18 junio 2007

Los ojos de la muerte



"Tardé un poco en asimilar la situación. Tan solo quería hacer una pregunta, y por toda respuesta me encontraba ahora con un cañón doble de escopeta a escasos centímetros de mi frente.

- ¡Pon las manos en alto!, dijo en tono seco y cortante, pero sin gritar, con la pasmosa calma de quien ya está acostumbrado a manejar esa situación, por violenta que parezca.

- No des un paso más o te arranco la cabeza, soltó sin pestañear.

Las palabras y los gestos afeaban el impresionante aspecto de la mujer, que no debía de pasar de la treintena, y a la que las duras condiciones del entorno no parecían haberle pasado factura, teniendo en cuenta que ella vivía allí, en la única casa situada en muchos kilómetros a la redonda, en medio del árido desierto australiano, junto a un caudaloso río aparecido por arte de magia.

Era una mujer deseable, de largos cabellos rubios, y tentadoras curvas, imaginables bajo la suave blusa que llevaba puesta. O me lo hubiera parecido así en otras circunstancias. Pero yo estaba agotado, a punto de caer al suelo extenuado, tras recorrer cientos de kilómetros en sólo tres días, sin apenas comida ni bebida; y estaba enfrente de su arma, enfrente de sus cortantes palabras, yo, que sólo quería hacer una pregunta.

- ¿Qué se te ha perdido por aquí?, preguntó con su amenazante expresión, sin bajar la escopeta ni un centímetro, sin dejar deslizar ni un maldito grado la mecedora donde estaba sentada.

- Sólo quería saber si el agua es potable. Necesito beber. Luego me iré; dije de prisa, tartamudeando de cansancio y miedo.

- Sí, es potable. Bebe y desaparece de mi vista.

Y eso hice; pegué grandes sorbos de esa agua cálida y dura a toda prisa, llené las cantimploras. "


Era una festiva noche de Agosto, y Adrián se encontraba entre los suyos, en su tierra natal, celebrando la fiesta de San Roque, como todos los años. Las noches empezaban a ser frescas, pues es sabido que, a partir de la Virgen de Agosto, el verano empieza su rápido declive; pero la calle estaba atiborrada de gente expectante por el comienzo del toro embolado.

Junto a él, en plena calle, se reunía la gente en corro, deseando escuchar la narración de la nueva aventura del héroe del pueblo. El disfrutaba rememorando sus sensaciones, los especiales momentos vividos, lo que hacía mucho más intenso y creíble el relato.

La tercera carcasa había sonado, el barullo de la gente aumentaba, las luces de la calle se apagaban, pero Adrián seguía contando con la especial pasión que ponía en ello, cerrando los ojos, alzando las manos, contrayendo su cara en muecas de terror, o de ira...


"Después cargué la bicicleta al hombro, y traté de cruzarlo; pero era más profundo de lo que pensaba, y mucho más turbulento de lo que mis fuerzas podían soportar. Cuando el agua me llegaba a la altura del pecho, intentando salvaguardar a toda costa las partes metálicas de la bicicleta, un furioso remolino me desequilibró, y caí.

La siguiente imagen que recuerdo es mi lucha desigual contra el torbellino, en busca del aire que empezaba a faltar en mis pulmones.

Desperté en la cama de aquella casa, con la mujer mirándome a la cara con sus grandes ojos azules abiertos de asombro, como si ya no esperara que otros ojos pudieran encontrarse con los suyos tan cerca. Se le notaba avergonzada de su comportamiento anterior, y quizá atribuyera mi actitud ausente e inmóvil a alguna modalidad de despecho; pero yo lo único que tenía era pura fatiga.

Tras una semana de mimos y cuidados recuperé gran parte de las energías perdidas, y ella creyó cumplir su estancia en tan particular purgatorio; así que me dio puerta, con algo más de amabilidad que días atrás, y algunos utilísimos consejos para procurarme comida, bebida, y protección frente a los temibles dingos. No hubo lugar a escarceos ni romances; y no porque la mujer no los mereciese, sino más bien porque existía una extraña química que nos separaba, una intuición por parte de ambos de que nos iba a ir mejor manteniendo una prudente distancia.

Quedaban todavía varias jornadas de pedaleo bajo el implacable sol, frente al árido viento, y no diré que no fue duro, pero tampoco pasé en momentos apuros suficientes para que viera, siquiera de lejos, fracasar mi proyecto, y tuviera que volver con la amarga desazón de la derrota. Llegué triunfante a Sidney, y allí fui entrevistado por las habituales cadenas de televisión, siempre dispuestas a convertir en noticia las excentricidades del que os habla."


Adrián terminó su relato, sin ni siquiera percatarse del grito unánime del público. Ahora se encontraba solo, enmedio de la calle, escuchando su nombre en gritos que se confundían con los últimos episodios de su viaje en el interior de su mente. Gritos que le llamaban, que le avisaban, gritos de angustia, de pánico.

Se giró, y frente a él vio la mirada negra del toro, su frente poblada de un enmarañado pelo negro, del que caían grandes gotas de sudor provocadas por las dos ardientes antorchas sujetas en ambos vértices de su cornamenta. Vio la mirada negra del toro, y pudo captar su impaciencia, su amergura, su ira.

Los dos ojos negros enfrente de los suyos le recordaron los del cañón de la escopeta, y sintió flaquear sus piernas. Lentamente comenzó a alzar los brazos, mientras decía:

"Sólo quería saber si el agua es potable. Necesito beber. Luego, me iré"

06 junio 2007

Amando bajo la lluvia

Descubre la canción oculta


Me gusta la lluvia de Mayo, aunque no todos los años recibo ese regalo del cielo. Incluso antes de que sucedieran los hechos que voy a narrar sentía debilidad por mojarme cuando las nubes negras descargaban toda su carga húmeda. Desde niño, verme calado hasta los huesos, sentir el frío del agua en contraste con el calor del ambiente, jugar con los charcos sin peligro a una pulmonía, me proporcionaban un sentimiento de rebeldía sin demasiado riesgo de castigo severo.



