar destacado, como una forma de escenificar la ausencia. Una tabla sostenida por cuatro patas, un abismo soportado por el recuerdo.


Cuando llegaba el tiempo de ajusticiar la melancolía, enterrando sus restos en la humedad del trastero, recibí su carta. No había dirección en el remite, pero sobrevivía la insultante seguridad en cada trazo de su letra.


No tuve el valor de abrirla, ni tampoco el de romperla en mil pedazos. La ausencia es un campo de minas esperando, y el abrecartas se parece demasiado a una pisada torpe y titubeante.

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21 julio 2010

Bella espalda


¡Qué sorpresa! ¡Cuánto tiempo sin verte!

La cara de la persona que se dirige a mí, con tan grandes muestras de alegría, apenas me suena, pero yo finjo conocerla y, sin pronunciar su nombre, le doy dos sonoros besos, mientras pienso una estrategia.

Ella continúa recreándose en su euforia y me va dando pistas, el curso en el que coincidimos, los bares que frecuentamos; pero yo sigo sin encontrar un nombre para su rostro.

Termina el tiempo prudencial de mantener la farsa y busco una excusa para marcharme, pretendiendo salir airoso del lío en que me he metido.

- A ver si no pasa tanto tiempo sin vernos- le digo. Aunque parece que a ti no te afecta. Sigues tan guapa como en los buenos tiempos.

- Bueno. Por aquel entonces, más que guapa, era guapo- concreta.

Y seguidamente gira sus tacones, mostrando su bella espalda.

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02 julio 2010

Tribulaciones de un sicario

Elèna presenta este libro de Editores Policarbonados en la librería Primado de Valencia, junto con Raúl Ariza y su Elefantiasis, este viernes 2 de Julio a las 20 h.


El fin del mundo llegará precedido de una calma asombrosa, comenzará con el regusto pastoso de un tedio demasiado tiempo mantenido. Los cambios de época, las revoluciones, empiezan de esa forma, cuando el ancla de un status inmutable se desliza imperceptiblemente.

Tuzones es una pequeña ciudad de provincias donde nunca pasa nada. Muestra la apariencia tranquila de la gente corriente dormitando el bochorno de un Agosto convencional. Mujeres charlando al fresco, hombres comentando los resultados de la pretemporada futbolera.

Anselmo de la Rúa es un rico venido a menos, apurando sus últimas horas de hidalgo clásico, a la par que su cuenta bancaria va menguando. Sus apuros económicos podrían solucionarse de golpe si acepta una peculiar oferta de trabajo: convertirse en sicario. O mejor dicho, en aprendiz de sicario. Hasta aquí puedo contar.

Elèna Casero nos cuenta el inicio de una revolución muda, los primeros fotogramas de un mundo que empieza a desplomarse. Y lo hace con la tranquilidad y la calma del que describe una tarde veraniega de domingo, con la fina ironía de quien se limita arquear una ceja ante la derrota de su peor enemigo. Debajo de la calma chicha con la que describe la ciudad, de la abulia que atribuye a su principal personaje, el germen de la transformación crece párrafo a párrafo, convirtiendo a todos los mediocres personajes en seres extraordinarios.

Puede ser una pequeña marea que apenas altere un gran océano, pero la turbulenta historia que no cambiará el devenir de Tuzones es síntoma de algo más. En la pequeña población, puede que incluso en la misma pensión donde malvive el protagonista, hará ya unos meses que deslumbra una tele en color. Y a dos manzanas luce el cartel del primer supermercado. En la tienda de electrodomésticos pronto anunciarán un artilugio moderno que se llamará ordenador. 

Pero esto Elèna ya no nos lo cuenta. La autora se queda en la imagen ralentizada del último gol en blanco y negro, el remate en semifallo de un tal Rubén Cano, y el botellazo certero sobre la cabeza de otro tal Juanito, en las gradas uniformes de un estadio de Belgrado derrotado.