Con el tiempo mis padres me dieron por imposible, y renunciaron a recordarme que cogiera el paraguas en los días en que amenazaba tormenta. Más tarde, cuando me independicé y me fui a vivir solo, ni siquiera me llevé uno detrás por si las moscas. No me importaba llegar a casa empapado, pues el placer de secarme envuelto en mi albornoz, con una taza humeante de café con leche, premiaba con creces cualquier inconveniente que el líquido elemento pudiera crear.



Aquel día estaba especialmente negro, caía más fuerte de lo normal, con abundante presencia de rayos y truenos, más propios del verano que de la época en que nos encontrábamos. A mí, tal vez inconsciente del peligro que corría deambulando por las calles en tales condiciones, nada de eso me importaba. Daba igual que los truenos sonaran como cargas de aviación sobre el tejado de mi casa; yo me sentía inmune al efecto devastador de su electricidad.



Llegué a casa y subí por las escaleras, sin utilizar el ascensor. Me gustaba escuchar el chasquido que producían mis zapatos encharcados sobre las baldosas de mármol, sentir los dedos entumecidos chocar contra la superficie rugosa de los zapatos. Al llegar a casa, me los quité rápidamente, dejándolos a un lado para evitar llenar de gotas todo el suelo, y me disponía a entrar en el cuarto de baño cuando el sonido del timbre me hizo brincar del susto.



Abrí la puerta así, con esas pintas: descalzo, con la camisa y pantalones empapados, chorreando, y el cinturón a medio quitar. Enfrente tenía a mi adorada vecina, mi sueño secreto e imposible: una pelirroja de largas melenas, cuerpo escultural, y piernas interminables, con unos labios que decían bésame; pero con el sello de inalcanzable en forma de aro brillante dentro de su dedo anular izquierdo.



Incluso con la cara de terror que exhibía, estaba arrebatadora; la respiración agitada subía y bajaba su pecho, desbordando su generoso escote; de los poros de su piel, más abiertos de lo normal a causa de la tensión, nacía un perfume intenso que me hacía estremecer.



- ¿Puedo pasar?, me dijo. Tengo pánico a la tormenta. Estoy sola y no sé si podré resistir. Mi marido se fue.


- Pasa, pasa. Puedes quedarte hasta que llegue. ¿Tardará? ¿Cómo es que no está en casa en una noche como ésta?


- En las noches así abandona el hogar, por la triste razón de que va a trabajar. Es vendedor de pararrayos.



La improvisada rima me habría provocado una carcajada difícil de disimular en otras circunstancias, pero en ésta me sonó a música celestial. Me había quedado hechizado en la puerta, imaginando mil formas de besar aquellos labios, de acariciar aquella piel, de deslizar mis manos hacia la cintura, y más abajo; de forma que impedía totalmente el paso hacia el interior de la casa; cuando, de repente, la luz se apagó, la oscuridad se quebró de repente con la intensidad luminosa de un rayo acompañada de una sonora explosión que apagó el grito de la mujer.



Sucedió todo tan rápido que no puedo recordarlo con claridad. No sé si ella me empujó, se lanzó a mis brazos, o simplemente perdí el equilibrio, pero cuando me dí cuenta estaba encima de mí, en el suelo; mis manos asían su cintura tal y como había soñado unos instantes antes, y toda la tensión del momento se disolvió en una carcajada.



- Estás empapado, me dijo suavemente, muy cerca del oído, mientras comenzaba a quitarme todas las prendas mojadas.


- Sí, susurré, al tiempo que buscaba sus labios y deslizaba mis dedos por su cadera.





En el terreno más confortable y seco de la cama, acompañados tan solo por el sonido de la lluvia y nuestros gemidos, lejanos ya los últimos truenos, nos amamos con una pasión desconocida para mi, acostumbrado a rolletes de sábado a última hora, amores rápidos, anestesiados por el alcohol, con olor a tabaco y sabor a gin-tonic. Tan aturdido estaba tras el trepidante final que confundí su pícara sonrisa con una de felicidad. Pronto me sacó de su error, guiñando el ojo:

- Quiero más.

Bendiciendo al genial Franklin por su invención, en sus brazos di curso a su petición, y después el amor hizo el resto.

Fue una primavera felizmente lluviosa, intensa en besos, abrazos, caricias y precipitaciones; pero terminó. A base de vender palitos de metal, su marido reunió un pingüe capital, y se hizo multimillonario. No tardaron en mudarse a un desierto de agua y de pasiones.

Ahora que el cambio climático prospera y las nubes escasean, la añoro todavía más que antes, cuando tenía el mono de su cuerpo. Me he vuelto un ecologista furibundo, y reniego de cualquier progreso tecnológico. Cualquier esfuerzo por reducir la capa de ozono y las emisiones de CO me parece poco. Ahorro para peregrinar a la tierra santa de Kyoto, y besar sus amarillas tierras. Si veo una triste nube gris aparecer por el irregular horizonte de las montañas, me da un vuelco el corazón, y sonrío feliz. Pienso que con la borrasca, algún día, volverá ella, y tras esa tempestad ya nunca más volverá la calma.



En este momento, suena el timbre.



- Perdona, ¿no tendrás un poco de azúcar? Me he quedado sin.


- ¿Azúcar? Si claro, pasa, pasa; digo e esos ojos del color de la noche.



Esta es verdaderamente difícil, o, por lo menos eso creo yo; aunque sé que uno por lo menos, la conoce bien. El plazo termina el viernes 15.