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27 junio 2010

Sangre de líder

La imagen la tomé de aquí


Todos le esperaban. 

Alejandro era un hombre que se hacía de rogar, y yo siempre me he preguntado por qué a los demás no les importaba esperarle el tiempo que hiciera falta, mientras que a otros se nos recriminaba cada minuto de tardanza.

Nunca he llegado a comprender de qué carne están hechos los héroes y qué RH circula por las venas de los líderes, pero no fue esa curiosidad la que me incitó a matarlo. Tú lo llamarás celos o envidia, lo sé, pero se trata de un sentimiento más complejo.

A su entierro acudió una multitud de gente desolada, amigos derrotados, admiradoras deshechas. Hasta a mí se me escaparon un buen puñado de lágrimas.

Sí. Pensándolo bien, posiblemente yo también lo amaba. 

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23 junio 2010

Noche de San Juan


Es noche de sacar
el látigo
y domar hogueras
dejando a los leones
sueltos.

Es hora de lavar
penas
con agua
que no quema,
de escribir deseos
en la arena
y que el mar los lleve
donde quiera.

Es tiempo de buscar
tesoros
en oscuras cavernas,
o en ojos tristes,
o en las rojas cerezas.

Noche de San Juan

Velada de magia
cubata de estrellas
espora de amores
ramo de promesas.

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09 junio 2010

La jaula (y II)


Por la mañana, el secuestrador pasa revista. Observa lo que queda en la bandeja y le palpa las nalgas y la barriga de forma grosera. Al principio lanzaba una imprecación o la insultaba. Se notaba su impaciencia. Pero últimamente se le escapa algún gruñido, que parece de satisfacción, y a ella le crece la angustia. Nuevamente se promete que no va a comer.

Las reservas de fiambre dentro del establo se van terminando. A este ritmo no tardarán más de un mes en agotarse. Eso es, como mucho, lo que le resta de vida, piensa la prisionera, si nadie hace nada por remediarlo. Y se empeña en agitar los barrotes y dar gritos de socorro a un opresivo silencio.
 

Últimamente el carnicero carga de calorías el menú. Se le nota, además, algo nervioso en la forma de depositar los alimentos por la rendija. Algunas mañanas, la chica se despierta con la figura del hombre observándola fijamente y le ha parecido descubrir, en su costado, el brillo gris del acero. 

Tentando el suelo de la jaula, encuentra una pequeña vara. En su extremo, treinta y cuatro muescas. Si no le fallan las cuentas, lleva allí una regla completa y cinco días. Sólo una jornada menos de lo anotado en la madera. Al apreciar este hecho, el terror le paraliza las piernas. 


Tarda mucho en reaccionar. Cuando lo hace, termina tumbándose en el suelo, estirándose lo que puede, como si quisiera abarcar todo el ancho de su prisión. Esa noche no atiende la voracidad de su estómago, sólo espera la llegada de su verdugo.

Poco antes del amanecer, éste se presenta y observa en silencio. Ella finge estar dormida y aguarda. Tras unos minutos, eternos, el hombre abre la puerta y se sitúa junto a su víctima. Saca el cuchillo del costado y lo eleva, recreándose en la suerte. Su dentadura brilla.


La puerta de la jaula se ha quedado abierta. Es la única oportunidad de huir. Así que, con las fuerzas que le quedan, la chica se escurre por la abertura y busca la salida exterior, que permanece cerrada. Sabe que necesita esos pocos segundos que lleva de ventaja para abrir la pesada hoja de madera. Pero antes de llegar, la puerta se abre por sí sola y su cuerpo choca contra un cuerpo duro de color azul.
 

Poco recordará de los instantes que suceden después, imágenes borrosas teñidas de añil, el olor ácido de su propio vómito, el sonido de su cuerpo al desplomarse, los gritos ajenos disolviéndose en los últimos estertores de la resistencia violenta.


Qué contraste con el despertar dulce, luminoso, en una cama de hospital, rodeada de blanco e higiene por todos los costados, si exceptuamos el flanco cubierto por los ojos marrones, cálidos, amistosos, de una enfermera mostrando una bandeja de comida, en la que el fiambre brilla por su ausencia.


FIN
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03 junio 2010

La jaula (I)


Desde la calle no se puede ver la jaula. Se encuentra en la parte trasera, dentro de un local destartalado que en otros tiempos hizo de cobertizo.

Allí, en una esquina, semioculta en la penumbra, su estructura metálica de hierro oxidado encierra una superficie de poco más de cuatro metros cuadrados, por dos de alto. En su interior, una joven de pelo lacio se recoge, temblando de frío, en su posición fetal. A su lado, una bandeja, repleta de comida, todavía humea.
 

Ella se muere de hambre pero no quiere probar bocado. Sabe que esos alimentos, que la llaman con su sugerente olor, son lo más parecido a una condena de muerte. Como en el cuento de Hansel y Gretel, su carcelero espera que aumente de peso para sacrificarla.
 

Se tienta las carnes y observa que, pese a todo, está engordando. Todos los días trata de resistir la tentación, pero le puede la gula, el pecado capital que, al fin y a la postre, le ha llevado a aquel cuartucho, al que llegó siguiendo los pasos de su carnicero, con la promesa de mostrarle desconocidos manjares. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, consiguió distinguir dos cecinas y varias ristras de diversos embutidos. También restos de piel y cabellos. El carnicero elaboraba sus manjares con carne humana.
 

Llega la noche, se recrudece el frío, y el hambre le impide dormir. Su voluntad flaquea, minuto a minuto. Al final, ella lo sabe, caerá sobre la bandeja y devorará los alimentos grasientos. Entonces se sentirá culpable y llorará hasta que el cansancio le venza. 

Así es todos los días.

(continuará)

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28 mayo 2010

Ángel de la guarda

Ilustración del gran artista Rafa Castelló

La conciencia es un ángel empuñando un revólver. 

Me he visto repetidas veces ascendiendo lentamente por una empinada cuesta, para caer de golpe rodando, y cada vez que intenté salir del camino tenía al lado el rostro bondadoso del querubín, exhibiendo la boca negra del cañón de su arma. 

No hay peor amenaza que la proferida con amables palabras, la que no deja el recurso a la rebelión, el sagrado derecho a la pataleta.

El ángel no tiene balas, me cuentan unos. Simplemente, no existe, afirman otros. Eres tú el que lo crea, aseguran todos. Pero yo lo veo siempre al borde del camino, cada vez que del mismo se desvía mi mirada.

En mi rutinario divagar, decidí un día arrojarle una piedra. El disparo fue certero y le acertó en toda la frente. No hizo ningún movimiento para apartarse. Después de mi osadía, pasé varias jornadas con la vista puesta en el suelo, sin atreverme a elevarla. Mi frente pesaba enormemente y me dolía, como si el pedrusco me hubiera impactado a mí, en lugar de a él.

En un cruce de caminos, alguien me dijo que se le podía burlar, pero que, de hacerlo, ni se me ocurriera volver la vista atrás. Seguí ese consejo y me vi envuelto en una espiral de acontecimientos imposibles de manejar. La vida me arrastraba a bandazos, alternando exquisitos placeres con dolores insufribles. Una madrugada de esas, epílogo de unos y preludio de los otros, vi mi imagen reflejada en un espejo y no me reconocí. Eché la vista atrás para descubrir al hombre que proyectaba su ser sobre la pulida superficie. En su lugar, bello y sonriente, se encontraba el ángel, apuntando con la pistola

No me preguntéis por qué, pero supe que estaba cargada.

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17 mayo 2010

Dientes


La mujer de la foto sonreía, mostrando una fila de dientes blanquísimos. 

Ese retrato presidía, hasta ayer, la mesa del director general, un tipo orondo que, dicen, fue campeón de España de culturismo. La semana pasada le sobrevino un infarto mientras analizaba las cuentas de la compañía. 

En el funeral, reconocí a aquella misma mujer, que presidía la ceremonia. Entre sus labios, apenas se adivinaba una gran mancha difusa de nicotina y café. 

Esta mañana hay un nuevo retrato en la mesa, un bebé de pocos meses que sonríe exhibiendo sus sonrosadas encías. 

Desde hoy, tenemos nueva directora general.

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10 mayo 2010

Medio novio


Maribel tenía medio novio en el pueblo de al lado. El chico le gustaba, pero sólo para determinadas cosas. Le salvaba del tedio del domingo con alguna excursión por la montaña o una sesión de cine. Y después, el paseo por la calle mayor, bien sonrientes, cogidos de la mano. 

El sábado era para ella, en cambio, noche de cuarto de novio, con horario reducido. Cada semana, un cuarto distinto. 


Aquel domingo, su media pareja investigó bajo de la falda, mientras se daban el último morreo.
 

Y Maribel volvió a casa con un problema matemático.

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03 mayo 2010

Seguro a terceros


La escena del crimen es la clásica, una calle oscura, una farola que filtra su luz amarillenta a través de la niebla, pasos apresurados, una navaja lanzando destellos plateados, forcejeos, un grito ahogado. Y después el ruido de sirenas, las luces giratorias azules sobre los rostros afilados, el finado bajo la sábana blanca, el asesino con las manos atrás, esposado.

La hija de la víctima no tarda en llegar, desecha en sollozos se arroja a los pies de su padre.

- Papá, ¿qué te han hecho? ¿Por qué?, ¿por qué?

Y después se encara a su ejecutor, el rostro desencajado por la ira:

- Asesino, hijo de puta. ¿Qué le has hecho?

- Oiga, señora, sin insultar. Ante todo, educación - exclama el asesino.

- ¿Tendrá seguro, al menos?

- Claro, claro. Por supuesto. Comprendo su enfado, pero comportémonos como seres civilizados y rellenemos el parte amistoso de asesinato. No tiene sentido enojarse.

- Es que yo nunca he rellenado un papel de éstos - comenta la mujer. Écheme una mano usted, que tendrá más práctica.

- Las dos, si hace falta, pero para eso necesito que me las liberen. Hable con el agente, a ver si le convence, para que me quite las esposas.

El policía, muy amable, le retira las manillas de las muñecas y se ofrece a rellenar el parte.

- Aquí, en cada columna, colocan sus datos personales: nombre, apellidos, dirección completa, de correo electrónico, teléfono, última declaración de la renta... Este cuadrado es para dibujar el asesinato. Aquí tienen que describir los daños. Y, por último, lo más difícil: las causas.

- Eso, eso - salta la mujer. ¿Por qué lo has matado, hijo de ...?

- No empecemos... Me miró mal. Exactamente como lo hacía mi padrastro. Es que mi padre me abandonó con dos años y mi madre se juntó con un hombre muy malo.

- Anote, agente, muy importante, causas familiares...

- Y encima me pegaba cada vez que su equipo perdía y se burlaba las pocas veces que el mío lo hacía.

- Maltrato psicológico.

- Además parecía que el reloj era bueno, y después resultó ser de imitación. Hubiera sacado por él no menos de 200€, que me hacían falta para pasar la pensión a mi ex y para un bocata de pimientos con sardina de bota.

- Dificultad para conciliar vida laboral y familiar. Problemas económicos. Hipertensión.

- Ya está bien - protesta el agente. No queda sitio en la hoja. No se preocupe, señora, que con lo anotado, el seguro pagará sin discutir. Y usted -refiriéndose al criminal- ¿tiene algún daño que declarar ?

- Da lo mismo - dice, encogiéndose de hombros. Tengo el seguro a terceros. La tintorería del traje y el desgarrón de la camisa me los tendré que pagar de mi bolsillo. A ver si mi próxima víctima no es tan violento y tiene algo de pasta...

- Suerte - desea el agente. Y si quiere un seguro mejor, por muy poco precio conozco uno que le cubren a todo riesgo.

Y, solícito, le alarga una tarjeta.

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13 abril 2010

La lógica del psiquiátrico


"Entonces es martes, seguro, por lógica".

Esta frase tan contundente la comentó mi tío Esteban un sábado por la tarde, con la mitad de los enfermos de permiso. Su desconcertante razonamiento nos situaba en el verano de 1.960, mientras afuera, en el jardín del psiquiátrico, caían los primeros copos de nieve.

Estaba así desde que una mañana se levantó llamándome por el nombre de su hermano. A partir de ahí, pruebas y más pruebas, meses de hospital, ningún diagnóstico claro.

Pareció despertar un día de primavera, a finales de Mayo, con un discurso fluido y coherente, que se vino abajo con estrépito cuando formuló la pregunta: "Y el Madrid, ¿otra vez campeón de Europa?"

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04 abril 2010

De males anejos



A Edwin Quiñones le detectaron elefantiasis hace un tiempo. Desde entonces, la enfermedad ha deformado tanto sus pantorrillas, que reproducen fielmente la acartonada piel del famoso paquidermo.

Edwin cubre sus piernas con cómodos pantalones, más bien anchos, para disimular sus repugnantes deformidades, pero la enfermedad sigue ahí, paciente, apoderándose poco a poco de su ánimo. Le han dicho que el mal no se detiene; irá avanzando cada día un poco más hasta que el dolor se vuelva insoportable; y el chico parece no resignarse, pero su voz está lejos de infundir confianza, muestra a las claras que ya ha dejado de creer.

Se podría decir que Edwin Quiñones vive atrapado en un mundo que rechaza y del que no puede escapar.

Raúl Ariza es un escritor benicense que busca. Durante un tiempo se ha dedicado, sigilosamente, a observar, anotar y recopilar casos de enfermedades vergonzantes. La mayoría de ellas no son visibles a la luz del día; están  cubiertas por los gigantescos pantalones con los que la sociedad esconde lo imperfecto. Raúl se introduce, a escondidas, debajo de esas telas y descubre unas miserias humanas, tan frecuentes como sangrantes. Nos enseña terribles deformaciones: amputaciones de rasgos enteros de la personalidad, complejos que engordan los apéndices del alma, vicios que erosionan la epidermis hasta dejarla insensible.

Es importante, quizá lo más, cómo nos enseña cada una de las anomalías; ese ambiente apergaminado, paquidérmico, con el que nos pone en antecedentes sobre lo que va a suceder; el aire compasivo con el que trata a sus personajes, como de anciano sabio que escucha y comprende, pero renuncia a aliviarles con lavativas de mal curandero; y el final que se disuelve en las últimas letras, sin atreverse a matar al condenado y sin dejarlo del todo dentro del bucle cerrado de su existencia.

Elefantiasis, es el libro de Raúl Ariza donde nos cuenta parte de lo que ha encontrado en su búsqueda. No lo muestra todo, y se lo agradecemos. Resulta más pudoroso levantar un poco los pantalones de Edwin y volver a bajarlos; dejar una impresión fotográfica, como una secuencia de película de cine apenas entrevista, que nos impacta, pero no se queda el tiempo suficiente para provocarnos la arcada de lo mórbido.

Si lo que os interesa es, precisamente, tener una idea cinematográfica del libro, aquí tenéis el estupendo vídeo promocional, creado por nuestra genial Alma en la que juega un papel imprescindible la voz profunda de Juanma Titos. No debéis prescindir tampoco del impresionante prólogo del libro, a cargo de Francisco Machuca, en el que se da toda una lección de cómo debe ser un cuento.

Me queda felicitar a la ilustradora, Carmen Puchol, que introduce un poco más de desazón y dramatismo a los textos de Raúl; y a Editores Policarbonados, por el importante esfuerzo que está realizando con escritores noveles. Un esfuerzo que, con productos de esta calidad, pronto tendrá su recompensa.
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22 marzo 2010

Breve cuestionario sobre las olas


Me hago muchas preguntas
sobre las olas.

¿Cuándo empieza una ola?
Quisiera plasmar el momento
en que las aguas
se elevan,
se contorsionan,
se deforman,
se alteran perdiendo
su perpétua calma.
Debe ser como el estallido
de un rayo invisible,
o como el chasquido
de una rama al quebrarse,
o como la estela
de una estrella fugaz.
Algo mágico e irrepetible.


¿Cómo abarcar una ola?
Rebusco entre mis instrumentos de medida
y no encuentro el adecuado.
Me resulta imposible detectar
el principio y el fin de la ola,
así que descarto el teodolito,
las estaciones de trabajo,
las sencillas cintas métricas
o los lineales punteros láser.
Tendré que imaginar
una ola probable,
una campana de Gauss
entre dos límites aberrantes.
A partir de ahí,
asumiendo el error,
buscaré el horror
de lo impreciso.
Pequeña, mediana, grande.
Inabarcable, en todo caso.


¿Cuánto dura una ola?
Quisiera escribir las memorias
de una de ellas.
Asistir a su nacimiento,
olvidando la placenta materna
en el fondo de sus aguas.
Observar como crece,
recorriendo sin prisa
la superficie del mar que la acoge,
como un diapasón perezoso
sin intención de alcanzar su extremo.
Comprobar cómo se alza,
desafiando a su peso
y cómo se inclina,
frenética, obsesa, vertiginosa,
hacia un final tan dramático
como una estocada,
o un infarto,
o un atentado terrorista.
Y parar de nuevo el reloj
mientras las ondas,
ya muchas,
las hijas de la debacle,
se disuelven en el lecho
perpétuo y frío
de la superficie marina.


¿Cómo adaptarse a una ola?
Busco y no encuentro
las bridas para cabalgar
sobre una ola.
Tampoco observo estribos
ni veo albardas.
La única opción que me deja
su superficie cambiante
es montar a pelo,
adaptar mi finita anatomía
a sus imposibles curvas.
Durante un tiempo
nuestros ritmos coinciden,
su fuerza me tolera,
y mi físico aguanta sus embestidas,
como en la doma
de un caballo salvaje.
Es un milagro posible.
Cuando llegamos a la orilla,
la arena es el preludio
de un cálido sueño.

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16 marzo 2010

Un extraño asesino


Alberto Peláez es un sicario, un asesino a sueldo.

Quisiera decir de él que es un gran profesional, una persona fría y metódica, que ejecuta sus trabajos con limpieza y discrección. Pero no es así.

Es cierto que durante un tiempo lo pareció. Cada encargo recibido era ejecutado con rapidez y eficacia, con la crueldad propia de su oficio, pero sin excesos de sangre y tripas esparcidos, algo que considero de mal gusto. 

Pensaba que me encontraba con un empleado ejemplar, y por eso lo hice llamar a mi despacho. En esa reunión empecé a sospechar que algo no funcionaba bien en esa mente tan dotada, por otra parte, para segar vidas ajenas.

Apenas entrar en el despacho, Alberto empezó a comportarse de forma realmente extraña. Se negó a sentarse y se colocó en un extremo de la sala. Le pareció mal el color de las paredes y la presencia de un espejo pareció irritarle. Nada más recibir mi felicitación, cogió el sobre con el premio y salió corriendo sin despedirse ni dar las gracias.

En otra ocasión, para atender una urgencia, tuve que acudir a su casa. Me recibió con un kimono y estuvo muy amable. Sin venir a cuento, quiso explicarme con todo detalle las razones por las que su cama estaba extrañamente torcida dentro de la habitación, el sofá colocado donde yo hubiera instalado la tele, y los extraños colores con los que pintaba cada estancia. Me explicó algo muy raro sobre corrientes de energía, elementos básicos y una extraña palabra que lo resumía todo: feng-shui.

Alertado por su comportamiento, invertí parte de mi tiempo en espiar sus acciones. Quise saber cómo se desenvolvía en el trabajo y, para ello, le coloqué, sin que lo advirtiera, los más modernos sistemas de grabación de que dispone la tecnología. Los resultados fueron sorprendentes.

Alberto se hacía pasar por fontanero para poder entrar en las casas. Parecía estar tranquilo cuando se introducía en ellas, pero al poco empezaba a sentirse incómodo. Entonces comenzaba a discutir con  su víctima hasta perder los estribos. Su último acto siempre consistía en una certera puñalada en el corazón, con una limpieza y precisión magistrales, tengo que decir.

Estudiando los diferentes casos y ayudado por grabadoras de mayor precisión, conseguí atar los cabos sueltos. A Alberto le irritaba especialmente pasar algún tiempo en casas no sujetas a las normas del feng-shui. Aprovechaba la ira producida por ese hecho para reunir la decisión necesaria para ejecutar los crímenes.

Tras una ligera meditación no encontré ningún inconveniente en que siguiera actuando igual, pues el resultado era similar al de cualquier profesional. Pero un encargo de lo más habitual me hizo cambiar de opinión. Se trataba de un marido desesperado, hasta las narices de la parienta por sus incurables obsesiones. Pensé que Alberto realizaría el trabajo con la rapidez habitual y me olvidé del tema. 

Hace unos días, para mi sorpresa, me vino la misma víctima a reclamar mis servicios. Tenía un fontanero metido en casa, encantado por la decoración de la misma, y dispuesto a quedarse para toda la vida. No encontraba forma alguna de echarlo de allí.

Ahora tengo un problema. Necesito a un asesino que asesine a mi asesino, después de que éste haya asesinado a mi cliente, al que deberé pedirle mis honorarios por anticipado. Un lío.

Pensándolo bien, Alberto Peláez no ha resultado ser un buen sicario.

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06 marzo 2010

La colla del Rei Barbut


La imagen es de Quim Granell

Estaban a punto de llegar las fiestas, y yo, inconsciente, había comenzado a relajarme. Por eso, el correo real quizá me sorprendió más de lo debido.

El rey paseaba nervioso por la Sala del Consejo, sin saber que hacer con las manos, unas veces en la espalda, otras en las barbas.

- Me temo que va a ser imposible evitar la guerra- me dijo. El príncipe Garxolí está muy enojado y ha desplegado todo su ejército frente a nuestros dominios. Tienes plenos poderes para defender el reino.

Frustrada ya toda esperanza de endulzar mi gaznate con el rico moscatel carmelitano, decidí pasar revista a las tropas.

Nuestros efectivos se reducían a un ayudante cenizo, un robusto querubín de rosados mofletes, un rechoncho devorador de frutos con hueso, y un forzudo leñador con pino recién arrancado.

Con semejante compañía, vencer a tan poderoso enemigo se me antojaba misión imposible.

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Este relato es un pequeño homenaje al autor castelonense Josep Pasqual i Tirado y a su genial obra Tombatossals, y ha sido premiado por Radio Castellón en el concurso semanal de microrrelatos de esta semana.

24 febrero 2010

Pasando de modas

 

- Los hombres que a mí me gustan no saben llorar, ven el fútbol en el sofá, cerveza en mano, y tienen pelo por casi todas partes - aseguró Cuqui García-Ruano con una mueca de desprecio, mientras se recolocaba el lazo azul.

- Pero señora, este año no se llevan. Vuelven a estar de moda los chicos con barba de tres días y media melenita - repuso la dependienta algo sofocada.

- De esos ya tengo cinco de otras temporadas, estoy harta. Tardan más en arreglarse que yo y están terminando con todas mis cremas. Para colmo, pasadas las diez, a todos les duele la cabeza.

- Espere un momento. Veré si queda algo en el almacén.

Tras cinco minutos interminables, la chica vuelve con un gañán clásico.

- Ha habido suerte. Nos queda uno, algo barrigón y un poco calvo, pero creo que se le acoplará.

- Uy, sí. Algo más bajito, pero hasta me recuerda al difunto marqués.

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19 febrero 2010

La lista negra


Santiago palideció por un instante, pero reaccionó en seguida abalanzándose sobre Paco. Sin embargo, éste lo estaba esperando y tuvo tiempo de apartarse. Su enemigo perdió el equilibrio al no encontrar el cuerpo esperado, el cuerpo vencido hacia adelante, y Paco aprovechó esa inercia acompañando el movimiento con su mano, para estrellar la cabeza de su contrincante contra el panel. Santiago quedó inconsciente y cayó pesadamente al suelo con los brazos extendidos, las mangas del traje subidas. En la muñeca izquierda relucía un reloj de oro. En la derecha, una sencilla pulsera de plata.

A Paco le llamó la atención ese objeto, en el que parpadeaba sin fuerza un pequeño led verde. Se la quitó, y en el reverso un reloj marcaba una siniestra marcha atrás. Quedaban algo menos de quince minutos. La brigada debía estar al caer. Haciendo acopio de toda su entereza, se colocó la pulsera, recuperó el whisky y se sentó en una esquina, semioculto. No tuvo que esperar demasiado. Cuando la puerta se abrió, Santiago acababa de recuperar el conocimiento y se incorporaba tambaleándose.

La brigada estaba compuesta por tres androides: el verdugo, su ayudante y un médico. El primero, que parecía estar al mando, contempló la escena. Todo cuadraba según su programación: un hombre angustiado delante de él, y otro en un sillón con una pulsera, paladeando un whisky. Desenfundó la pistola láser y apuntó hacia la yugular. Una diana roja señaló el punto exacto sobre el cuello de Santiago. El presidente lanzó un grito de terror, mientras notaba que algo por dentro se rompía.

El médico se acercó un poco para realizar un radio escáner suficientemente preciso. El resultado fue positivo, el verdugo había dado en el blanco, y la muerte era cuestión de poco tiempo. Paco respondió con un gesto de asentimiento a la mirada muda del facultativo.

Paco se hubiera ahorrado los últimos minutos de su enemigo, pero no sabía cual podía ser la reacción de la brigada, pues probablemente tendría orden de no abandonar la estancia sin certificar la muerte del ejecutado. Tuvo que soportar la lenta agonía de un hombre que nunca había sabido perder. Cuando salieron los hombres, apenas quedaba un minuto en la cuenta atrás. Apuró el trago de whisky y pensó: ¿ahora qué?

Al minuto exacto se encontró en una gran estancia, sentado a una gran mesa de caoba. Enfrente tenía otra pantalla similar a la de su última morada. Tenía el fondo negro, y unas grandes letras grises destacaban. Se fijó bien, era la lista negra.

Ordenados por horas y minutos, estaban todos los fallecidos del día. Su nombre aparecía en el último renglón, y un interrogante solicitaba la causa de su muerte. Seleccionó la opción adecuada y pulsó la confirmación. A continuación, pidió ser teletransportado a una isla paradisiaca.

Un mundo sin presidente amaneció como si tal cosa al día siguiente. Probablemente nadie repararía en ello hasta la convocatoria de las siguientes elecciones. En el primer noticiario de la mañana, la lista negra corría por la parte inferior de las pantallas. Juan Garcés, virus 315; Antonio Benavente, fallo cardíaco; Andrew Morton, ejecución sumarísima; Carla Stepanek, síndrome 213; Francisco Miñambres, accidente.

FIN